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– Vamos, Richard. Salta. Está bien. Te tengo. Suéltate, Richard.

Los truenos rugían. Entró un viento frío cuando abrieron la entrada de la tienda. Maggie Brown se deslizó adentro, acomodó su colchoneta de espuma y su saco de dormir al lado de Baedecker.

– ¿Qué pasa? -preguntó Baedecker. Le dolían las palmas y los brazos.

– Tommy quería cambiar de sitio -susurró Maggie-. Creo que quería beber a solas, y he dicho que sí. Shh. -Maggie le llevó el dedo a los labios. Fogonazos brillantes rasgaron la oscuridad de la tienda, seguidos, segundos después, por un trueno potente, como si trenes de carga rodaran por la alta tundra hacia ellos. El próximo pantallazo de luz mostró a Maggie quitándose los pantalones cortos. Llevaba bragas pequeñas y blancas.

– La tormenta está aquí -dijo Baedecker, pestañeando para ahuyentar la imagen del relámpago que había mostrado a Maggie quitándose la camisa. Los pechos aparecieron pálidos y robustos en el relumbrón estroboscópico.

– Shh -dijo Maggie, acurrucándose junto a él en la oscuridad. Baedecker se había dormido sólo con calzoncillos y una camisa de franela suave. Maggie le desabotonó la camisa en la oscuridad, se la quitó. Baedecker rodaba junto a ella en la suave pila de sacos de dormir, rodeándola con los brazos, cuando la mano de ella se deslizó bajo el elástico de los calzoncillos-. Shh -susurró bajándoselos, usando la mano derecha para liberarlo-. Shh.

Mientras hacían el amor, los relámpagos los alumbraban con pantallazos de luz escarchada. El trueno ahogaba todos los sonidos excepto los latidos del corazón y las exhortaciones susurradas. En un momento Baedecker miró a Maggie, montada a horcajadas sobre él. Tenían los brazos extendidos como los bailarines, los dedos entrelazados. El nylon de la tienda brillaba detrás de Maggie mientras un relámpago sucedía a otro y las oleadas de truenos rodaban sobre ellos. Un segundo después, entre los brazos de Maggie, resistiendo la explosión de su propio orgasmo, estuvo seguro de oír que ella susurraba, en medio de la catarata de ruidos externos:

– Sí, Richard, suéltate. Te tengo. Suéltate.

Juntos, aún meciéndose despacio, rodaron sobre la confusión de sacos de dormir y colchonetas de espuma. El viento chillaba agudamente, la tienda tensa aleteaba contra las estacas, y los relámpagos y truenos no se distanciaban ni siquiera un segundo. Se abrazaron protegiéndose de la tormenta.

– VENID, MALDITOS DIOSES. ¡VEAMOS VUESTRO PODER! ¡VAMOS, COBARDES! -El grito provenía del exterior, le siguió el rugido de un trueno.

– Santo Dios -susurró Maggie-. ¿Qué es eso?

– VAMOS, TENGAMOS UNA OLIMPIADA DE LOS DIOSES. ¡MOSTRAD QUÉ TENÉIS! ¡PODÉIS HACERLO MEJOR! ¡MOSTRADNOS, IDIOTAS! -Esta vez el grito era tan ronco que no parecía humano. Las últimas palabras fueron seguidas por un relámpago y un estruendo tan vasto como si manos gigantescas rasgaran la trama del cielo. Baedecker se puso los pantalones cortos y asomó la cabeza por la entrada de la tienda. Un segundo después, Maggie lo siguió, poniéndose la camisa de franela de Baedecker. Aún no llovía, pero ambos tuvieron que entornar los ojos para protegerse del polvo y la grava arrastrados por los fuertes vientos.

Tommy estaba de pie en la roca, entre las tiendas: desnudo, las piernas separadas para ganar equilibrio contra el viento, los brazos alzados, la cabeza erguida. Con una mano asía una botella casi vacía de Johnny Walker. Con la otra empuñaba una vara de aluminio de un metro. El metal despedía un fulgor azul. Detrás del muchacho los relámpagos arañaban el vientre de nubarrones cada vez más oscuros, más cercanos que los picos montañosos iluminados por cada fogonazo.

