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La casita de tejas de madera se encontraba al final de una carretera de grava compacta, cuyos arcenes bordeaba una maraña de dientes de león, acederas y pamplinas. La destartalada estructura se alzaba sobre media hectárea de terreno llano despejado, pero estaba rodeada en sus tres cuartas partes por un bosque cuyos árboles intentaban alcanzar la luz del sol a costa de sus congéneres. A causa de las ciénagas y otros problemas de urbanización, nunca había habido vecinos en las inmediaciones de la casa, construida hacía ochenta años. La comunidad más cercana se hallaba a unos cinco kilómetros en coche, pero a menos de la mitad de esa distancia si se tenía el valor de atravesar a pie el frondoso bosque.

Durante gran parte de los últimos veinte años la casita rústica había servido para celebrar fiestas adolescentes improvisadas y, en ocasiones, de refugio para vagabundos sin hogar que buscaban la comodidad y la relativa seguridad que suponían cuatro paredes y un techo, aunque estuvieran en mal estado. El actual propietario de la casita, que la había heredado recientemente, había decidido alquilarla. Había encontrado a un inquilino dispuesto a pagar por adelantado y en metálico el alquiler de todo un año.

Aquella noche el césped sin cortar del patio delantero se balanceaba a merced del viento inclemente. Detrás de la casa, una hilera de robles gruesos parecía imitar el movimiento del césped al inclinarse adelante y atrás. Aunque pareciera imposible, aparte del viento no había otro sonido.

Excepto uno.

En el bosque, varios cientos de metros por detrás de la casa, un par de pies chapoteaban por el lecho de un arroyo poco profundo. Los pantalones sucios del hombre y las botas empapadas hablaban por sí solas de lo difícil que le resultaba orientarse y avanzar por el terreno denso y oscuro, incluso con la ayuda de la luna creciente. Se detuvo para sacudir las botas contra el tronco de un árbol caído.

Lee Adams estaba sudado y helado tras la agotadora caminata. A sus cuarenta y un años, su cuerpo, de un metro ochenta y siete de altura, era sumamente fuerte. Se entrenaba con regularidad, y los bíceps y deltoides así lo reflejaban. Su trabajo le exigía mantenerse en forma. Pasaba días interminables sentado en el coche o en una biblioteca o juzgado examinando archivos y microfichas y, de vez en cuando, también tenía que trepar árboles, reducir a hombres más corpulentos que él o, como en esos momentos, abrirse paso a duras penas por bosques plagados de barrancos en la noche más oscura. No le vendría mal desarrollar los músculos un poco más. Sin embargo, ya no tenía veinte años y su cuerpo se resentía.

Lee tenía el pelo grueso, ondulado y de color castaño, que siempre parecía caérsele sobre la cara, una sonrisa fácil y contagiosa, los pómulos marcados y unos atractivos ojos azules que, desde su adolescencia, habían provocado que los corazones de las jóvenes palpitaran desbocados. Sin embargo, en el transcurso de su carrera se le habían roto bastantes huesos y había sufrido varias heridas importantes, por lo que sentía el cuerpo mucho más viejo de lo que parecía. Y eso era con lo que se encontraba cada mañana al levantarse. Los crujidos, los pequeños dolores. ¿Tumor cancerígeno o simplemente artritis?, solía preguntarse. ¡Qué más daba! Cuando Dios te ficha, lo hace con autoridad. Una buena dieta, entretenerse con pesas o sudar sobre la cinta de andar no cambiaría su decisión de dejarte tieso.

Lee levantó la vista. Todavía no distinguía la casita; el bosque era muy frondoso. Toqueteó los botones de la cámara que había sacado de la mochila al tiempo que respiraba para reponer fuerzas. Lee había efectuado la misma caminata en varias ocasiones, pero nunca había entrado en la casita. Sin embargo, había visto cosas más bien curiosas. Por eso había regresado, para descubrir los secretos del lugar.

Tras recobrar el aliento, Lee continuó avanzando por el solitario bosque sin más compañía que la de los animales que correteaban por ahí. Había muchos ciervos, conejos, ardillas e incluso castores en aquella zona todavía rural de la Virginia septentrional. Mientras caminaba, Lee oyó criaturas voladoras e imaginó que eran murciélagos rabiosos que echaban espuma por la boca y revoloteaban a ciegas por encima de él. Cada pocos metros, se topaba con una nube de mosquitos. Aunque había recibido una cuantiosa suma por adelantado, estaba pensando seriamente en pedir que le aumentaran la asignación diaria.

Cuando se hallaba cerca de la linde del bosque, Lee se detuvo. Estaba acostumbrado a espiar tanto los lugares frecuentados por las personas como sus actividades. Al igual que un piloto al repasar su lista de comprobaciones, lo mejor era actuar con lentitud y de forma metódica. También había que confiar en que no sucediera algo que obligara a improvisar.

La nariz torcida de Lee constituía una señal permanente de éxito de su época como boxeador aficionado en la Marina, donde había exteriorizado toda su agresividad juvenil contra un oponente de su mismo peso y habilidad en un cuadrilátero limitado por lonas atadas. Un par de guantes resistentes, unas manos rápidas y unos pies ágiles, una mente cautelosa y un corazón fuerte habían integrado su arsenal. La mayor parte de las veces le habían bastado para conseguir la victoria.

