Connie se levantó con el rostro lívido.
– Brooke, necesito ir al baño, es urgente. -Le temblaban las piernas y se llevó una mano al pecho.
Brooke lo miró con recelo.
– ¿Qué ocurre? -Escudriñó sus facciones pálidas-. ¿Estás bien?
– A decir verdad, podría estar mejor -musitó, dejando caer la cabeza hacia un lado y encorvándose.
– Lo acompañaré -dijo Lee.
Mientras los dos hombres se acercaban a las escaleras, Connie pareció perder el equilibrio y se apretó con fuerza el pecho con el rostro contraído de dolor.
– ¡Mierda! ¡Oh, Dios mío! -Cayó sobre una de sus rodillas, gimoteando, al tiempo que le goteaba saliva de la boca y empezaba a emitir gritos ahogados.
– ¡Connie! -Reynolds corrió hacia él.
– ¡Le ha dado un ataque al corazón! -exclamó Faith.
– ¡Connie! -repitió Reynolds mientras contemplaba a su compañero enfermo, que pronto se puso a convulsionarse en el suelo.
El movimiento fue rápido, demasiado rápido para un hombre de más de cincuenta años, si bien, la desesperación podía combinarse con la adrenalina en un abrir y cerrar de ojos en circunstancias como aquélla.
Connie se llevó la mano al tobillo. Allí guardaba una pistola compacta. Antes de que alguien tuviera tiempo de reaccionar, Connie estaba apuntándolos con el arma. Tenía ante sí varios objetivos, pero escogió a Danny Buchanan y disparó.
La única persona que reaccionó con la misma rapidez que Connie fue Faith Lockhart.
Desde su posición, al lado de Buchanan, vio el arma antes que los demás y advirtió que el cañón apuntaba a su amigo. En su mente escuchó la detonación que propulsaría la bala que mataría a Buchanan. Lo inexplicable fue la rapidez con la que actuó.
La bala alcanzó a Faith en el pecho; profirió un grito ahogado y se desplomó a los pies de Buchanan.
– ¡Faith! -gritó Lee. En vez de intentar reducir a Connie, se abalanzó sobre ella.
Reynolds apuntó a Connie con la pistola. Cuando él se dio vuelta para encañonarla, la imagen de la pitonisa se le apareció en la mente. Esa línea de la vida demasiado corta. AGENTE FEDERAL MADRE DE DOS HIJOS MUERTA. En su cabeza vio el titular con nitidez. Todo aquello resultaba casi paralizante. Casi. Reynolds y Connie se clavaron la mirada. Él alzó la pistola para apuntarle a la cabeza. Apretaría el gatillo, a Brooke no le cabía la menor duda. Tenía el valor suficiente, las agallas para matar. ¿Y ella? Tensó el dedo en el gatillo de su pistola mientras el mundo parecía ralentizarse al ritmo de un fondo submarino, donde la gravedad quedaba anulada o era muy superior. Su compañero. Un agente del FBI. Un traidor. Sus hijos. Su propia vida. Ahora o nunca. Reynolds apretó el gatillo una vez y luego otra. El retroceso era corto, su puntería perfecta. Cuando las balas penetraron en el cuerpo de Connie, se le estremeció todo el organismo mientras su mente quizá continuara enviando mensajes, no consciente todavía de que estaba muerto.
Reynolds tuvo la impresión de que Connie la miraba inquisitivamente mientras caía y la pistola se le escapaba de la mano. Esa imagen la perseguiría para siempre. Brooke Reynolds no respiró hasta que el agente Howard Constantinople quedó tendido en el suelo, inmóvil.
– ¡Faith! ¡Faith! -Lee le rasgó la camisa y dejó al descubierto la horrible herida sangrienta que tenía en el pecho-. ¡Oh, Dios mío, Faith! -Estaba inconsciente y apenas se percibía su respiración.
Buchanan la contemplaba horrorizado.
Reynolds se arrodilló junto a Lee.
– ¿Es muy grave?
Lee levantó los ojos, angustiado. Era incapaz de articular palabra.
Reynolds inspeccionó la herida.
– Grave -afirmó-. La bala está dentro. Se ha alojado justo al lado del corazón.
Lee observó a Faith. Empezaba a palidecer. Se notaba que la vida se le escapaba con cada breve inspiración.
– ¡Dios mío, no, por favor! -exclamó Lee.
– Tenemos que llevarla rápidamente a un hospital -dijo Reynolds. No tenía la menor idea de dónde estaba el más cercano ni mucho menos de dónde había uno que tuviera un buen quirófano, que era lo que Faith realmente necesitaba. Buscar por la zona en coche sería como firmar el certificado de defunción de Faith. Podía llamar a los paramédicos, pero a saber cuánto tiempo tardarían en llegar. El rugido del motor de la avioneta hizo que Reynolds mirara por la ventana. En pocos segundos se le ocurrió un plan. Se acercó corriendo a Connie y le arrebató la placa del FBI. Por un breve instante, se fijó en su antiguo compañero. No debía sentirse mal por lo que había hecho. Sin duda él estaba dispuesto a matarla. Así pues, ¿por qué la atormentaban los remordimientos? Connie estaba muerto. Faith Lockhart no. Por lo menos de momento. Reynolds regresó rápidamente junto a Faith.
– Lee, vamos a tomar el avión. ¡Date prisa!
El grupo corrió al exterior, con Reynolds en cabeza. Oyeron que los motores del bimotor aceleraban, preparándose para el despegue. Reynolds apreto el paso. Iba directa al seto hasta que Lee la llamó y le señaló el camino de acceso. Torció en esa dirección y llegó a la pista de aterrizaje al cabo de un minuto. Miró hacia el extremo opuesto. El avión estaba girando, preparado para rodar a toda velocidad por la pista y despegar; su única esperanza se esfumaría en cuestión de segundos. Recorrió el asfalto a toda velocidad, hacia el avión, al tiempo que blandía la pistola y la placa gritando «¡FBI!» a todo pulmón. El aeroplano se acercaba a Brooke a toda velocidad cuando Buchanan y Lee, que llevaban a Faith, irrumpieron en la pista.
Finalmente, el piloto reparó en la mujer armada que se aproximaba al avión. Desaceleró y el ruido de los motores disminuyó.
Reynolds se aproximó al aparato, mostró la placa y el piloto abrió la ventanilla.
– FBI -dijo Reynolds con voz ronca-. Tengo a una mujer herida de gravedad. Necesito su avión. Llévenos inmediatamente al hospital más cercano.
Él echó un vistazo a la placa y a la pistola y asintió anonadado.
– De acuerdo.
Subieron todos a la avioneta y Lee abrazó a Faith contra su pecho. El piloto hizo girar la nave de nuevo, regresó al final de la pista e inició el despegue una vez más. Un minuto después el bimotor se elevaba en el aire para surcar el cielo ya iluminado.