– Llegaré dentro de un par de horas -dijo-. ¿Estarás ahí?
– Sí.
– Pues te veo dentro de un par de horas -dijo Buddy.
Lena colgó, y a continuación marcó el número de la comisaría. Sabía que Jeffrey haría cuanto estuviera en su mano para mantener encerrado a Ethan, pero también que Ethan conocía al dedillo cómo funcionaba la ley.
– Policía de Grant -dijo Frank.
Lena tuvo que hacer un esfuerzo para no colgar. Se aclaró la garganta, procurando que su voz sonara normal.
– Frank, soy Lena.
Él no dijo nada.
– Busco a Ethan.
– ¿Ah, sí? -gruñó Frank-. Pues no está aquí.
– ¿Sabes dónde…?
Frank colgó con un golpe tan fuerte que resonó en el oído de Lena.
– Mierda -dijo, y empezó a toser con tanta violencia que pensó que iba a sacar los pulmones por la boca.
Lena se dirigió al fregadero y bebió un vaso de agua. Pasaron varios minutos antes de que se le pasara el ataque de tos. Comenzó a abrir cajones, buscando pastillas para la tos que le aliviaran la garganta, pero no encontró nada. En el armarito que había sobre la cocina encontró un frasco de Advil y se metió tres cápsulas en la boca. Salieron varias más, e intentó cogerlas antes de que cayeran al suelo, golpeándose la muñeca lesionada contra la nevera. El dolor le hizo ver las estrellas, pero lo superó respirando profundamente.
De nuevo en la mesa, Lena intentó pensar adónde iría Ethan si lo soltaban. No conocía su número del colegio mayor, y sabía que no debía llamar a la oficina del campus para averiguarlo. Considerando que había pasado la noche anterior en la cárcel, dudaba que nadie quisiera ayudarla.
Dos noches antes había conectado su contestador por si Jill Rosen la llamaba. Cogió el teléfono y marcó el número de su casa con la esperanza de haber conectado bien el contestador. El teléfono sonó tres veces antes de que su propia voz la saludara, una voz que le sonó estridente y ajena. Tecleó el código para oír sus mensajes. El primero era de su tío Hank, y le decía que sólo llamaba para saber cómo estaba y que le alegraba que por fin se hubiera decidido a poner un contestador. El siguiente era de Nan, que parecía muy preocupada y le decía que la llamara en cuanto pudiera. El último era de Ethan.
– Lena -decía-. No vayas a ninguna parte. Te estoy buscando.
Apretó el botón del tres, que rebobinó el mensaje para volver a oírlo. Su contestador no tenía dispositivo para introducir el día y la hora, porque Lena había sido demasiado tacaña para gastarse diez dólares extras, y se rebobinaron los tres mensajes, y no sólo el último, por lo que tuvo que escuchar otra vez a Hank y a Nan.
– No vayas a ninguna parte. Te estoy buscando.
Lena volvió a apretar el tres, y tuvo que tragarse los primeros dos mensajes antes de volver a oír la voz de Ethan. Se acercó el teléfono al oído, intentando descifrar su tono. Parecía furioso, pero eso no era ninguna novedad.
Estaba escuchando el mensaje por cuarta vez cuando alguien llamó a la puerta.
– Richard -murmuró entre dientes. Bajó la mirada hacia sus ropas, y se dio cuenta de que aún iba en pijama-. Joder.
El inalámbrico emitió dos bips en rápida sucesión, y la pantalla emitió una parpadeante señal de que había poca batería. Lena apretó el cinco, esperando que eso conservara el mensaje de Ethan.
Entró en la sala de estar y puso el teléfono en el cargador de batería. En la puerta principal se veía una figura borrosa, cuyo perfil se recortaba tras las cortinas.
– Un momento -gritó Lena, y la garganta le dolió por el esfuerzo.
Buscó algo con qué cubrirse en el dormitorio de Nan. Lo único que encontró fue un albornoz color rosa, que era tan ridículo como el pijama azul. Se dirigió al armario del pasillo y sacó una chaqueta. Se la puso mientras se dirigía a la puerta.
– Un momento -dijo, apartando la silla.
Descorrió los cerrojos y abrió la puerta, pero no había nadie.
– ¿Hola? -preguntó Lena, saliendo al porche.
Tampoco había nadie. El camino de entrada estaba vacío. Oyó los bips de la alarma en el interior y se acordó de que Nan la había conectado antes de irse. La alarma tenía una demora de veinte segundos, y Lena entró corriendo en la casa y tecleó el código justo a tiempo.
Se dirigía a la cocina cuando la detuvo un ruido de cristales rotos. La cortina de la puerta de la cocina se movió, pero no por la brisa. Una mano apareció, buscando a tientas el pestillo. Lena se quedó paralizada unos segundos, hasta que el pánico se apoderó de ella y echó a correr por el pasillo.
En el suelo de la cocina se oyeron pasos pisando cristales. Lena entró en el cuarto de invitados y se ocultó entre la puerta abierta y la pared, vigilando el pasillo por la grieta. El intruso recorría la casa con pasos decididos, y sus pesados zapatos sonaban sordos contra el suelo de madera. Se detuvo en el pasillo, miró a la izquierda y a la derecha. Lena no le veía el rostro, pero sí que vestía camisa negra y tejanos.
Cerró los ojos con fuerza y contuvo el aliento mientras el intruso se aproximaba a la habitación de invitados. Apretó la espalda contra la pared cuanto pudo, procurando hacerse invisible detrás de la puerta.
Cuando se atrevió a abrir los ojos, el hombre le daba la espalda. Lo único que pudo hacer fue mirar. Antes estaba segura de que se trataba de Ethan, pero ahora le veía los hombros demasiado anchos, el pelo demasiado largo.
