Lena ahogó un bostezo al salir del cine con Ethan. Horas antes se había tomado un Vicodin y, aunque no conseguía aliviarle en demasía el dolor de muñeca, se sentía amodorrada.
– ¿En qué piensas? -preguntó Ethan; una frase que muchos hombres utilizaban cuando querían que quien hablara fuera la mujer.
– En que más vale que consiga averiguar algo en esta fiesta -le dijo Lena, inyectando un tono de velada amenaza en su voz.
– Ya veo -dijo-. ¿Ha hecho algo más ese poli?
– No -contestó Lena.
Aunque después de tomar el café con Ethan volvió a casa, en su identificador de llamadas aparecían cinco efectuadas desde la comisaría. Sólo era cuestión de tiempo que Jeffrey se presentara en su casa y, cuando lo hiciera, más le valdría a Lena tener algunas respuestas si no quería sufrir las consecuencias. Durante la película se había convencido de que Chuck no la despediría aunque Jeffrey se lo dijera, pero había otras cosas peores que ese gordo cabrón podía hacerle. A Chuck le encantaba ponerle las cosas difíciles, y, aunque su trabajo era una porquería, aún podía hacerla sufrir mucho más.
– ¿Te ha gustado la película? -preguntó Ethan.
– La verdad es que no -dijo Lena, pensando en qué haría si el amigo de Andy no se presentaba.
Al día siguiente tendría que hacer un hueco en su agenda para tener una charla con Jill Rosen. Lena habló con la criada de la mujer y dejado tres mensajes, pero la doctora no le había llamado. Lena tenía que saber qué le había dicho a Jeffrey. Incluso había rebuscado en el fondo de su armario y encontrado el maldito contestador por si la doctora la llamaba esa noche mientras estaba fuera.
Lena levantó la vista al cielo, inhalando profundamente para despejarse la cabeza. Necesitaba a alguien con quien poder hablar de todo eso, pero no tenía a nadie en quien confiar.
– Bonita noche -dijo Ethan, pensando probablemente en que Lena disfrutaba de la contemplación de las estrellas-. Luna llena.
– Mañana lloverá -dijo Lena, abriendo y cerrando el puño. Una fea magulladura negroazulada le rodeaba la muñeca allí donde Ethan la había agarrado, y Lena estaba segura de que había algo roto. Le dolía el hueso cuando se llevaba la mano al costado, y la hinchazón casi le había impedido abrocharse el puño de la camisa. Llevó la muñeca vendada hasta que Ethan llamó a la puerta, pero que se la llevara el diablo si iba a confesarle que aún le dolía.
El problema era que Lena no cobraba hasta el lunes. Si se iba a urgencias a hacerse una radiografía, los cincuenta dólares que le exigiría su aseguradora como pago compartido dejarían su cuenta corriente a cero. Supuso que no había ningún hueso roto, pues podía mover la mano. Si el lunes seguía doliéndole, entonces ya se preocuparía. De todos modos, era diestra y, además, había vivido durante dos días con unos dolores peores que ése. Casi era tranquilizador; le recordaba que seguía viva.
Como si pudiera leerle el pensamiento, Ethan le preguntó:
– ¿Cómo tienes la muñeca?
– Bien.
– Lo siento. Es que -pareció buscar las palabras adecuadas no quería que te fueras.
– Bonita manera de demostrarlo.
– Siento haberte hecho daño.
– No importa -murmuró Lena.
Hablar de la muñeca había hecho que le doliera más. Antes de salir de su habitación, Lena se guardó otro Vicodin y un Motrin de ochocientos miligramos en el bolsillo en caso de que el dolor fuera a más. Mientras Ethan observaba a un grupo de chavales en el aparcamiento del sindicato de estudiantes, se tragó el Motrin sin agua, y se puso a toser porque se le desvió por el conducto equivocado.
– ¿Te encuentras bien? -le preguntó Ethan.
– Sí -dijo ella, golpeándose el pecho con la mano.
– ¿Estás cogiendo frío?
– No -contestó Lena, tosiendo-. ¿A qué hora empieza esa fiesta?
– Ya debería estar en marcha.
Se dirigió hacia un sendero que surgía entre dos arbustos. Lena sabía que era un atajo que cruzaba el bosque y desembocaba en los colegios mayores del oeste del campus, pero no quería meterse por ahí de noche, ni con luna llena.
Ethan se volvió al ver que ella no le seguía:
– Por aquí llegaremos antes.
Por razones obvias, Lena se mostraba reacia a seguir a alguien hacia una zona oscura y apartada. A primera vista, Ethan parecía lamentar haberle hecho daño, pero Lena ya había descubierto que su temperamento era tornadizo.
– Vamos -dijo Ethan, en tono de broma-. No tendrás miedo de mí, ¿verdad?
– Que te den -dijo Lena, obligándose a andar.
Se llevó la mano al bolsillo de atrás, con la esperanza de que semejara un movimiento fortuito. Sus dedos rozaron la navaja de diez centímetros, y se sintió más segura sabiendo que estaba ahí.
Ethan aminoró el paso para que ella pudiera ir a su lado y le preguntó:
– ¿Llevas mucho tiempo trabajando aquí?
– No.
– ¿Cuánto?
– Unos meses.
– ¿Te gusta tu trabajo?
– Es un trabajo.
Ethan pareció captar el mensaje y siguió caminando. Pero volvió a rezagarse unos minutos después. Lena veía la sombra de su cara, pero no podía leer su expresión. Pareció sincero al decir:
– Siento que no te gustara la película.
– No es culpa tuya -dijo Lena, aunque él había elegido una película francesa subtitulada.
