– Yo bajaré contigo -dijo Maggie-. Allá abajo tengo café caliente y sopa. -Las dos mujeres se incorporaron, María temblando incontroladamente.
– Bajaré con vosotras -dijo Baedecker.
– ¡No! -exclamó Maggie con firmeza. Baedecker la miró sorprendido-. Creo que debes continuar. Creo que ambos debéis continuar. -Los ojos de Maggie enviaban a Baedecker un mensaje, pero él no entendía cuál era.
– ¿Estás segura? -preguntó.
– Segura. Tienes que ir, Richard.
Baedecker asintió con la cabeza y se volvió para seguir a Gavin, pero María lo llamó.
– ¡Espera! -Sin dejar de temblar, hurgó en la mochila y extrajo una caja rectangular de plástico. Se la entregó a Baedecker-. Lude olv… olvidó que yo la llevaba. l… la necesita.
Baedecker abrió la caja mientras Gavin se le acercaba. Dentro de la caja, en nichos de espuma plástica, había dos jeringas desechables y dos frascos de líquido claro.
– No -dijo Gavin-. No le llevaremos eso.
María los miró sin comprender.
– Tenéis que… hacerlo -dijo-. L… lo necesitará. Ayer se olvidó.
– No -dijo Gavin.
– Se lo llevaremos -dijo Baedecker, guardándose la caja en el bolsillo de la cazadora. No se inmutó cuando Gavin dio media vuelta para enfrentarse a él-. Es insulina -dijo. Tocó de nuevo la mano de Maggie y echó a andar por el risco dejando a Gavin atrás.
Lude había subido hasta quinientos metros de la cima antes de caer. Lo encontraron encorvado bajo la pesada mochila, con las largas varas envueltas en paño encima del hombro. Tenía los ojos abiertos, pero la cara estaba blanca como pergamino y la respiración era un resuello.
Baedecker y Gavin lo ayudaron a liberarse de la cometa sin ensamblar, y los tres se sentaron en una roca grande al borde de un precipicio de seiscientos metros. La sombra del Uncompahgre se deslizaba casi dos kilómetros rozando los flancos escarpados del Matterhorn. Se veían altos picos y mesetas tachonadas de nieve hasta el horizonte. Baedecker miró hacia atrás y distinguió la camisa roja de Maggie en el risco. Las dos mujeres se movían despacio pero separadas mientras descendían por el risco sur.
– Gracias -dijo Lude, devolviéndole la cantimplora a Gavin-. La necesitaba. Anoche nos quedamos sin agua, antes de la tormenta.
Baedecker le dio la caja de las jeringas.
El hombrecillo sacudió la cabeza y se acarició la barba con la mano trémula.
– Vaya, gracias -murmuró-. Qué idiota. Me olvidé de que María lo llevaba encima. Y toda esa bazofia que comí ayer.
Baedecker miró hacia otra parte mientras él se inyectaba. Gavin miró su reloj de pulsera y dijo:
– Ocho y cuarenta y tres. ¿Qué tal si sigo adelante? Tú puedes ayudar a tu amigo a bajar, Dick, y yo te alcanzaré.
Baedecker titubeó, pero Lude se echó a reír. Estaba guardando la caja.
– De ningún modo. No anduve veinte malditos kilómetros para bajar con este trasto a cuestas. -Se levantó penosamente y trató de alzar el largo bulto. Logró avanzar cinco pasos por la empinada y arenosa cuesta antes de caer de rodillas.
– Así -dijo Baedecker, sacando las varas de la mochila y ayudándolo a levantarse-. Tú llevas la mochila. Yo llevo esto. -Baedecker avanzó cuesta arriba, sorprendido de la liviandad de las largas varas. Tom Gavin masculló algo y se les adelantó.
