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LUNES

5

Jeffrey se inclinó para recoger el periódico del porche delantero de Sara antes de entrar en la casa. Le había dicho que estaría allí a las seis de la mañana para que ella pudiera llamarle y contarle las últimas noticias de Tessa. La noche pasada, al teléfono, Sara parecía destrozada. Más que cualquier otra cosa, Jeffrey detestaba oírla llorar. Le hacía sentir inútil y débil, dos características que despreciaba en cualquiera, sobre todo en él.

Jeffrey encendió las luces del pasillo. En la otra punta de la casa oyó moverse a los perros, el tintineo de sus collares, sus sonoros bostezos, pero no salieron a ver quién había llegado. Tras haberse pasado dos años corriendo en el canódromo de Ebro, los dos galgos de Sara detestaban gastar energía a no ser que fuera necesario.

Jeffrey silbó, arrojó el periódico sobre el mármol de la cocina y le echó un vistazo a la primera página mientras esperaba a los perros. La fotografía que se veía sobre el pliegue mostraba a Chuck Gaines de pie entre su padre y Kevin Blake. Al parecer, el sábado los tres habían ganado un torneo de golf en Augusta. Debajo, un artículo animaba a los votantes a apoyar un nuevo referéndum que ayudaría a sustituir las caravanas que había delante de la universidad por aulas permanentes. Las prioridades del Grant Observer eran darle siempre el protagonismo a Albert Gaines, que poseía la mitad de los edificios de la ciudad y en cuyo banco estaban hipotecados los propietarios de los demás.

Jeffrey silbó otra vez para llamar a los perros, preguntándose por qué tardaban tanto. Por fin aparecieron en la cocina con parsimonia, golpeando la cola en los azulejos blancos y negros del suelo. Les permitió salir al patio vallado, dejando la puerta abierta para que volvieran cuando acabaran de hacer sus cosas.

Antes de que se le olvidara, Jeffrey sacó dos tomates del bolsillo de su americana y los metió en la nevera de Sara junto a una bola verde de aspecto extraño que quizás, en algún momento de su breve y triste vida, fue alimento. Marla Simms, su secretaria, era aficionada a la jardinería, y Jeffrey no podía con toda la comida que le daba. Conociendo a Marla y su afición a meter las narices donde nadie la llamaba, probablemente lo hacía a propósito, con la esperanza de que la compartiera con Sara.

Jeffrey le puso un poco de comida preparada a Bubba, el gato de Sara, aunque Bubba nunca salía hasta que Jeffrey no se había ido. El gato sólo bebía de un cuenco que había junto a la habitación donde estaba la lavadora y la caldera, y cuando Jeffrey vivía en la casa constantemente tropezaba con él y lo volcaba de manera accidental. El gato se tomaba eso y otras cosas como algo personal. Jeffrey y Sara mantenían una relación de amor-odio con el animal. Sara lo adoraba, y Jeffrey lo detestaba.

Los perros entraron trotando en la cocina cuando Jeffrey abría una lata de comida. Bob se apretó contra la pierna de Jeffrey para que lo acariciara mientras Billy se tendía en el suelo, exhalando un suspiro, como si acabara de escalar el Everest. Jeffrey nunca había entendido que esos animales tan grandes pudieran ser perros domésticos, pero los dos galgos parecían muy contentos de quedarse en casa todo el día. Si permanecían en el patio demasiado tiempo, se sentían solos y saltaban la valla para ir a buscar a Sara.

Con el hocico, Bob volvió a empujarle contra el mármol.

– Un momento -le dijo Jeffrey, recogiendo los cuencos. Arrojó en su interior un par de cucharadas de comida seca, y luego la mezcló con la enlatada con una cuchara sopera. Jeffrey sabía por experiencia que los perros se comían cualquier cosa que les echaran en el cuenco (Billy consideraba el cajón del gato su bandeja personal de aperitivos), pero a Sara le gustaba mezclarles la comida, así que él lo hizo.

– Aquí tenéis -dijo Jeffrey, y les acercó la comida.

Se aproximaron a los cuencos, mostrándole sus esbeltas ancas mientras comían. Jeffrey se los quedó mirando un instante antes de decidirse a hacer algo de provecho y limpiar la cocina. Sara no era la persona más ordenada del mundo ni aunque tuviera un buen día, y los platos sucios de la cena del viernes aún se amontonaban en el fregadero. Colgó la americana del respaldo de una silla de la cocina y se arremangó.

Encima del fregadero había una ventana grande que proporcionaba una vista tranquila del lago, y Jeffrey se quedó observando el agua con aire ausente mientras fregaba. Le gustaba estar en casa de Sara, le gustaba la sensación hogareña de la cocina y de las butacas cómodas y mullidas que tenía en la sala de estar. Le gustaba hacerle el amor con las ventanas abiertas, oyendo los pájaros del lago, oliendo el aroma a champú de su pelo, viendo cómo se cerraban los ojos cuando ella se ponía encima de él. Le gustaba tanto todo eso que Sara debía de haberlo intuido; pasaban la mayor parte del tiempo juntos en casa de él.

Sonó el teléfono cuando estaba fregando el último plato, y Jeffrey estaba tan ensimismado que casi lo dejó caer.

Lo cogió al tercer timbrazo.

– Hola -dijo Sara, con un cansado hilo de voz.

Jeffrey cogió una toalla para secarse las manos.

– ¿Cómo está Tess?

– Mejor.

– ¿Ha recordado algo?

– No.

Sara se quedó callada, y Jeffrey no supo si lloraba o es que estaba demasiado cansada para hablar.