– Pensé que te gustaría este tipo de películas.
Lena se preguntó si había habido alguien en la historia universal que pudiera estar más equivocado.
– Cuando tengo ganas de leer -dijo-, cojo un libro.
– ¿Lees mucho?
– No mucho -dijo Lena, aunque últimamente se había enganchado a las novelas de amor ñoñas de la biblioteca de la facultad. Lena escondía los libros detrás del estante para los periódicos para que nadie los sacara antes de que ella los hubiera acabado. Se habría cortado el cuello antes de permitir que Nan Thomas se enterara de la basura que leía.
– ¿Y las películas? -insistió Ethan a pesar de las lacónicas respuestas de Lena-. ¿Qué películas te gustan?
Lena intentó no parecer enfadada.
– No lo sé, Ethan. Las que tienen pies y cabeza.
El muchacho captó la indirecta y se calló. Lena miraba al suelo, procurando no tropezar. Aquella noche se había puesto sus botas camperas, y no estaba acostumbrada a andar con tacones, aunque fueran bajos. Vestía tejanos y una camisa verde oscura abotonada hasta abajo, y se había aplicado un poco de lápiz de ojos como concesión a salir al mundo real. Se había dejado el pelo suelto para que Ethan se enterara de lo poco que le importaba su opinión.
Ethan vestía unos tejanos holgados, pero seguía llevando manga larga, esta vez una camiseta negra. Ella sabía que no era la misma camiseta de antes, porque le llegaba el olor a detergente de lavandería, con un toque de lo que parecía colonia almizclada. Unas botas de trabajo con puntera de acero y aspecto industrial completaban el conjunto, y Lena se dijo que si lo perdía en el bosque, podría seguirle el rastro gracias a la profunda huella que dejaban las suelas en la tierra.
Al cabo de pocos minutos llegaron a un claro que había detrás del colegio mayor de los chicos. Grant Tech era bastante anticuado, y sólo una de las residencias era mixta, pero, al tratarse de una universidad, los estudiantes habían encontrado una manera de saltarse las reglas, y todo el mundo sabía que Mike Burke, el profesor responsable de la residencia de chicos, estaba sordo como una tapia, y era bastante improbable que oyera a las chicas que entraban y salían furtivamente a todas horas. Lena se dijo que aquella noche debían de haberle robado el sonotone y encerrado al profesor en un armario, pues la música procedente del edificio sonaba tan fuerte que el suelo temblaba bajo sus pies.
– Esta semana el doctor Burke está en casa de su madre -le explicó Ethan, con una sonrisa-. Ha dejado su número por si le necesitamos.
– ¿Ésta es tu residencia?
Ethan asintió mientras caminaba hacia el edificio.
Lena le detuvo, levantando la voz por encima de la música para decirle:
– Cuando estemos ahí dentro trátame como si fuera tu acompañante, ¿entendido?
– Eso es lo que eres, ¿o no?
Lena le dirigió una mirada que esperó respondiera a su pregunta.
– Venga.
Ethan echó a andar de nuevo y ella le siguió.
Mientras se acercaban a la residencia, a Lena el ruido se le hizo insoportable. Todas las luces del edificio estaban encendidas, incluyendo las de las habitaciones del piso superior, reservadas para el director del colegio. La música era una mezcla entre tecno europeo y acid jazz con unas gotas de rap, y Lena se imaginó que los oídos comenzarían a sangrarle en cualquier momento a causa del nivel de decibelios.
– ¿No les preocupa que vengan los de seguridad? -preguntó Lena.
Ethan sonrió ante la pregunta, y ella frunció el ceño, admitiendo que era una suposición absurda. Casi todas las mañanas, cuando aparecía en el trabajo, se encontraba al que hubiera estado de turno por la noche acostado en el camastro de la habitación de atrás, tapado con una manta hasta la barbilla, y con señales de baba en el almohadón de haber estado durmiendo toda la noche. Sabía que aquella noche Fletcher estaba de guardia. De todos los vigilantes nocturnos, era el peor. En los escasos meses que Lena llevaba trabajando allí, Fletcher no había anotado ni un incidente en su cuaderno. Naturalmente, muchos delitos nocturnos quedaban sin denunciar o pasaban desapercibidos a causa de la oscuridad. Lena había leído en un panfleto informativo que menos del cinco por ciento de todas las mujeres violadas en los campus universitarios informaban de la agresión a la policía. Alzó los ojos hacia el colegio mayor, preguntándose si alguna muchacha estaría siendo violada en ese momento.
– ¡Hey, Green!
Un joven que era un poco más alto y recio que Ethan le lanzó el puño contra el hombro. Ethan devolvió el golpe e intercambiaron un complicado apretón de manos que casi parecía una de esas antiguas danzas sureñas.
– Lena -dijo Ethan, forzando la voz para que se oyera por encima de la música-. Éste es Paul.
Lena esbozó su mejor sonrisa, preguntándose si ése sería el amigo de Andy Rosen.
Paul la miró de arriba abajo, para comprobar si tenía un polvo. Ella hizo lo mismo, y le hizo saber por la expresión de su rostro que no cumplía sus exigencias. Era un guapo insulso, como muchos de esos adolescentes que sólo han puesto un pie en la edad adulta. Llevaba una visera amarilla al revés, y una mata de pelo rubio descolorido y muy corto asomaba en la coronilla. Llevaba un chupete de niño y un puñado de amuletos que parecían de la colección de la señorita Pepis colgando de una cadena de metal verde. Vio que ella contemplaba sus abalorios y se llevó el chupete a la boca, chupándolo sonoramente.