La cuesta se volvió más abrupta, el sendero más estrecho, el viento más crudo. Pero la altitud fue lo que casi derrotó a Baedecker durante los últimos cien metros. Sus pulmones no podían inhalar aire suficiente. Los oídos le vibraban sin cesar. La visión se le nubló siguiendo sus aceleradas palpitaciones. Al final se olvidó de todo, excepto de la tarea de avanzar paso a paso y luchar contra la terrible gravedad que amenazaba con aplastarlo contra la ladera rocosa. Cruzó una vasta extensión llana y casi cayó por la vertical ladera noreste cuando advirtió que estaban en la cima. Se desplomó en el suelo y dejó las varas mientras Lude se sentaba junto a él.
Gavin estaba sentado en una roca ancha. Tenía una pierna levantada y fumaba en pipa. El aroma del tabaco era áspero y dulzón en el aire despejado.
– No podemos pasar mucho tiempo aquí arriba, Dick -dijo Gavin-. Tenemos que regresar a Henson Creek.
Baedecker no dijo nada; estaba observando a Lude. El hombrecillo aún estaba pálido, y las grandes manos le temblaban, pero se arrastró hacia el largo saco y extrajo tramos de tubos de aluminio. Extendió un cuadrado de nailon rojo, sacó un saco de herramientas de la mochila y empezó a desplegar componentes.
– Cable -dijo Lude-. Acero inoxidable. Reforzado.
Baedecker se le acercó para mirar mientras el otro sacaba más envoltorios.
– Arnés -dijo Lude-. Las rodilleras se sujetan con velero. Sujetas con esta argolla.
Baedecker tocó el anillo de metal y sintió la tibieza del sol en la superficie de acero, palpó el acero más frío de abajo.
– Piezas y elementos -dijo Lude, ordenando sacos y componentes sobre el nailon rojo, siguiendo un orden predeterminado. Su voz había cobrado la cadencia de una letanía-. Tensores de cable, soportes, partes móviles, espigas, tapas de tornillo. -Extrajo piezas más grandes-. Varillas de ala, placas delanteras, ménsulas, travesaño, barras de control. -Palmeó la masa de tela doblada-. Vela.
– Deberíamos iniciar el descenso -apremió Gavin.
– Dentro de un minuto -dijo Baedecker.
Lude había conectado los largos tubos de aluminio por el extremo y los había plegado en un ángulo de cien grados. La tela naranja y blanca se desplegó como alas de mariposa abriéndose al sol. Lude tardó sólo unos minutos en asegurar un poste vertical y un travesaño. Empezó a trabajar con los cables que conectaban los componentes.
– ¿Me echas una mano? -le preguntó a Baedecker.
Baedecker tomó las herramientas e imitó al joven, asegurando pernos, uniendo cables al travesaño, ajustando tuercas. Lude infló bolsillos debajo del borde delantero del ala y Baedecker notó por primera vez que la comba era ajustable. Treinta años como piloto de aviones ultramodernos le hicieron apreciar la elegante simplicidad del ala Rogallo: era como si la esencia del vuelo controlado estuviera destilada en esos metros de acero, aluminio y tela. Cuando terminaron, Lude revisó todas las conexiones de Baedecker y el ala delta descansó allí como un insecto brillante y desmesurado preparado para brincar al espacio. Baedecker reparó con sorpresa en el gran tamaño, tres metros de un extremo al otro, casi diez metros de envergadura del ala delta.
Gavin golpeteó la pipa contra la roca.
– ¿Dónde está tu casco?
– María tiene el casco -dijo Lude. Miró a Gavin y luego a Baedecker. De pronto rió-. Vaya, no lo habéis entendido. Yo no vuelo, sólo las construyo, las modifico e indico el camino. María va a volar.
Ahora fue Gavin quien rió.
– No hoy. Ha bajado a nuestro campamento. No está en condiciones de caminar y mucho menos de volar.
– Pamplinas -dijo Lude-. Ella viene detrás.
Baedecker meneó la cabeza.
