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Daniel Buchanan se sentó en su oscurecida oficina y sorbió un café tan fuerte que, cada vez que tragaba, se le aceleraba el pulso. Se pasó los dedos por el cabello, todavía grueso y ondulado, aunque tras treinta años de duro trabajo en Washington había perdido su color rubio para volverse blanco. Tras pasar otro largo día intentando convencer a los legisladores de que sus causas valían la pena, estaba agotado y el único remedio posible consistía en ingerir cafeína en dosis cada vez mayores. No podía permitirse el lujo de dormir toda la noche. Una cabezadita aquí o allá, mientras lo llevaban en coche a la siguiente reunión, al siguiente vuelo; a veces se dormía durante las interminables sesiones del Congreso e incluso en su propia cama durante una o dos horas; ése era su descanso oficial. Por lo demás, se ocupaba de todas las facetas casi místicas del Congreso.

Buchanan medía un metro ochenta, tenía la espalda ancha, los ojos brillantes y una ambición desmesurada. Un amigo de la niñez se había dedicado a la política. Si bien a Buchanan no le interesaba ocupar un cargo, su agudeza, ingenio y dotes naturales de persuasión lo convertían en un candidato ideal para formar parte de un grupo de presión. Había triunfado de inmediato. Su carrera había sido su única obsesión. Cuando no estaba cabildeando en un proceso legislativo, Buchanan se sentía incómodo.

Sentado en los despachos de varios miembros del Congreso, estaba acostumbrado a oír apagarse el timbre de los votos y a ver el televisor que los diputados tenían en su despacho. La pantalla les mostraba el proyecto de ley por el que debían votar, la suma a favor y en contra y el tiempo que les quedaba para corretear como hormigas y emitir su voto. Cuando faltaban unos cinco minutos para que concluyese una votación, Buchanan solía poner fin a la reunión y se apresuraba a buscar por los pasillos a los otros miembros del Congreso con quienes necesitaba hablar, con el informe de citación y resolución en la mano, que incluía el programa de votación diario, lo que ayudaba a Buchanan a saber dónde se encontraban ciertos congresistas; se trataba de información esencial para alguien interesado en localizar varios blancos en movimiento que no deseaban hablar con él.

Aquel día Buchanan había logrado captar la atención de un importante senador en el metro privado que conducía al Congreso, cuando se dirigía a una votación del hemiciclo. El hombre le aseguró que lo ayudaría. No era una de las personas que Buchanan consideraba «especiales», pero él era consciente de que nunca se sabía de dónde podría llegar la ayuda. No le importaba que sus clientes no gozaran de gran popularidad o no perteneciesen a un distrito electoral que interesara a alguno de los congresistas; continuaría negociando con ahínco. Defendía una causa justa; por lo tanto, los medios quizá se prestaran a normas de conducta menos exigentes.

El despacho de Buchanan contenía pocos muebles y carecía del material que un hombre ocupado como él solía utilizar. Danny, que era como le gustaba que lo llamaran, no tenía ordenador, disquetes, archivos ni documentos importantes. Cualquiera podía robar los documentos o acceder a los ficheros del ordenador. Las conversaciones telefónicas se pinchaban constantemente. Los espías escuchaban con cualquier cosa, desde un vaso colocado contra la pared hasta los artilugios más modernos, que años atrás ni siquiera se habían inventado, pero que extraían del aire una gran cantidad de datos valiosos. Una organización normal facilitaba información confidencial del mismo modo que un barco torpedeado lanzaba al mar a sus tripulantes. Y Buchanan tenía mucho que ocultar.

Durante más de dos décadas, Buchanan había sido el principal mercachifle de influencias del lugar. En cierto modo había allanado el terreno para los grupos de presión en Washington. Había pasado de tratar con abogados bien remunerados que dormitaban en las sesiones del Congreso a un mundo de una complejidad abrumadora en el que lo que estaba en juego no podía ser más importante. Como mercenario del Congreso, había representado satisfactoriamente a responsables de la contaminación medioambiental en las batallas contra la EPA (Agencia de Protección Medioambiental), permitiéndoles extender la muerte a un público desprevenido; había sido el principal estratega político al servicio de los gigantes de la industria farmacéutica que habían matado a madres y a sus hijos; para pasar a continuación a defender con vehemencia a los fabricantes de armas, a quienes no les importaba si sus armas eran seguras o no; luego había actuado entre bastidores para los fabricantes de automóviles, que preferían ir a los tribunales a admitir que se equivocaban en cuestiones de seguridad; y, por último, para coronar el pastel, había encabezado los esfuerzos de las compañías tabacaleras en guerras sangrientas contra todos. Por aquel entonces, Washington no podía permitirse el lujo de hacer caso omiso de Buchanan o de sus clientes. Así pues, Buchanan había amasado una fortuna considerable.

Muchas de las estrategias que había trazado durante esa época se habían convertido en los cimientos de la actual manipulación legislativa. Años atrás, había logrado que los miembros del Congreso presentasen en la Cámara proyectos de ley que sabía que no se aprobarían con el propósito de desbaratar las plataformas que propugnaban cambios. Ahora esa táctica se empleaba de forma rutinaria en el Congreso. Los clientes de Buchanan odiaban los cambios. Siempre les había cubierto la retirada cuando quienes querían lo que ellos tenían le pisaban los talones. ¡Cuántas veces había evitado absolutos desastres políticos inundando los despachos de los congresistas con cartas, propaganda y amenazas apenas veladas de suprimir la ayuda económica! «Mi cliente le apoyará en su reelección, senador, porque sabemos que se portará bien con nosotros. Y, por cierto, ya hemos ingresado el talón de la aportación en la cuenta de su campaña.» ¡Cuántas veces había pronunciado esas palabras!

