– No hagas preguntas.
– Pero no entiendo qué…
– Calla y hazlo, pequeño hijo de perra.
La furia inesperada fue como un bofetón en la cara. A Timmy le escocieron los ojos, y la vista se le nubló de lágrimas. No debía llorar, ya no era un bebé. Pero tenía miedo, tanto, que los dedos le temblaban mientras se soltaba los cordones de las zapatillas. Reparó en la suela rota mientras se las quitaba. Se le había colado la nieve al montar en trineo, y los pies se le habían enfriado y mojado, pero no quería ni pensar en el frío que pasaría descalzo.
– No lo entiendo -volvió a balbucir. El nudo de la garganta le impedía respirar bien.
– No tienes que entender nada. Date prisa -el desconocido daba vueltas, con sus enormes botas de goma recubiertas de nieve y de barro.
– No me importa quedarme aquí -volvió a intentarlo.
– Cierra la boca de una maldita vez, y date prisa.
Las lágrimas resbalaban por las mejillas de Timmy, pero no se molestó en secárselas. Los dedos le temblaban mientras se soltaba el cinturón aunque, al acordarse de la cadena, empezó a desabrocharse los botones de la camisa. El desconocido tendría que desencadenarlo. ¿Se fijaría en los eslabones deformados? ¿Se pondría aún más furioso? Timmy ya sentía el viento frío girando en torno a él. Le dolía el estómago y quería vomitar. Hasta le temblaban las rodillas.
De pronto, el desconocido dejó de dar vueltas. Permaneció inmóvil en el centro de la habitación, con la cabeza ladeada. Al principio, Timmy pensó que lo estaba mirando a él, pero lo que hacía era escuchar. Timmy trató de oír más allá de su corazón desbocado. Se sorbió las lágrimas y se secó el rostro con la manga. Entonces, lo oyó, el motor de un coche en la lejanía, acercándose y reduciendo la velocidad.
– ¡Mierda! -masculló el desconocido. Tomó la lámpara y se dirigió hacia la puerta.
– ¡No, por favor, no se lleve la luz!
– Cierra la boca, llorón de mierda.
Giró en redondo y le dio un revés en toda la cara. Timmy volvió a subir a la cama y huyó al rincón. Se abrazó a la almohada, pero se apartó al ver la mancha de sangre.
– Será mejor que estés listo cuando vuelva -le espetó el desconocido en un susurro-. Y deja de ponerlo todo perdido de sangre.
Acto seguido, salió corriendo por la puerta, la cerró con fuerza y echó los cierres, dejando a Timmy en un agujero de espesa negrura. Se marchó tan deprisa que ni siquiera se fijó en que la cadena de Timmy estaba rota y colgaba del borde de la cama, balanceándose.
A Christine no le hacía falta preguntarle a Eddie lo que se traía entre manos. Reconocía el camino de tierra serpenteante que ascendía para luego bajar en picado, sorteando los arces y los nogales que bordeaban el río. Era allí donde todos los crios iban a darse el lote, junto a la carretera de la Vieja Iglesia. Daba al río. Estaba desierto, tranquilo y negro. Allí era a donde se habían dirigido Jason Ashford y Amy Stykes la noche que descubrieron el cuerpo de Danny Alverez.
¿Sería posible que Eddie supiera dónde estaba Timmy? Christine recordó que habían llevado a un conserje de la iglesia para interrogarlo. ¿Habría oído algo? Pero si Nick hubiera averiguado algo, cualquier cosa, ¿no se lo habría dicho? No, por supuesto que no. Querría mantenerla lejos del jaleo, darle una tarea manual como fotocopiar imágenes de su hijo.
Eddie le repugnaba pero, más importante aún, le daba miedo. Pero si sabía dónde estaba Timmy… Dios mío, ¿qué precio estaría dispuesta a pagar con tal de recuperar a Timmy sano y salvo? ¿Qué precio pagaría cualquier madre, como Laura Alverez o Michelle Tanner, por recuperar a sus hijos? Christine había estado dispuesta a vender su alma por un buen sueldo. ¿Qué estaba dispuesta a hacer por salvar a su hijo?
Aun así, cuando Eddie se desvió hacia el claro que daba al río, el pánico desató un escalofrío por su espalda.
Eddie apagó el motor y las luces. La oscuridad los envolvió como si estuvieran suspendidos en ella, contemplando las copas de los árboles, el río que centelleaba más abajo. Sólo una luna turca procuraba el patético consuelo de que la oscuridad no podía engullirlo todo.
– Bueno, ya estamos aquí -dijo Eddie, volviéndose hacia ella con expectación, pero permaneciendo detrás del volante. Christine pisó la botella de cerveza para impedir que rodara debajo del asiento. Sin las luces del salpicadero, no podía distinguir el rostro de Eddie. Oyó que estrujaba un envoltorio, después, un golpecito seco. La cerilla chisporroteó, y el olor del sulfuro asaltó su olfato mientras lo veía encender un cigarrillo.
– ¿Te importa darme uno?
A la luz del cigarrillo, vio la media sonrisa burlona. Eddie le pasó un pitillo, encendió otra cerilla y esperó a encendérselo. Acabó quemándose las puntas de los dedos.
– Maldita sea -masculló, y sacudió la mano-. Detesto las cerillas. He perdido el mechero en alguna parte.
– No sabía que fumabas -Christine tomó una calada y esperó, confiando en que la nicotina la calmara.
– Intento dejarlo.
– Yo también.