Tras el período militar, las cosas le habían ido bastante bien. No era muy rico, ni muy pobre, a pesar de que casi siempre había trabajado por cuenta propia; tampoco había estado solo del todo, aunque llevaba divorciado unos quince años. El único fruto positivo de su matrimonio acababa de cumplir veinte años. Su hija era alta, rubia e inteligente y se enorgullecía de haber obtenido una beca para completar sus estudios en la Universidad de Virginia y de haber sido la estrella del equipo femenino de lacrosse. Durante los últimos diez años, Renee Adams no había querido saber nada de su padre. Lee tenía razones de sobra para suponer que era una decisión tomada, si no a instancias de su madre, sí con su beneplácito. Y pensar que su ex le había parecido tan agradable durante las primeras citas, tan encaprichada con su uniforme de la Marina, tan entusiasmada por destrozar su cama.

Su ex mujer, una antigua bailarina de striptease llamada Trish Bardoe, se había casado por despecho con un tipo llamado Eddie Stipowicz, un ingeniero desempleado que tenía problemas con la bebida. Lee creía que el matrimonio acabaría en desastre y había intentado obtener la custodia de Renee alegando que su madre y su padrastro no podrían mantenerla. Justo en aquella época, Eddie, un taimado mequetrefe a los ojos de Lee, inventó, casi por casualidad, un microchip de mierda que lo había hecho multimillonario. Como es obvio, la batalla por la custodia de su hija perdió fuerza. Por si fuera poco, aparecieron reportajes sobre Eddie en el Wall Street Journal, Time, Newsweek y otras publicaciones. Era famoso. Su casa había aparecido en el Architectural Digest.

Lee había comprado ese número del Digest. La nueva casa de Trish era enorme, de un color rojo carmesí o berenjena tan oscuro que a Lee le recordaba el interior de un ataúd. Las ventanas eran gigantescas, el mobiliario lo bastante grande como para perderse en él y había suficientes molduras, paneles y escaleras de madera como para calentar durante un año un típico pueblo del Medio Oeste. También había fuentes de piedra esculpidas con personas desnudas. ¡Lee se quedó helado! Una foto de la feliz pareja ocupaba una página entera. Lee pensaba que en el pie de foto podían haber escrito: «El Ganso y la Tía Buena hacen fortuna con escaso gusto.»

Sin embargo, a Lee le había llamado la atención una foto. Renee aparecía a lomos del semental más espléndido que jamás había visto, sobre un campo de césped tan verde y bien cortado que parecía un estanque. Lee había recortado la foto con cuidado y la había guardado en un lugar seguro, en el álbum familiar.

El artículo, por supuesto, no lo mencionaba; no había motivos para ello. Sin embargo, lo que le había molestado era que afirmasen que Renee era hija de Ed.

«La hijastra -había dicho Lee en voz alta cuando lo leyó-. La hijastra. Jamás podrás cambiar eso, Trish.»

Lee no solía envidiar la fortuna de la que ahora gozaba su ex mujer ya que garantizaba que su hija nunca pasaría apuros. Pero, en ocasiones, le dolía.

Cuando se tiene algo durante tantos años, algo que se ha convertido en parte de uno mismo y se ha amado más que nada y luego se pierde… Lee trataba de no pensar demasiado en esa pérdida. Aunque era un tipo duro y fornido, cuando daba vueltas al enorme vacío que tenía en el centro del pecho, acababa lloriqueando como un niño.

A veces la vida te depara sorpresas, como cuando los médicos te dan el visto bueno y al día siguiente te mueres.

Lee se miró los pantalones cubiertos de barro y sintió un calambre doloroso en la pierna cansada justo cuando intentaba espantarse un mosquito del ojo. Una casa del tamaño de un hotel. Criados. Fuentes. Caballos grandes. Un resplandeciente avión privado… Probablemente todo resultaba un auténtico coñazo.

Lee apretó la cámara contra el pecho. Llevaba un rollo de alta sensibilidad que había «turboalimentado» al fijar la velocidad de obturación en 1.600. La película sensible necesita menos luz y si el obturador se abre durante breves períodos de tiempo es poco probable que la cámara se mueva o que la vibración distorsione las fotografías. Lee colocó un teleobjetivo de 600 milímetros y extendió el trípode incorporado al objetivo.

Escudriñó entre las ramas rojas de un cornejo y enfocó la parte posterior de la casita. Varias nubes taparon la luna, acentuando la oscuridad. Tomó varias fotografías y luego guardó la cámara.

Mientras observaba la casa se percató de que, desde donde estaba, no podría distinguir si había alguien o no. Lee no veía luces encendidas, pero era posible que hubiera alguna habitación interior. Además, no tenía la parte delantera de la casa a la vista y tal vez hubiera un coche aparcado. Lee había observado huellas de pisadas y neumáticos en otras ocasiones. No había mucho más que ver. Apenas pasaban coches por esa carretera y nunca se veían caminantes o personas haciendo footing. Todos los vehículos daban media vuelta ya que se habían equivocado de salida. Todos menos uno, claro.

Miró el cielo. El viento había amainado. Lee calculó que las nubes oscurecerían la luz de la luna durante varios minutos más. Se colgó la mochila a la espalda, se puso tenso por unos instantes, como si acumulase toda su energía, y salió del bosque con sumo sigilo.

Lee se deslizó en silencio hasta un lugar donde, acuclillado detrás de un grupo de arbustos descuidados, abarcaba la parte posterior y frontal de la casa. Mientras escudriñaba la oscuridad, las sombras se atenuaron cuando la luna reapareció. Parecía vigilarlo perezosamente, como si quisiera saber qué estaba haciendo allí.

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