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Reynolds ansiaba responder que sí, pero no podía. Buchanan pertenecía al mundillo de Washington desde hacía décadas. Con seguridad había hecho tratos con todos los políticos y burócratas de la ciudad. Sin Lockhart, le sería del todo imposible acotar la lista.

– Todo es posible -contestó animosamente.

Fisher sacudió la cabeza.

– En realidad no, Brooke.

Reynolds estalló.

– Buchanan y sus compinches han infringido la ley. ¿Es que eso no cuenta?

– En un tribunal de justicia no, si no tienes pruebas -espetó Fisher.

Reynolds golpeó el escritorio con el puño.

– Me niego en redondo a creérmelo. Además, las pruebas están a nuestro alcance; sólo tenemos que seguir investigando.

– Ése es el problema. Sería muy distinto si pudieses hacerlo en el más completo de los secretos. Pero una investigación de esta magnitud, con objetivos tan importantes, nunca permanece del todo en secreto. Y ahora, para colmo, debemos realizar una investigación por homicidio.

– Es decir, que habrá filtraciones -dijo Reynolds, preguntándose si Fisher sospechaba que esas filtraciones tal vez ya se hubiesen producido.

– Es decir, que cuando persigues a personas importantes, más vale que estés segura de lo que haces antes de que se produzca alguna filtración. No puedes ir a por personas así a no ser que estés lista para el ataque. Justo ahora, tienes la pistola vacía y no sé muy bien dónde podrás volver a cargarla. Las normas del FBI son bien claras al respecto, no puedes investigar a los funcionarios públicos basándote en rumores e insinuaciones.

Cuando hubo acabado, Reynolds lo miró con frialdad.

– De acuerdo, Paul, ¿te importaría decirme exactamente qué es lo que quieres que haga?

– La Unidad de Crímenes Violentos te mantendrá informada de su investigación. Tienes que encontrar a Lockhart. Puesto que los dos casos están inextricablemente relacionados, sugiero que cooperéis.

– No puedo contarles nada sobre nuestra investigación.

– No te lo estoy pidiendo. Colabora con ellos para resolver el caso de Newman. Y encuentra a Lockhart.

– ¿Qué más? ¿Y sino la encontramos? ¿Qué ocurre con mi investigación?

– No lo sé, Brooke. Ahora mismo no resulta nada fácil leer el futuro en las hojas de té.

Reynolds se puso de pie y miró por la ventana. Las nubes densas y oscuras habían convertido el día en noche. Veía su reflejo y el de Fisher en el cristal de la ventana. Él no apartaba la vista de ella, y Reynolds dudaba que en esos momentos le interesaran su trasero y sus piernas largas o la falda negra hasta la rodilla con las medias a juego que llevaba.

Entonces percibió un sonido que no solía notar: el «ruido blanco». En los complejos gubernamentales que manejaban información confidencial las ventanas eran vías potenciales de escape de información valiosa, concretamente de información oral. Para combatir estas filtraciones, se instalaban altavoces en las ventanas para filtrar el sonido de las voces de modo que desde el exterior no se pudiera escuchar nada, ni siquiera con el equipo de vigilancia más moderno. A tal efecto, los altavoces emitían un sonido similar al de una pequeña catarata, de ahí que lo llamasen «ruido blanco». Reynolds, al igual que la mayoría de los empleados de esos edificios, había eliminado mentalmente los ruidos de fondo; era algo que ya formaba parte de su vida. Ahora lo había captado con una claridad sorprendente. ¿Se trataba de un señal para que también se percatara de otras cosas? ¿Cosas, personas a las que veía cada día y en las que no volvía a pensar, creyendo que eran lo que decían ser? Se volvió hacia Fisher.

– Gracias por tu voto de confianza, Paul.

– Tu trayectoria ha sido espectacular. Pero el sector público en ocasiones se asemeja al privado en un aspecto: se trata del síndrome de «¿qué has hecho para mí recientemente?». No quiero pintártelo todo de rosa, Brooke. Ya he comenzado a oír quejas.

Reynolds cruzó los brazos.

– Agradezco su absoluta franqueza -le dijo con hosquedad-. Si me perdona, veré qué puedo hacer por usted, agente Fisher.

Fisher se incorporó para marcharse, pasó junto a Reynolds y le rozó el hombro. Reynolds retrocedió unos pasos, todavía resentida por lo que le había dicho.

– Siempre te he apoyado y seguiré haciéndolo, Brooke. No interpretes esto como si quisiera arrojarte a las fieras. Eso no es lo que quiero. Te respeto más de lo que crees. Pero no quería que te pillaran desprevenida. No te lo mereces. He venido en son de paz.

– Me alegra saberlo, Paul -dijo Reynolds con poco entusiasmo.

Cuando Fisher llegó a la puerta, se volvió.

– Desde la OCW nos ocupamos de las relaciones con los medios de comunicación. La prensa ya ha comenzado a hacernos preguntas. Por el momento, les hemos comunicado que un agente ha muerto en una operación secreta. No les hemos facilitado otros detalles, ni siquiera su identidad. Pero la situación no durará mucho así. Cuando la presa se venga abajo, no sé si alguien se salvará.

En cuanto Fisher hubo cerrado la puerta tras de sí, Reynolds se estremeció. Tenía la impresión de estar suspendida sobre un líquido en ebullición. ¿Se trataba de uno de sus ataques paranoicos? ¿O era, más bien, una apreciación racional? Se quitó los zapatos y recorrió el despacho de un lado a otro, pisando los documentos a su paso. Se balanceó sobre la planta de los pies, intentando descargar en el suelo toda la tensión acumulada. No sirvió de nada.

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