«¿Lo ves?», se dijo. Tenían algo en común. Podría hacerlo. Para entonces, sus ojos ya se habían acostumbrado a la penumbra y podía ver a Eddie. Se preguntó si no sería más fácil en la oscuridad más absoluta. Parecía tan templado y sereno, con el brazo por encima del asiento… Ella también debía conservar la calma. Así, quizá hasta podría impedir que la situación se pusiera violenta.
– ¿De verdad sabes dónde está Timmy?
– Puede -contestó con una bocanada de humo-. ¿Qué estás dispuesta a hacer para averiguarlo? -deslizó el brazo por el asiento hasta que le rozó el pelo con sus dedos carnosos; después, le acarició la mejilla y empezó a descender por el cuello.
– ¿Cómo sé que no es un truco?
– No lo sabes.
Deslizó los dedos por debajo del cuello de la gabardina, desabrochándola y abriéndola hasta que pudo verle la blusa y la falda. A Christine le erizaba el vello sentir sus caricias; le costaba trabajo disimular su repugnancia. Ni siquiera la nicotina la ayudaba.
– Eso no es justo, Eddie. Tiene que haber algo para mí.
Él fingió sentirse dolido.
– Pensaba que un orgasmo increíble sería suficiente.
Le rozó los senos con las yemas de los dedos. Christine tuvo que contenerse para no apretar el cuerpo contra el costado del coche y apartarse. En cambio, permaneció perfectamente inmóvil. «No pienses», se dijo. «Desconecta». Pero quiso gritar cuando Eddie le acarició el pecho con la mano, estrujó el pezón, lo observó y sonrió al verlo ponerse duro y erecto con sus caricias.
Eddie apagó el cigarrillo y se acercó para poder asaltarle el muslo con la otra mano. Los dedos carnosos ascendieron, y Christine vio cómo desaparecían debajo de la falda. Se negó a abrir las piernas y, en aquella ocasión, Eddie rió, lanzándole su aliento agrio a la cara.
– Vamos, Christine, relájate.
– Es que estoy nerviosa -la voz le tembló, y pareció complacido-. ¿Tienes protección?
– ¿No usas nada? -hundió la mano entre sus muslos.
– No he… -costaba trabajo pensar con aquellas bruscas caricias. Sentía deseos de vomitar-. No he estado con nadie desde que me divorcié.
– ¿De verdad? -la hurgaba con los dedos, tirando de la braguita para poder acceder a ella-. Pues yo no uso condones.
Christine no podía respirar.
– Pues no podremos hacerlo si no tienes nada.
Era evidente que Eddie tomaba sus jadeos por excitación.
– No importa -dijo, y deslizó las yemas de los dedos de la otra mano por sus labios para luego meterle el pulgar en la boca-. Podemos hacer otras cosas.
Se le revolvió el estómago. ¿Vomitaría? No podía… No podía permitirse el lujo de enfurecerlo. Eddie bajó la mano, se abrió la bragueta y sacó su pene erecto, largo y grueso. Después, tomó la mano de Christine; ella se la apartó. Sonrió y volvió a agarrársela, le puso los dedos en torno a su miembro hasta que ella sintió la vena hinchada palpitando a lo largo de él. Eddie gimió y se recostó en el asiento.
No, no podía hacerlo. No podía metérselo en la boca.
– ¿De verdad sabes dónde está Timmy? -preguntó una vez más, tratando de recordar su misión.
Eddie cerró los ojos y empezó a jadear.
– Nena, chúpamela bien y te diré lo que quieras oír.
Al menos, le había quitado las manos de encima. En aquel momento, Christine recordó que seguía sosteniendo el cigarrillo en la otra mano, con la punta cargada de ceniza. Dio otra calada hasta que el extremo se puso rojo candente. Después, estrujó el pene con la mano y le clavó las uñas.
– ¿Qué diablos…?
Eddie abrió los ojos de par en par e intentó agarrarle la mano, pero Christine le hundió el cigarrillo en la cara. Eddie aulló y retrocedió hacia la puerta abanicándose la mejilla quemada. Christine le pasó el brazo por detrás y abrió la puerta. Eddie aprovechó la ocasión para sujetarla por las muñecas, pero la soltó cuando ella le hundió la rodilla en el pene erecto; intentaba respirar. Christine echó mano a la botella de cerveza y, cuando Eddie quiso agarrarla otra vez, la estrelló contra su cabeza. Otro aullido, en aquella ocasión, agudo e inhumano. Christine retrocedió a su lado del asiento y, haciendo fuerza contra la puerta, flexionó las rodillas, le clavó los tacones en el pecho y lo empujó fuera.
Eddie cayó sobre la tierra y la nieve, pero empezaba a levantarse cuando ella cerró la puerta, le echó el seguro y comprobó las demás puertas. Entonces, empezó a aporrear el cristal mientras ella forcejeaba con las llaves. El Chevy arrancó a la primera.
Eddie se encaramó al capó, chillándole, y empezó a dar patadas al parabrisas. Se hizo una pequeña grieta. Christine metió la marcha atrás y pisó a fondo el acelerador. El vehículo retrocedió con violencia y Eddie salió despedido del capó. Se puso en pie justo cuando ella metía la primera y pisaba a fondo el acelerador, patinando y lanzando grava alrededor.
Después, el coche descendió por la carretera serpenteante envuelto en la negrura. Las luces. Christine empezó a tocar todos los mandos, activando los limpiaparabrisas y la radio. Bajó la vista un segundo, encontró el mando e iluminó la carretera a tiempo de ver la curva cerrada. Ni siquiera girando el volante con las dos manos bastaría. Pisó los frenos y el coche chirrió y voló por encima de la zanja llena de nieve y la alambrada hasta estrellarse contra un árbol.