– ¡Tommy! -gritó Gavin. Él y Deedee habían asomado la cabeza y los hombros por la entrada de la temblorosa tienda-. ¡Baja aquí! -El viento se llevó las palabras.

– ¡VENID, DIOSES, MOSTRADME ALGO! -gritó Tommy-. ¡TU TURNO, ZEUS! ¡HAZLO! -Enarboló la vara de aluminio.

Un rayo blanco azulado brincó desde una cima cercana. Baedecker y Maggie retrocedieron cuando la tonante llamarada rodó sobre ellos. A pocos metros, la tienda de los Gavin se derrumbó en el furioso viento.

– ESO VALE SEIS PUNTO OCHO -gritó Tommy mientras alzaba una imaginaria tarjeta con la puntuación. Había soltado la botella, pero aún agitaba la vara. Gavin forcejeaba para zafarse de la tienda caída, pero la tela lo envolvía como una mortaja naranja.

– BIEN, SATANÁS, MUESTRA LO TUYO -gritó Tommy, riendo histéricamente-. VEAMOS SI ERES TAN BUENO COMO DICE MI PADRE. -Hizo una pirueta, recobró el equilibrio al borde de la roca. Baedecker notó que el chico tenía una erección. Maggie gritó algo al oído de Baedecker, pero el trueno borró las palabras.

El rayo bifurcado golpeó simultáneamente en ambos lados del campamento. Baedecker quedó encandilado unos segundos durante los cuales recordó inexplicablemente trenes eléctricos que había tenido en la infancia. «El ozono», pensó. Cuando pudo ver de nuevo, Tommy brincaba y reía encima de la roca, el pelo ondeando en las furiosas ráfagas.

– ¡NUEVE PUNTO CINCO! -gritó el chico-. ¡ASÍ ME GUSTA!

– Baja aquí -aulló Gavin. Había salido de la tienda y extendía las manos hacia el tobillo desnudo de Tommy. El chico retrocedió valseando en la roca.

– ES EL TURNO DE JESÚS -gritó Tommy-. TENGO QUE DARLE UNA OPORTUNIDAD, A VER QUÉ PUEDE ARROJARNOS. TENGO QUE VER SI AÚN ANDA POR AQUÍ.

Gavin enfiló hacia la parte baja de la roca y trató de trepar. El rayo desgarró una nube oscura y ondulante, estalló, chocó contra la cima del pico Uncompahgre, un kilómetro hacia el este.

– ¡CINCO PUNTO CINCO! -chilló Tommy-. ¡NO ME IMPRESIONAS!

Gavin resbaló en la roca, cayó, empezó a trepar de nuevo. Tommy subió bailando hasta la parte más alta.

– ¡UNO MÁS! -gritó en medio del viento. Baedecker oía y olía la lluvia que se acercaba, arrastrándose por la tundra como una colgadura-. ¡YAHVÉ! -gritó Tommy-. ¡VAMOS! ÚLTIMA OPORTUNIDAD DE ENTRAR EN EL JUEGO SI TODAVÍA ESTÁS ALLÍ, YAHVÉ, VIEJO CRETINO, ÚLTIMA…

Todo ocurrió simultáneamente. La vara de aluminio fulguró como un letrero de neón, el pelo de Tommy se rizó culebreando como un nido de víboras, la oscura forma de Gavin se fundió con el muchacho y ambos cayeron de la roca mientras el mundo estallaba en luz y sonido y una gran implosión tumbaba a Baedecker sobre el suelo y le sofocaba los sentidos con pulsaciones de energía pura.

