– Desmagnetizada? -Reynolds miraba fijamente a los dos técnicos- ¿La cinta está desmagnetizada? ¿Me quieren explicar qué es lo que pasa?
Reynolds había visto la grabación unas veinte veces, desde todos los ángulos posibles. Mejor dicho, había visto un montón de líneas y puntos irregulares que recorrían la pantalla como en un combate entre cazas de la Primera Guerra Mundial con una buena dosis de fuego antiaéreo de fondo. Reynolds había pasado mucho rato viendo aquello y no había averiguado nada de nada.
– Sin entrar en detalles técnicos… -comenzó a decir uno de los hombres.
– No, por favor -terció Reynolds. El dolor de cabeza le martilleaba las sienes. ¿Y si la cinta no les sirviese de nada? «Santo Dios, no puede ser», pensó.
– «Desmagnetizar» es el término empleado para el borrado de un medio magnético. Se hace por muchos motivos, el más habitual de los cuales es que el medio pueda volver a utilizarse o eliminar la información confidencial grabada. Una cinta de vídeo es uno de los muchos formatos de los medios magnéticos. Lo que ha ocurrido con la cinta que nos ha entregado es que una influencia externa no deseada ha distorsionado y/o corrompido el medio, evitando así su correcto funcionamiento.
Reynolds observó asombrada al hombre. ¿Cómo demonios habría sido la respuesta técnica?
– 0 sea, que alguien ha jodido a propósito la cinta -resumió Reynolds.
– Exacto.
– Pero ¿no podría tratarse de un problema de la propia cinta? ¿Cómo está tan seguro de que ha habido una «influencia externa»?
– El grado de corrupción que hemos apreciado en las imágenes excluye esa posibilidad -afirmó el otro técnico-. No estamos seguros al ciento por ciento, por supuesto, pero parece que ha habido una interferencia. Tengo entendido que el sistema de vigilancia era muy sofisticado. Un multiplexor con tres o cuatro cámaras en paralelo, para que no hubiera lagunas temporales. ¿Cómo se activaban las unidades? ¿Por movimiento o láser?
– Por láser.
– Es mejor por movimiento. Hoy día los sistemas son tan sensibles que detectan una mano que se acerca a un escritorio en un área reducidísima. Los sensores de láser se han quedado obsoletos.
– Gracias, intentaré no olvidarlo -dijo Reynolds con sequedad.
– Hemos realizado una ampliación digital para definir mejor los detalles, pero nada. Ha habido una interferencia, sin duda.
Reynolds recordó que habían encontrado abierto el armario de la casita donde se ocultaba el equipo de vídeo.
– De acuerdo, ¿cómo lo han hecho?
– Bueno, existe una amplia gama de instrumentos especiales para ello.
Reynolds negó con la cabeza.
– No, no se trata de un laboratorio. Tenemos que pensar que lo han hecho in situ, donde estaba instalado el equipo. Y tal vez quien lo hizo ni siquiera supiese que allí había un vídeo. Así que debemos suponer que usaron lo que llevaban consigo.
Los técnicos cavilaron por unos instantes.
– Bueno -dijo uno de ellos-, si la persona llevara un imán potente y lo pasara por encima de la grabadora varias veces, eso podría reordenar las partículas magnéticas de la cinta, lo que, a su vez, eliminaría las señales grabadas previamente.
Reynolds exhaló un suspiro. Un simple imán quizá había acabado con su única pista.
– ¿Es posible recuperar las imágenes? -preguntó.
– Es posible, pero tardaremos bastante. No podemos garantizar nada hasta que empecemos.
– Adelante, pero antes quiero dejar algo bien claro. -Se irguió sobre los dos hombres-. Necesito ver lo que hay en la cinta. Necesito ver quién estaba en la casa. Ésa es la máxima prioridad. Si esto interfiere con sus obligaciones, consulten al subdirector, pero quiero que trabajen en este asunto veinticuatro horas al día. La necesito, ¿entendido?
Los hombres se miraron antes de asentir.
Cuando Reynolds regresó a su despacho, la estaba esperando un hombre.
– Paul. -Lo saludó con un gesto con la cabeza mientras se sentaba.
Paul Fisher se levantó y cerró la puerta del despacho de Reynolds. Era su enlace con la oficina central. Pasó por encima de una pila de documentos antes de volver a sentarse.
– Parece que trabajas demasiado, Brooke. Siempre lo parece. Supongo que eso es lo que me gusta de ti.
Sonrió y Brooke le devolvió la sonrisa.
Fisher era una de las pocas personas del FBI a quien Reynolds respetaba por su talla, tanto en el sentido figurado como en el literal, ya que medía casi dos metros. Tenían casi la misma edad, aunque Fisher era su superior en la cadena de mando y llevaba dos años más que ella en el FBI. Era competente y tenía aplomo. También era atractivo y conservaba el cabello rubio alborotado y la figura esbelta de su época de estudiante en la Universidad de California en Los Ángeles. Cuando su matrimonio comenzó a desmoronarse, Reynolds fantaseó sobre tener una aventura con Fisher, que estaba divorciado. Incluso ahora, su visita inesperada hizo que se sintiera afortunada por haber tenido tiempo de ir a casa, ducharse y cambiarse de ropa.
Fisher se había quitado la americana y la camisa le ceñía con elegancia el largo torso. Reynolds sabía que estaba allí para hablar de trabajo, aunque solía pasar por allí a todas horas.
– Lamento lo de Ken -dijo Fisher-. Si no hubiese estado fuera de la ciudad, habría ido allí anoche.