La visión de Jeffrey se volvió borrosa, y en su imaginación se vio de nuevo en el bosque, apretando con la mano el vientre de Tessa, la camisa empapada con su sangre. Billy se volvió hacia Jeffrey como si intuyera que algo no iba bien, pero enseguida regresó a su desayuno, y la chapa metálica de su collar tintineó contra el cuenco.

– Y tú, ¿aguantas bien? -le preguntó Jeffrey.

Sara emitió un ruido que podía significar cualquier cosa.

– Hablé con Brock y le dije lo que había que hacer. Mañana deberíamos tener los resultados del laboratorio. Carlos sabe meterles prisa.

Jeffrey no dejó que ella cambiara de tema.

– ¿Has dormido esta noche?

– Lo cierto es que no.

Tampoco Jeffrey. A eso de las tres de la madrugada se había levantado de la cama y se había ido a correr, nueve kilómetros, pensando que eso le agotaría y se dormiría. Pero se equivocaba.

– Ahora mis padres están con ella -le dijo Sara.

– ¿Qué dicen?

– Están furiosos.

– ¿Conmigo?

Sara no respondió.

– ¿Contigo?

Oyó cómo Sara se sonaba la nariz.

– No debería haber llevado a Tessa -dijo.

– Sara, no podías saberlo. -Le enfurecía que no se le ocurriera nada más para consolarla-. Hemos estado en centenares de escenas de crímenes y nunca ha pasado nada. Nunca.

– Seguía siendo la escena de un crimen.

– Exacto, un lugar donde ya ha sucedido un crimen. No había manera de prever que…

– Esta noche volveré con el coche de mamá -dijo Sara-. Van a trasladar a Tessa después de comer. Quiero asegurarme de que está bien instalada. -Hizo una pausa-. Haré la autopsia en cuanto llegue.

– Deja que vaya a buscarte.

– No -dijo ella-. Son muchas horas por carretera y…

– Me da igual -la interrumpió. Anteriormente ya había cometido el error de no estar junto a Sara cuando la necesitaba, y no iba a repetirlo-. Te veré en el vestíbulo a las cuatro.

– Eso es casi la hora punta. Tardarás horas.

– Iré en dirección opuesta -dijo Jeffrey, aunque en Atlanta eso importaba poco, pues cualquier persona mayor de quince años tenía coche-. No quiero que vuelvas sola y conduciendo. Estás demasiado cansada.

Sara no dijo nada.

– No te lo estoy pidiendo, Sara -dijo en tono firme-. Estaré allí a las cuatro, ¿entendido?

Ella finalmente cedió.

– De acuerdo.

– A las cuatro en el vestíbulo principal.

– Muy bien.

Jeffrey le dijo adiós y colgó antes de que Sara cambiara de opinión. Comenzó a desarremangarse, pero se lo pensó dos veces al ver la hora. Tenía que recoger a Dan Brock y llevarle al depósito una hora después para que éste pudiera extraer muestras de sangre de Andy Rosen. Después, Jeffrey había quedado con los Rosen para hablar de su hijo y ver si durante la noche habían recordado algo que le fuera de utilidad.

Jeffrey no tenía nada que hacer en su despacho hasta que la policía científica acabara de analizar el apartamento de una habitación que Andy tenía sobre el garaje de sus padres. Todas las huellas serían introducidas en el ordenador, pero eso era siempre muy aleatorio, pues el ordenador sólo podía comparar esas huellas con las que tenía archivadas. Frank llamaría a Jeffrey cuando los informes estuvieran listos, pero por el momento no podía hacer nada. A no ser que surgiera una revelación trascendental, Jeffrey se dejaría caer por el colegio mayor de Ellen Schaffer para ver si reconocía la foto de Andy Rosen. La muchacha sólo había visto el cadáver de espaldas, aunque considerando lo rápido que circulaban los chismorreos por el campus, probablemente ya sabía más de Andy Rosen que cualquier miembro de la policía.

Jeffrey decidió hacer algo útil. Se dirigió al dormitorio y, mientras recorría el pasillo, fue recogiendo los calcetines y los zapatos de Sara, y a continuación una falda y la ropa interior. Obviamente se había quitado la ropa mientras caminaba por la casa. Jeffrey sonrió, recordando cómo le molestaba eso cuando vivían juntos.

Arrojó las ropas de Sara sobre la silla que había junto a la ventana. Billy y Bob se habían vuelto a echar en la cama. Jeffrey se sentó junto a ellos, y acarició a ambos por turnos. Había un par de fotos enmarcadas junto a la cama de Sara, y se detuvo a mirarlas. Tessa y Sara aparecían en la primera foto, las dos de pie delante del lago, cada una con una caña de pescar. Tessa llevaba un raído sombrero de pescador que Jeffrey sabía que había sido de Eddie. La segunda foto correspondía a la graduación de Tessa. Eddie, Cathy, Tessa y Sara aparecían en la instantánea con los brazos echados por los hombros, con una gran sonrisa.

Sara, con el cabello rojo oscuro y su piel clara, era unos cuantos centímetros más alta que su padre, y siempre parecía esa hija del vecino que se cuela en las fotos familiares, aunque su sonrisa era inequívocamente igual que la de su padre. Tessa había heredado el cabello rubio de la madre, sus ojos azules y su complexión menuda, y las tres mujeres compartían la forma almendrada de los ojos. De todos modos, había algo más femenino en Sara, y a Jeffrey siempre le habían atraído que tuviera curvas justo en los lugares más apreciados.

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