Baedecker nunca sabría si el rayo había dado en la roca o no. Por la mañana no se veían marcas en ella. Cuando pudo oír y ver de nuevo, comprendió que tanto Maggie como él se habían escudado con sus cuerpos. Se incorporaron y miraron alrededor. Llovía a cántaros. Sólo la tienda de Baedecker había resistido la tormenta. Tom Gavin gateaba y jadeaba, la cara pálida bajo los fogonazos cada vez más débiles. Tommy tintaba en posición fetal sobre el suelo mojado. Tenía las manos entrelazadas sobre los ojos y sollozaba. Deedee agazapada sobre él, le abrazaba, le guarecía de los oscuros cielos. La camiseta se le pegaba a la espalda marcando cada vértebra. Deedee tenía el rostro levantado y, a la luz de los últimos relámpagos, antes de que la tormenta desapareciera en el este, Baedecker vio su expresión de euforia y desafío.

Maggie se inclinó hacia Baedecker rozándole la mejilla con el pelo desmelenado y húmedo.

– Diez punto cero -murmuró, y le dio un beso.

Llovió toda la noche.

Llegaron al risco sur poco antes del amanecer.

– Esto es raro -dijo Maggie. Baedecker asintió y continuaron trepando, diez metros detrás de Gavin. Gavin había empacado y se había puesto en marcha antes de las cinco, mucho antes de que las grises primeras luces hubieran penetrado la llovizna. Sólo había rezongado: «Vine a escalar la montaña, y me propongo hacerlo.» Ni Maggie ni Baedecker lo comprendieron, pero lo siguieron. Baedecker veía sus dos tiendas allá abajo, a la sombra del Uncompahgre. Habían montado nuevamente la tienda de Gavin durante la noche, pero la de Tommy era irrescatable, jirones de nailon desperdigados por la tundra. Cuando Gavin y Baedecker salieron en la oscuridad para recobrar el saco de dormir y las ropas del muchacho, descubrieron otras dos botellas de whisky entre los restos de la tienda. Deedee comentó que las había cogido del mueble bar donde las guardaban para las visitas.

Gavin se detuvo en el risco mientras ellos lo alcanzaban. Estaban a cuatro mil metros de altitud. Habían trepado al este de la línea del risco, ignorando el más fácil acceso del sur. El corazón de Baedecker latía con fuerza, estaba agotado, pero era un agotamiento que podía soportar sin dejar de funcionar apropiadamente. Maggie tenía la cara roja y resollaba por el esfuerzo. Baedecker le tocó la mano y ella sonrió.

– Hay gente -dijo Gavin, señalando las alturas del risco, donde alguien trajinaba en un sendero escarpado.

– Es Lude -dijo Baedecker. El hombre resbaló, cayó, se incorporó de nuevo-. Aún lleva el ala delta.

Gavin meneó la cabeza.

– ¿Por qué quiere matarse haciendo algo tan inútil?

– Cómo anhelo arrojarme al espacio sin fin y flotar sobre el espantoso abismo -citó Maggie.

Baedecker y Gavin se volvieron para mirarla.

– Goethe -dijo Maggie en tono defensivo.

Gavin meneó la cabeza, se ajustó la mochila y continuó sendero arriba. Baedecker sonrió a Maggie.

– Conque no podías memorizar la primera estrofa de Thanatopsis , ¿eh?

Maggie se encogió de hombros y sonrió también. Juntos avanzaron por el sendero hacia la franja de luz solar.

Hallaron los jirones de la pequeña tienda a poco más de cuatro mil metros. Cien metros más allá encontraron a la muchacha llamada María. Estaba acurrucada contra una roca, las manos entrelazadas entre las rodillas unidas; tiritaba violentamente a pesar de la dorada luz del sol. No dejó de temblar aún cuando Maggie la envolvió en una cazadora de plumas y la abrazó varios minutos.

– La t… t… tormenta rasgó la t… tienda -atinó a decir castañeteando los dientes-. N… nos emp… empapamos.

– Calma -dijo Maggie.

– T… t… tengo que subir la c… colina.

– Hoy no, jovencita -dijo Gavin. Estaba frotando las manos de la muchacha. Baedecker notó que la chica tenía los labios grises, las yemas de los dedos blancas-. Hipotermia -dijo Gavin-. Tienes que bajar la colina cuanto antes.

– Decidle a Lude que lo… lo s… siento -dijo la muchacha, llorando convulsivamente.

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