– Hipotermia. Maggie la ha acompañado abajo.
Lude se levantó de un brinco y corrió al rincón sudoeste de la cima. Cuando vio las dos figuras que dejaban el risco, mil metros más abajo, se aferró la cabeza con ambas manos.
– Demonios, no puedo creerlo. -Se desplomó en el suelo, el pelo sobre la cara. Emitió sonidos que primero Baedecker interpretó como sollozos, luego comprendió que el hombre se estaba riendo-. Veinte malditos kilómetros con esta cosa a cuestas. Tanto trajín para nada.
– Te arruina la filmación -dijo Gavin.
– Al cuerno con la filmación -soltó Lude-. Jode la celebración.
– ¿Celebración? -preguntó Gavin-. ¿Qué celebración?
– Venid aquí -dijo Lude, volviéndose hacia el oeste. Condujo a Gavin y a Baedecker al borde del precipicio-. La celebración de eso -señaló Lude, extendiendo el brazo derecho en un arco que abarcaba los picos, la meseta y el cielo.
Gavin asintió.
– La creación de Dios es bella -acordó-. Pero no se requiere un acto temerario para celebrar al Creador ni Su labor.
Lude miró a Gavin y meneó la cabeza.
– No, amigo, no entiendes nada. No es la cosa de alguien. Simplemente es. Y somos parte de ello. Y eso merece una celebración.
Gavin también meneó la cabeza, como si estuviera ante un niño.
– Rocas, aire y nieve -dijo-. No significa nada por sí mismo.
Lude se quedó mirando al ex astronauta mientras Gavin se calzaba la mochila. Al fin Lude sonrió. Su pelo largo ondulaba en la brisa suave.
– Tienes la mente desquiciada, amigo, ¿te has dado cuenta?
– Vamos, Dick -dijo Gavin, dando la espalda a Lude-. Iniciemos el descenso.
Baedecker caminó hacia el ala Rogallo, se arrastró bajo el borde de la guía y alzó el arnés.
– Ayúdame -dijo.
Lude se le acercó.
– ¿Estás seguro, amigo?
– Ayúdame -repitió Baedecker. Las grandes manos de Lude ya estaban abrochando, ciñendo tramas de nailon, asegurando las correas de la cintura y los hombros. Las correas de la entrepierna y las argollas le recordaron a Baedecker todos los paracaídas que había usado en muchos años.
– No puedes hablar en serio -dijo Gavin.
Baedecker se encogió de hombros. Lude sujetó las correas de velero de la pierna y le indicó cómo desplazarse hacia adelante para obtener una posición de vuelo inclinado. Baedecker se levantó y se acomodó el peso de la cometa en el hombro, en el ápice del triángulo de metal, mientras Lude mantenía la quilla paralela al suelo.
– Estás loco -dijo Gavin-. No seas insensato, Dick. Ni siquiera llevas casco. Necesitaremos un equipo de rescate para desprender tu cuerpo de la cara de la montaña.
Baedecker asintió. El viento soplaba suavemente desde el oeste a menos de quince kilómetros por hora. Baedecker avanzó dos pasos hacia el borde. El ala delta botó ligeramente y se le calzó sobre los hombros. El viento y la gravedad jugaron en el cable tenso y en la tela ondulante.
– Esto es ridículo, Dick. Actúas como un adolescente.
– Mantén el morro hacia arriba, amigo -dijo Lude-. Inclina el cuerpo para girar.
Baedecker caminó hacia el borde. No había cuesta; la roca caía verticalmente treinta metros hasta terrazas escabrosas y luego seguían más caras verticales. Baedecker veía la camisa roja de Maggie a un kilómetro, una mota de color contra la tundra pedregosa, parda y blanca.
– ¡Dick! -ladró Gavin. Era una orden.
– No empieces ningún tres-sesenta a menos que tengas trescientos metros de aire debajo -dijo Lude-. Aléjate de la colina, amigo.