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Danny Buchanan presenció una escena que le resultaba familiar. El acto era típico de Washington: una cena para recaudar fondos para algún político en un hotel del centro. El pollo estaba fibroso y frío, el vino era barato, la conversación dinámica, los intereses en juego impresionantes, el protocolo rebuscado y los egos casi siempre insoportables. Los comensales que no eran ricos o gozaban de influencias eran empleados mal pagados de los políticos que trabajaban muchas horas a todo tren durante el día y con una recompensa por tales esfuerzos prodigiosos consistía en tener que seguir trabajando en este tipo de reuniones por la noche. Se esperaba la asistencia del ministro de Hacienda, junto con otros pesos pesados de la política. Desde que se había prometido con una famosa actriz de Hollywood aficionada a exhibir el escote a la menor ocasión, el ministro estaba más solicitado que sus antecesores en el cargo. Sin embargo, en el último momento, había recibido una oferta mejor para pronunciar un discurso en otro acto, lo cual era lo habitual en el eterno juego del «¿dónde está más verde el césped de la política?». Había mandando a un subalterno en su lugar, una persona nerviosa y desgarbada que no conocía a nadie ni despertaba ningún interés.

El acto constituía otra oportunidad de ver y ser visto, de comprobar la jerarquía siempre cambiante de cierto subgrupo de la clase política. La mayoría de los asistentes ni siquiera se sentaba a comer. Dejaban su cheque y se marchaban a otro acto organizado para recaudar fondos. La red de contactos se extendía por la sala como el agua de un manantial. 0 la sangre de una herida, según el cristal con el que se mirara.

¿A cuántos actos como ése había asistido Buchanan a lo largo de los años? Durante los períodos más frenéticos de recaudación de fondos, cuando representaba a las grandes empresas, Buchanan asistía a desayunos, almuerzos, cenas y fiestas varias sin parar durante semanas. En alguna ocasión, debido al agotamiento, se había presentado en el acto equivocado: una recepción para el senador de Dakota del Norte en vez de una cena para el congresista de Dakota del Sur. Desde que había decidido tomar a su cargo a los pobres del mundo, esos problemas habían desaparecido por la sencilla razón de que ahora él tenía dinero que dar a los políticos. Sin embargo, Buchanan era perfectamente consciente de que el tópico de la recaudación de fondos con fines políticos era que nunca había dinero suficiente. Eso significaba que siempre existiría la posibilidad de traficar con las influencias. Siempre.

Tras regresar de Filadelfia, el día había empezado verdaderamente para él, sin Faith. Se había reunido con media docena de congresistas distintos en el Capitolio y con su correspondiente equipo para abordar una infinidad de asuntos y fijar fechas para futuras reuniones. Los equipos eran importantes, sobre todo los de los comités y, en especial, los de los comités de gastos. Los congresistas iban y venían, pero el equipo tendía a conservarse pues conocía los temas y los procesos a la perfección. Además, Danny sabía que no era muy recomendable sorprender a un congresista intentando eludir al equipo. Quizá la primera vez uno saldría airoso, pero no la siguiente ya que los airados asesores se vengaban haciendo el vacío a quien cometiera tal error.

A continuación acudió a un almuerzo tardío con un cliente de pago del que se habría ocupado Faith. Buchanan tuvo que excusar su ausencia con su habitual aplomo y sentido del humor.

– Lo siento, hoy le toca el segundón -dijo al cliente-. Pero intentaré no meter demasiado la pata.

Si bien no había necesidad de reafirmar la excelente fama de Faith, Buchanan había referido a dicho cliente la historia de cómo Faith había entregado en mano, en una caja de regalo adornada con un lazo, a los quinientos treinta y cinco miembros del Congreso los resultados de una encuesta que ponían de manifiesto que el pueblo estadounidense estaba a favor de donar fondos para la vacunación de todos los niños del mundo. La caja también contenía informes detallados y fotografías del antes y el después de niños vacunados en tierras lejanas. A veces las fotografías eran las armas más importantes. Luego Faith se había pasado treinta y seis horas seguidas al teléfono recabando apoyo en el país y en el extranjero y había realizado exposiciones exhaustivas sobre cómo alcanzar semejante objetivo en colaboración con varias organizaciones internacionales de ayuda humanitaria durante un período de dos semanas en tres continentes distintos. Aquello era de suma importancia. El resultado: se aprobó un provecto de ley en el Congreso para financiar un estudio a fin de determinar si tal esfuerzo funcionaría. Ahora los consultores cobrarían millones de dólares y destruirían varios bosques en aras de las montañas de papeleo que generaría el estudio para justificar los descomunales honorarios, por supuesto, sin ofrecer garantías de que un solo niño recibiría una vacuna.

– Un éxito pequeño, sin duda, pero es un paso adelante -había dicho Buchanan al cliente-. Cuando Faith persigue algo, más vale apartarse de su camino.

Buchanan era consciente de que el cliente ya conocía esa faceta de Faith. Quizá lo dijera para levantarse el ánimo. Tal vez lo único que quería era hablar de Faith. Durante el último año se había mostrado duro con ella, muy duro; por temor a que se viera arrastrada hacia la pesadilla de Thornhill, Buchanan la había alejado de sí sin miramientos. En realidad parecía que lo que había conseguido era lanzarla a los brazos del FBI. «Lo siento, Faith», pensó.

