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– Aquella noche, en mi casa, gritaste su nombre varias veces. Pensé que me hablarías de él. Cuando no lo hiciste… En fin, me dije que no era asunto mío. Puede que aún no lo sea.

– A estas alturas, ya es del dominio público.

– ¿Del dominio público?

– Albert Stucky es un asesino en serie a cuya captura contribuí hace poco más de un mes. Le pusimos el apodo de El Coleccionista. Secuestraba a dos, tres, a veces, incluso a cuatro mujeres a la vez, y las guardaba, las coleccionaba en algún edificio cerrado o almacén abandonado. Cuando se cansaba de ellas, las mataba descuartizándolas, golpeándoles el cráneo, dándoles mordiscos.

– ¡Dios!, y yo que pensaba que el tipo al que estamos persiguiendo estaba como un cencerro.

– Stucky es único en su especie. Fue mi perfil lo que lo identificó. Lo estuvimos siguiendo durante dos años. Cada vez que nos acercábamos, se trasladaba a otra parte del país. En algún momento, Stucky descubrió que yo era la experta en perfiles. Fue entonces cuando comenzó el juego.

La luz de la luna entraba a raudales por la ventana. Maggie lo miró, incómoda ante el escrutinio de aquellos ojos azules penetrantes llenos de tanta preocupación como interés.

– Háblame del juego -le dijo con expresión seria.

– Stucky hurgó en mi pasado. Averiguó que mi padre había muerto, que mi madre era alcohólica. Parecía saberlo todo. Hace cosa de un año, empecé a recibir notas de Stucky. Y empezó a enviar pistas sobre dónde guardaba a las víctimas. Si acertaba, me recompensaba con una nueva pista. Si fallaba, me castigaba con un cadáver. Fallaba bastante; siempre que encontrábamos a una de sus víctimas en un contenedor tenía la sensación de que era culpa mía.

Cerró los ojos, permitiéndose ver los rostros. Todos ellos con la misma mirada de horror. Los recordaba todos, podía enumerar sus nombres, direcciones, características personales. Era como una letanía de santos. Abrió los ojos, rehuyó los de Nick y prosiguió.

– Descansaba un tiempo, pero sólo para mudarse a otra parte del país. Por fin, lo localizamos en Miami. Después de unas cuantas pistas, creí estar segura de que estaba utilizando un almacén abandonado próximo al río. Pero temía volver a equivocarme, no quería sumar otra mujer muerta a mi lista de cargos de conciencia. Así que no se lo dije a nadie. Decidí ir a investigar yo sola. Así, si me equivocaba, nadie moriría. Sólo que acerté, y Stucky me estaba esperando. Ni siquiera lo vi venir.

Respiraba con dificultad, tenía el corazón desbocado, hasta le sudaban las manos. Era agua pasada, ¿por qué la alteraba tanto?

– Me ató a un poste de acero y me hizo mirar. Vi cómo torturaba y mutilaba a dos mujeres. Ni siquiera se inmutaba al oír sus aullidos de dolor.

Dios, le costaba respirar. ¿Cuándo dejaría de ver aquellos ojos suplicantes, de oír aquellos gritos insoportables?

– Lo vi descuartizar a dos mujeres y me sentí tan… tan impotente. Estaba tan cerca… -se frotó los hombros; todavía podía sentirlo-. Estaba tan cerca que la sangre me salpicaba, junto con fragmentos de cerebros o lascas de huesos.

– Pero ¿lo atrapaste?

– Sí. Lo atrapamos. Sólo porque un viejo pescador oyó los gritos y llamó a la policía. No lo atrapamos gracias a mí.

– Maggie, no eres responsable de esas mujeres.

– Lo sé -por supuesto que lo sabía, pero eso no lavaba la culpa. Se frotó los ojos y, al notar la humedad en las mejillas, se sintió decepcionada consigo misma. Después, se puso en pie, con demasiada brusquedad pero dando por concluido el tema-. Por cierto -dijo, tratando de recobrar la normalidad-. He recibido otra nota -sacó el sobre arrugado y se lo pasó a Nick. Éste extrajo la tarjeta, la leyó y se recostó en la pared.

– Dios mío, Maggie. ¿Qué crees que significa?

– No lo sé. Puede que nada. Puede que sólo quiera divertirse.

Nick estiró las piernas y se puso en pie sin ayuda de la mesa ni de la pared.

– Entonces, ¿qué hacemos ahora?

– ¿Qué tal una redada por el cementerio?

Timmy contemplaba el movimiento de la llama de la lámpara. Le parecía increíble que una pequeña lengua de fuego pudiera iluminar toda la habitación.Y también despedía calor. No tanto como la estufa de queroseno, pero el ambiente estaba tibio. Volvió a acordarse de las acampadas que había hecho con su padre; hacía siglos de eso.

Su padre no era un campista experto. Les costaba casi dos horas levantar la tienda. Los únicos peces que habían pescado eran ejemplares minúsculos que acababan comiéndose cuando el hambre apretaba y no podían esperar a atrapar piezas más grandes. Y, para colmo, en una de las excursiones, su padre fundió el cazo favorito de su madre dejándolo demasiado tiempo al fuego. Aun así, a Timmy no lo habían preocupado los errores. Era una aventura que había compartido con su padre.

Timmy se quedó mirando la llama e intentó recordar el rostro de su padre. Su madre había escondido todas las fotografías. Había dicho que las había quemado, pero Timmy la había visto hojearlas hacía unas semanas, de madrugada, cuando pensaba que él estaba acostado. Ella seguía levantada, tomando vino, viendo las fotografías de los tres y llorando. Si lo echaba tanto de menos, ¿por qué no le pedía que volviera a casa? A veces, Timmy no comprendía a los adultos.