El armario estaba lleno de cajas que se apilaban del suelo al techo. El intruso comenzó a sacarlas una a una, leyendo las etiquetas antes de apilarlas ordenadamente en el suelo. Al cabo de lo que a Lena le parecieron horas, encontró lo que buscaba. Se puso de rodillas delante de la caja, y Lena le vio el perfil. Reconoció al instante a Richard Carter.
Lena se acordó de la pistola que había en la habitación de Nan. Ahora Richard le daba la espalda, y si caminaba sin hacer ruido podría sortear la puerta y encerrarse en el cuarto de Nan.
Contuvo el aliento y salió de detrás de la puerta. Retrocedía lentamente desde el cuarto de invitados cuando Richard percibió su presencia. Giró la cabeza bruscamente y se puso en pie de un salto. En sus ojos aparecieron chispas de cólera, rápidamente sustituidas por una expresión de alivio.
– Lena -dijo.
– ¿Qué estás haciendo aquí? -preguntó Lena, intentando parecer enérgica.
La garganta le raspaba con cada palabra pronunciada, y estaba segura de que Richard percibía el miedo de su voz. Richard frunció el ceño, claramente perplejo por la cólera de Lena.
– ¿Qué te ha pasado?
Lena se llevó la mano a la cara y recordó.
– Me caí.
– ¿Otra vez? -Richard sonrió con tristeza-. También antes me caía así. Te dije que sabía lo que era. Yo pasé por lo mismo.
– No sé de qué me hablas.
– ¿Sibyl nunca te lo contó? -preguntó Richard, y sonrió-. No, claro, ella nunca revelaba secretos de los demás. No era de ésas.
– ¿Qué secretos? -quiso saber Lena, palpando a su espalda, intentando encontrar el vano de la puerta.
– Secretos de familia.
Dio un paso hacia Lena y ésta retrocedió.
– Es curioso lo que les pasa a algunas mujeres -dijo Richard-. Se libran de un maltratador y reciben a otro con los brazos abiertos. Es como si no quisieran otra cosa. No hay amor hasta que no las apalean.
– ¿De qué estás hablando?
– No de ti, por supuesto. -Calló unos momentos para que Lena se diera cuenta de que sí se refería a ella-. De mi madre -añadió-. O, más concretamente, de mis padrastros. He tenido varios.
Lena se alejó de él un poco más, y su hombro rozó la jamba de la puerta. Dobló el brazo izquierdo, manteniendo la fibra de vidrio lejos del pomo de cristal emplomado.
– ¿Te pegaban?
– Todos ellos -dijo Richard-. Empezaban con ella, pero siempre acababan conmigo. Sabían que había algo malo en mí.
– No hay nada malo en ti.
– Sí que lo hay -le dijo Richard-. La gente lo intuye. Se dan cuenta de cuándo los necesitas, y lo que hacen es castigarte por ello.
– Richard…
– ¿Sabes lo más gracioso? Mi madre siempre los defendía. Siempre les dejaba bien claro que eran más importantes para ella que yo. -Soltó una carcajada sin alegría-. Y luego me decía a mí lo contrario. Ninguno de ellos fue tan bueno como el que nos abandonó.
– ¿Quién? -preguntó Lena-. ¿Quién os abandonó?
Richard se le acercó un poco más.
– Brian Keller. -Se echó a reír al ver la cara de sorpresa de Lena-. Se supone que no hemos de contárselo a nadie.
– ¿Por qué?
– ¿Que tiene un hijo maricón de su primer matrimonio? -dijo Richard-. Me dijo que si se lo contaba a alguien, no me hablaría nunca más. Que me apartaría de su vida.
– Lo siento -se lamentó Lena, dando otro paso hacia atrás.
Estaba en el pasillo, y tuvo que reprimir el instinto de echar a correr. La mirada de Richard dejaba bien claro que la perseguiría.
– Estoy esperando a un abogado. He de vestirme.
– No te muevas, Lena.
– Richard…
– Hablo en serio -dijo Richard.
Estaba a menos de un paso de ella. Tenía los hombros erguidos, y Lena intuyó que podía hacerle daño si se lo proponía.
– No te muevas un milímetro.
Lena se quedó quieta, apretando el brazo izquierdo contra el pecho, pensando qué podía hacer. Él la doblaba en tamaño. Nunca se había fijado en que fuera tan grande, quizá porque nunca le había visto como una amenaza.
– El abogado llegará de un momento a otro -repitió Lena.
Richard levantó un brazo por encima del hombro de ella y encendió la luz del pasillo. La miró de arriba abajo, fijándose en sus cortes y contusiones.
– Mírate -dijo-. Ya sabes lo que es tener a alguien que se aprovecha de ti. -Le sonrió con malicia-. Como Chuck.
– ¿Qué sabes de Chuck?
– Sólo que está muerto -dijo Richard-. Y que el mundo está mucho mejor sin él.
Lena intentó tragar saliva, pero tenía la garganta seca.
– No sé qué quieres de mí.
– Cooperación -contestó él-. Podemos ayudarnos mutuamente. Podemos ayudarnos mucho.
– No veo cómo.
– Ya sabes lo que es ser un segundón -le dijo-. Sibyl nunca hablaba de ello, pero sé que era la favorita de vuestro tío.
Lena no respondió, pero en su corazón supo que decía la verdad.
– Andy fue siempre el favorito de Brian. Él fue la razón por la que se fueron de la ciudad donde vivían. Él fue la razón de que me abandonara, me dejara con mi madre y con Kyle, Buddy, Jack, Troy y cualquier otro capullo al que le parecía divertido emborracharse y darle de hostias al hijo maricón de Esther Carter.