Tras el almuerzo regresó al Capitolio, donde se puso a esperar con un puñado de Rolaids los resultados de una serie de votaciones. Mandó sus tarjetas al hemiciclo solicitando una cita con algunos congresistas. Acorralaría a otros en cuanto salieran del ascensor.

La reducción de la deuda externa es esencial, senador -dijo en persona y por separado a más de una docena de miembros, apremiándolos delante de sus séquitos excesivamente protectores-. Gastan más dinero en pagar la deuda que en sanidad y educación alegaba Buchanan-. ¿De qué sirve un buen balance si un diez por ciento de la población muere cada año? Dispondrán de un crédito fantástico, pero nadie podrá usarlo. Distribuyamos la riqueza desde aquí.

Sólo existía una persona más apropiada para hacer ese tipo de llamamientos, pero Faith no estaba allí.

Bueno, bueno, Danny, nos pondremos en contacto contigo. Mándame material.

Al igual que los pétalos de una flor que se cierran por la noche, el séquito cerraba filas alrededor del político y Danny la abeja se marchaba a libar el néctar de otra flor.

El Congreso era un ecosistema igual de complejo que el de Los océanos. Danny, mientras recorría los pasillos, observaba la actividad que se desplegaba alrededor. Los encargados de imponer la disciplina del partido pululaban recordando continuamente a los políticos la línea que debían seguir. Cuando estaban en sus despachos, Buchanan sabía que los teléfonos funcionaban a todas horas con el mismo propósito. Los recaderos iban de aquí para allá en busca de gente más importante que ellos. Pequeños grupos de personas se congregaban en los espaciosos vestíbulos para tratar asuntos de importancia con expresión solemne y abatida. Hombres y mujeres entraban a empujones en ascensores repletos de gente con la esperanza de pasar unos preciados segundos con un congresista cuyo apoyo necesitaban desesperadamente. Los congresistas hablaban entre sí, sentando las bases para tratos futuros o afianzando acuerdos ya alcanzados. Todo era caótico pero al mismo tiempo poseía cierto orden, ya que las personas se acoplaban y desacoplaban como los brazos de un robot en torno a trozos de metal sobre una línea de montaje. Un toque aquí y pasamos al siguiente. Danny se atrevía a pensar que su trabajo quizá resultara tan agotador como dar a luz y estaba dispuesto a jurar que era más emocionante que el paracaidismo. El trabajo representaba su mayor adicción. Lo echaría de menos.

– ¿Te pondrás en contacto conmigo? -era su forma de despedirse del asesor de cada uno de los congresistas.

– Por supuesto, cuenta con ello -era la respuesta típica de los asesores.

Y, por descontado, nunca se ponían en contacto con él. Pero Buchanan seguía insistiendo. Una y otra vez, hasta que recibía noticias suyas. Era cuestión de disparar los perdigones de la escopeta y esperar que alguno diera en el blanco.

A continuación, Buchanan había pasado unos minutos con uno de los «elegidos» para repasar el párrafo que Buchanan quería insertar en la enmienda de un proyecto de ley. Aunque casi nadie leía esos informes, los resultados importantes se obtenían gracias a esos detalles monótonos. En este caso, el párrafo especificaba a los directivos del ODI cómo había que gastar los fondos aprobados por el proyecto de ley subyacente.

Como estaba inspirado, Buchanan despachó enseguida el asunto y se dispuso a rondar a otros congresistas. Gracias a sus años de experiencia, se orientaba con facilidad por las laberínticas oficinas del Senado y de la Cámara de Representantes donde incluso los miembros más veteranos del Capitolio se perdían. El único otro lugar donde pasaba las mismas horas era el propio Capitolio. Dirigía la mirada a izquierda derecha, fijándose en todo el mundo, ya fueran miembros del equipo o cabilderos como él, calibrando rápidamente si una persona en concreto podía servir a su causa o no. Y cuando uno entraba en los despachos con los congresistas, o se los encontraba por los pasillos, debía darse prisa. Por lo general estaban muy ocupados, nerviosos y tenían miles de asuntos en la cabeza.

Por fortuna, la habilidad de Buchanan de resumir las cuestiones más complejas en pocas frases era legendaria; tratar con los miembros del Congreso, acosados por todas partes por intereses de toda clase, exigía esa habilidad. Además, él sabía exponer con pasión la situación de sus clientes. Todo ello en dos minutos mientras caminaba por un pasillo atestado de gente, en el interior de un ascensor o, si tenía mucha suerte, en un vuelo de larga distancia. Era esencial acercarse a los congresistas verdaderamente importantes. Si conseguía que el presidente de la Cámara de los Representantes manifestara su apoyo a uno de los proyectos de ley, aunque fuera de modo informal, Buchanan podía aprovechar ese comentario para influir en otros políticos. A veces bastaba con eso.

– ¿Está dentro, Doris? preguntó al asomar la cabeza al despacho de uno de los congresistas, dirigiéndose a la secretaria con aspecto de matrona, una veterana en el lugar, que concertaba sus citas.

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