Reynolds jugueteó con un abrecartas.
– No lo lamentas tanto como yo. Y ninguno de nosotros puede imaginarse cuánto lo lamenta Anne Newman.
– He hablado con el AEC -dijo Fisher, refiriéndose al agente especial al cargo-, pero quiero que me cuentes todo lo que sepas.
Reynolds así lo hizo y Fisher se frotó la barbilla.
– Es obvio que los objetivos saben que vas a por ellos.
– Eso parece.
– No has progresado mucho en la investigación, ¿no?
– No lo suficiente como para remitirla al fiscal general, si es que te refieres a eso.
– Así que Ken está muerto y tu principal y única testigo ha desaparecido. Háblame de Faith Lockhart.
Reynolds levantó la vista bruscamente, inquieta por las palabras que él había elegido y el tono franco con que las había pronunciado.
Fisher le devolvió la mirada y ella se percató de que sus ojos azulados traslucían cierta hostilidad. No obstante, Reynolds sabía que en aquellos momentos no tenía por qué ser su amigo. Estaba allí en calidad de representante de la oficina central.
– ¿Es que acaso quieres decirme algo, Paul?
– Brooke, siempre hemos ido directos al grano. -Hizo una pausa y tamborileó sobre el brazo del sillón, como si quisiera comunicarse con ella en código morse-. Sé que Massey te concedió cierto margen de acción anoche, pero todos están muy preocupados por ti. Debes saberlo.
– Sé que en vista de los sucesos recientes…
– Estaban preocupados antes de que ocurriera esto. Los sucesos recientes no han hecho más que aumentar el nivel de preocupación, por así decirlo.
– ¿Quieren que lo deje? Dios mío, podría implicar a personas cuyos nombres han bautizado varios edificios gubernamentales.
– Es una cuestión de pruebas. Sin Lockhart, ¿qué es lo que tienes?
– Está ahí, Paul.
– Aparte del de Buchanan, ¿qué otros nombres te ha facilitado? -preguntó Fisher.
Reynolds pareció ponerse nerviosa por un momento. El problema era que Lockhart no les había revelado ningún nombre. Todavía. Había sido demasiado lista para caer en la trampa. Se lo guardaba para cuándo el trato estuviese cerrado.
– Hasta la fecha, nada específico. Pero lo conseguiremos. Buchanan no trataba precisamente con los miembros de la junta escolar local. Y Lockhart nos contó parte de su plan. Trabajan para él y, cuando dejan su cargo, les ofrece trabajos sin funciones reales, indemnizaciones exorbitantes y otros beneficios extra. Es sencillo. Sencillamente brillante. No creo que Lockhart se haya inventado todos esos detalles.
– No discuto su credibilidad. Pero, insisto, ¿tienes pruebas que respalden tus argumentos? ¿Ahora mismo?
– Estamos haciendo cuanto está en nuestra mano para encontrarlas. Iba a pedirle que se pusiera un micrófono justo cuando ocurrió todo esto, pero ya sabes que no hay que forzar estas cosas. Si hubiera presionado demasiado, o perdido su confianza, nos habríamos quedado sin nada.
– ¿Quieres que te exponga mi frío análisis? -Fisher interpretó su silencio como un asentimiento-. Sabes de un montón de personas sin nombre pero muy poderosas, muchas de las cuales tienen el futuro resuelto o en la actualidad ocupan un alto cargo en la empresa privada tras su carrera política. ¿Qué tiene de raro? Es de lo más normal. Contestan el teléfono, almuerzan, cuchichean, se cobran los favores políticos que les deben. Esto es América. ¿Adónde nos lleva todo esto?
– No se trata sólo de eso, Paul. Hay mucho más.
– ¿Acaso sabrías seguir el rastro de las actividades ilegales, descubrir cómo han manipulado la legislación?
– No exactamente.
– «No exactamente» es lo más acertado. Es como intentar demostrar una negación.
Reynolds sabía que Fisher estaba en lo cierto. ¿Cómo se demuestra que alguien no ha hecho algo? Muchos de los medios que los hombres de Buchanan habrían empleado en beneficio propio probablemente fueran iguales a los que cualquier político utilizaba de forma legítima. Lo importante era la motivación; por qué alguien hacía algo, no cómo lo hacía. El «por qué» era ilegal, si bien el «cómo» no. Era como cuando un jugador de baloncesto no se esfuerza al máximo porque le han untado la mano.
– ¿Dirige Buchanan esas empresas desconocidas donde esos ex políticos desconocidos obtienen trabajo? ¿Quizá es accionista? ¿Aportó él el capital? ¿Tiene algún negocio con cualquiera de ellas?
– Hablas como un abogado defensor -comentó Reynolds, exaltada.
– Ésa es precisamente mi intención. Porque ése es el tipo de preguntas que tendrás que responder.
– No hemos descubierto pruebas que incriminen a Buchanan de forma directa.
– Entonces, ¿en qué basas tus conclusiones? ¿Qué pruebas tienes de que existe alguna conexión?
Reynolds comenzó a hablar pero se calló. Se ruborizó e, inquieta, partió por la mitad el lápiz que tenía entre los dedos.
– Deja que yo mismo responda -dijo Fisher-: Faith Lockhart, la testigo desaparecida.
– La encontraremos, Paul. Y entonces proseguiremos.
– ¿Y si no la encuentras?
– Buscaremos una alternativa.
– ¿Serías capaz de determinar las identidades de los funcionarios sobornados por separado?