Acercó las manos al cristal de la lámpara para sentir su calor. La cadena que tenía enganchada al tobillo hizo ruido al rozar el poste metálico de la cama. De pronto, se la quedó mirando, recordando el cazo de metal que su padre había echado a perder. Los eslabones no eran muy gruesos. ¿Cómo de caliente tenía que ponerse el metal para doblarse? No necesitaba abrirlo tanto… seis milímetros a lo sumo.

Se le aceleró el pulso. Agarró la campana de cristal, pero se quemó las manos y las retiró. Quitó la funda a la almohada y se envolvió las manos con ella; después, volvió a intentarlo, quitando suavemente la campana para que no se rompiera. La llama osciló un poco más, creció y, a continuación, se redujo y se mantuvo constante. Volvió a poner la funda a la almohada. Después, dejó la lámpara en el suelo, delante de él, acercó una pierna y sujetó en alto un tramo de cadena próxima al tobillo. Sumergió varios eslabones en la llama, esperó unos minutos y empezó a tirar. No estaba funcionando. Era cuestión de tiempo, nada más; debía ser paciente. Debía pensar en otra cosa. Mantuvo los eslabones dentro de la llama. ¿Qué canción estaba tarareando su madre el otro día en el baño? Era de una película. Ah, sí, de La sirenita .

– Bajo el mar -probó a cantar. Le temblaba un poco la voz por la expectación. Sí, mejor la expectación que el miedo. No pensaría en el miedo-. Bajo el mar…Todo es mejor, todo está mojado… -volvió a tirar de la cadena; seguía sin ceder-. Bajo el mar…

Se movía. El metal estaba cediendo. ¿O era su imaginación? Tiró lo más que pudo. Sí, la rendija del eslabón estaba abriéndose poco a poco. Un poco más, y sería libre.

Las pisadas que oyó al otro lado de la puerta echaron a pique su alegría. No, sólo unos segundos más, por favor. Tiró con todas sus fuerzas mientras los cierres chirriaban y se abrían.

Christine intentó recordar cuándo había comido por última vez. ¿Cuánto hacía que Timmy había desaparecido? Se levantó del viejo sofá en el que Lucy la había dejado, en un despacho del fondo que usaban para almacenar archivos.

Le escocían los ojos y tenía el pelo enmarañado. No recordaba desde cuándo no se peinaba, ni desde cuándo no se lavaba los dientes, aunque estaba segura de haberlo hecho antes de la entrevista televisiva. Dios, hacía siglos de eso.

La puerta se abrió, y su crujido la sobresaltó. Su padre entró con más agua en la mano. Si bebía un vaso más, vomitaría. Sonrió y aceptó el vaso, aunque sólo tomó un sorbo.

– ¿Te encuentras mejor?

– Sí, gracias. Creo que hoy no he comido. Por eso me he mareado tanto.

– Sí, ha debido de ser por eso.

Sin el vaso, parecía no saber qué hacer con las manos, y se las metió en los bolsillos, un gesto que Christine reconocía en Nick.

– ¿Qué tal si pido que te traigan un poco de sopa? -dijo-. O un sandwich.

– No, gracias. No creo que pueda comer.

– He llamado a tu madre. Va a intentar tomar un vuelo esta noche. Con suerte, estará aquí mañana por la mañana.

– Gracias. Será agradable tenerla aquí -mintió Christine. A su madre le entraba el pánico ante la sola mención de una crisis. ¿Cómo iba a afrontar aquello? Se preguntó qué le habría contado su padre.

– Ahora, no te alteres, pequeña, pero también he llamado a Bruce.

– ¿A Bruce?

– Tiene derecho a saberlo. Timmy es su hijo.

– Sí, por supuesto, y Nick y yo hemos estado intentando localizarlo. ¿Sabes dónde está?

– No, pero tengo un número de teléfono para emergencias.

– ¿Quieres decir que siempre has sabido cómo ponerte en contacto con él?

Su padre parecía atónito. ¿Cómo se atrevía su hija a dirigir aquella furia estridente contra él?

– Sabías que llevo más de ocho meses intentando localizarlo para que pague la pensión de manutención de Timmy. ¿Y tú tenías su número de teléfono?

– Sólo para emergencias, Christine -le explicó su padre.

– ¿Ver que su hijo no tiene comida en la mesa no es una emergencia? ¿Cómo has podido?

– Estás exagerando, Christine. Tu madre y yo jamás consentiríamos que Timmy y tú pasarais apuros económicos. Además, Bruce me dijo que te había dejado ahorros de sobra.

– ¿Eso te dijo? -rió, sin preocuparla estar al borde de la histeria-. Nos dejó ciento sesenta y cuatro dólares y veintiún centavos en la cuenta de ahorros, y más de cinco mil dólares en facturas de las tarjetas de crédito.

Sabía que su padre detestaba las confrontaciones. Christine se había pasado la vida rehuyendo al gran Tony Morrelli, dejando que las opiniones de su padre fueran las únicas válidas, sus sentimientos más importantes que los de los demás. Su madre lo llamaba respeto. En aquellos momentos, Christine vio lo que era: estupidez.

Su padre daba vueltas delante de ella, con las manos en los bolsillos, haciendo tintinear la calderilla.

– ¡Hijo de perra! Eso no fue lo que me dijo -repuso por fin-. Pero lo echaste de su propia casa, Christine.

– Estaba follando con su recepcionista.

Su padre enrojeció de contrariedad. Una señorita nunca usaba ese lenguaje.

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