Irónicamente, fueron los frutos obtenidos intrigando a favor de los poderosos los que produjeron un cambio espectacular en la vida de Buchanan hacía más de diez años. Su plan original había consistido en forjarse primero una carrera y luego casarse y formar una familia. Antes de asumir estas responsabilidades, Buchanan había decidido ver mundo y había recorrido el Africa occidental en un Range Rover de sesenta mil dólares en un safari fotográfico. Además de la belleza de los animales, había visto miseria y sufrimiento de magnitudes extremas. En otra ocasión, en una remota región de Sudán, había presenciado el entierro de decenas de niños en una fosa común. Le explicaron que hacía poco una epidemia había arrasado la aldea. Se trataba de una de las enfermedades devastadoras que asolaban con frecuencia esa zona y que acababan tanto con la vida de los jóvenes como con la de los ancianos. Buchanan quiso saber cuál era la enfermedad y le dijeron que se trataba de algo parecido al sarampión.

En otro viaje había visto que se descargaban miles de millones de cigarrillos estadounidenses en los puertos chinos para consumidores que se pasaban la vida con máscaras puestas debido a la atroz contaminación ambiental. También advirtió que los dispositivos para el control de natalidad que se habían prohibido en Estados Unidos se vendían a espuertas en América del Sur con instrucciones escritas únicamente en inglés. Había visto chabolas junto a los rascacielos de Ciudad de México y a personas que pasaban hambre mientras los capitalistas deshonestos se enriquecían en Rusia. Aunque no había estado en Corea del Norte, había oído que era un Estado de gángsteres donde el diez por ciento de la población había fallecido por inanición en los últimos cinco años. Todos los países tenían una historia de esquizofrenia que contar.

Tras dos años de «peregrinaje», la pasión de Buchanan por el matrimonio, por tener una familia, se había desvanecido. Todos los niños moribundos que había visto se convirtieron en sus hijos, en su familia. Continuarían cavándose tumbas para millones de jóvenes, ancianos y seres hambrientos a lo largo y ancho del mundo, pero no sin que se librara una lucha que había hecho suya. Invirtió en ella todo cuanto tenía, mucho más de lo que había hecho ganar a los tiburones de las empresas de tabaco, armas y productos químicos. Recordaba con todo lujo de detalles el momento de la revelación: regresaba de un viaje a América del Sur y estaba en el baño del avión, arrodillado y a punto de vomitar. Se sentía como si hubiera matado a todos los niños moribundos que había visto en esa parte del mundo.

Tras esta toma de conciencia, Buchanan acudió a aquellos lugares para averiguar cómo podría ayudar. Llevó en persona un cargamento de alimentos y medicamentos a un país, pero pronto descubrió que le sería imposible transportarlos a las regiones del interior. Había visto, impotente, a unos saqueadores despojarlo de todo lo que había en el paquete marcado como «frágil». Luego empezó a trabajar como recaudador de fondos no remunerado para organizaciones humanitarias como CARE o los Catholic Relief Services. Había trabajado bastante, pero los dólares reunidos eran como una gota en un pozo sin fondo. Los números no estaban a su favor; el problema se agravaba a pasos agigantados.

Entonces Buchanan regresó a sus dominios en Washington. Había dejado la empresa que había fundado y sólo se había llevado a una persona consigo: Faith Lockhart. Durante la década anterior sus clientes habían sido los países más pobres del mundo. De hecho, a Buchanan le costaba considerarlos unidades geopolíticas; más bien, creía que eran débiles grupos de personas devastadas con banderas diferentes que no tenían ni voz ni voto. Había dedicado el resto de su vida a resolver el insoluble problema de los desposeídos del mundo.

Se había valido de todas sus artimañas y contactos en Washington, pero se percató de que estas causas nuevas gozaban de mucha menos popularidad que las que había defendido con anterioridad. Cuando había acudido al Congreso como defensor de los poderosos, los políticos lo habían recibido con sonrisas, sin duda porque pensaban en las contribuciones económicas para las campañas y en los dólares destinados al comité de acción política. Ahora no le daban nada. Algunos congresistas se jactaban de que ni siquiera tenían pasaporte, de que Estados Unidos ya se había gastado demasiado en ayuda externa. Las obras de beneficencia, le habían dicho, comienzan en casa y más vale que se queden ahí.

Sin embargo, la réplica más común era: «Dónde está el distrito electoral, Danny? ¿De qué me servirá dar de comer a los etíopes para que me reelijan en Illinois?» Mientras salía de un despacho tras otro con las manos vacías, Buchanan notaba que lo miraban con lástima: Danny Buchanan, tal vez el mejor cabildero de la historia, estaba hecho un lío y comenzaba a chochear. ¡Qué triste! Seguro que la suya era una buena causa, eso nadie lo ponía en duda, pero había que ser realistas. ¿Africa? ¿Bebés moribundos en América del Sur? En casa ya había problemas de sobra.

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