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MIÉRCOLES

12

Kevin Blake medía la oficina a pasos, mirando su reloj cada dos minutos.

– Esto es horrible -dijo-. Esto es horrible.

Jeffrey se agitó en su silla, fingiendo prestarle atención. Habían pasado treinta minutos desde que Jeffrey dijera a Blake que Andy Rosen y Ellen Schaffer habían sido asesinados, y el decano no había callado desde entonces. Pero no había hecho una sola pregunta acerca de los estudiantes ni de la investigación. Lo único que le importaba era lo que iba a significar para la universidad, y, de rebote, para él.

Blake hacía aspavientos con las manos con mucho dramatismo.

– No hace falta que te lo diga, Jeffrey, pero este tipo de escándalos pueden hundir a una universidad.

Jeffrey se dijo que no supondría tanto el final de Grant Tech como el cese en el cargo de Kevin Blake. Aunque se le daba bien estrechar manos y pedir dinero, Kevin Blake era demasiado buena persona para dirigir una universidad como Grant Tech. Sus fines de semana de golf y sus comidas para recaudar fondos daban buenos resultados, pero le faltaba agresividad para buscar nuevas fuentes de financiación para sus proyectos de investigación. Jeffrey habría apostado sin pensárselo a que no duraba más de un año en el cargo. Sería desbancado por una mujer enérgica pero madura que empujara esa universidad hacia el siglo XXI.

– ¿Dónde está ese idiota? -preguntó Blake, refiriéndose a Chuck Gaines. Habían concertado una reunión a las siete, y Chuck ya llegaba veinte minutos tarde-. Tengo cosas importantes que hacer.

Jeffrey no expresó su opinión sobre el asunto. Consideraba que podría haber pasado media hora más en la cama con Sara en lugar de esperar en el despacho de Blake a que se celebrara una reunión que probablemente sería tan tediosa como improductiva.

– Puedo ir a buscarle -se ofreció Jeffrey.

– No -dijo Blake.

Cogió una pelota de golf de cristal de su escritorio. La arrojó al aire y la recogió. Jeffrey soltó una exclamación, como si estuviera impresionado, aunque nunca había entendido el golf ni tenía paciencia para aprender.

– Este fin de semana participé en el torneo -dijo Blake.

– Sí -repuso Jeffrey-. Lo leí en el periódico.

Debió de responder de forma adecuada, pues a Blake se le iluminó el rostro.

– Dos bajo par -dijo Blake-. Le di una buena paliza a Albert.

– Eso es estupendo -comentó Jeffrey.

Se dijo que quizá no era prudente derrotar al presidente de un banco en ninguna área, y mucho menos jugando al golf. Aunque con Albert Gaines, Blake tenía la sartén por el mango. Siempre podía despedir a Chuck y hacer que su papi le encontrara otro empleo.

– Estoy seguro de que Jill Rosen se alegrará cuando se entere de lo que me has dicho.

– ¿Por qué lo dices? -preguntó Jeffrey.

Era consciente de que había pronunciado el nombre de la mujer con rencor.

– ¿No has visto el artículo del periódico? «Psiquiatra de la universidad no consigue echarle un cable a su hijo.» Por amor de Dios, qué mal gusto, aunque…

– ¿Aunque qué?

– Oh, nada. -Agarró un palo de golf de la bolsa que había en el rincón-. El otro día Brian Keller me insinuó que pensaba dimitir.

– ¿Y eso?

Blake lanzó un suspiro de exasperación, retorciendo el palo que tenía en la mano.

– Lleva veinte años chupando de la universidad, y ahora que por fin ha dado con algo importante que podría hacerle ganar un poco de dinero a la universidad, me dice que quiere dimitir.

– ¿La universidad no es propietaria de la investigación?

Blake soltó un bufido ante la ignorancia de Jeffrey.

– Cuatro mentiras y sale del apuro y, si no es capaz de eso, todo lo que necesita es un buen abogado, que, con toda seguridad, cualquier compañía farmacéutica del mundo le podrá proporcionar.

– ¿Y cuál es su descubrimiento?

– Un antidepresivo.

Jeffrey se acordó del botiquín de William Dickson.

– En el mercado hay toneladas de antidepresivos.

– Esto es un secreto -dijo Blake, bajando la voz, aunque estaban solos-. Brian no ha soltado prenda. -Soltó otra carcajada-. Probablemente por eso quiere sacar más tajada, ese avaricioso cabrón.

Jeffrey esperó a que Blake contestara a su pregunta.

– Es un cóctel farmacológico con una base de hierbas. Ésa es la clave del marketing: hacer creer a la gente que es bueno para ellos. Brian afirma que no tiene ningún efecto secundario, pero eso es una chorrada. Hasta una aspirina tiene contraindicaciones.

– ¿Su hijo lo tomaba?

Blake pareció alarmado.

– No encontrarías ningún parche en Andy, ¿verdad? Un parche como los de nicotina. Así era como se tomaba, a través de la piel.

– No -admitió Jeffrey.

– Buf. -Blake se secó la frente con el dorso de la mano para exagerar su alivio-. Aún no están a punto para probarlo con seres humanos, pero hace un par de días Brian estuvo en Washington para mostrar sus datos a los jefazos. Estaban dispuestos a cerrarle el grifo en un pispás. -Blake bajó la voz-. Si quieres saber la verdad, yo también tomé Prozac hace un par de años. Aunque no noté nada.

– Hay que ver -dijo Jeffrey, su expresión habitual para no decir nada.

Blake se inclinó hacia el palo, como si estuviera en el campo de golf y no en su despacho.

– No mencionó que Jill se fuera con él. Me pregunto si tienen problemas.

– ¿Qué clase de problemas podrían tener?

Blake describió un amplio arco con el palo y miró por la ventana, como si siguiera la trayectoria de la pelota.

– ¿Kevin?

– Oh, ella se toma muchos días libres. -Le dio la espalda a Jeffrey, inclinándose sobre el palo-. Creo que, en todos los años que lleva aquí, no ha perdonado ni uno solo de los días que le corresponden por enfermedad. Y días de vacaciones. Más de una vez hemos tenido que descontarle parte del sueldo por tomarse demasiados días libres.

Jeffrey intuyó por qué Jill Rosen se veía obligada a quedarse en casa tantos días al año, pero no se lo dijo a Kevin Blake. Blake miró por la ventana, siguiendo otro lanzamiento imaginario.

– O bien es hipocondríaca o alérgica al trabajo.

Jeffrey se encogió de hombros y esperó a que continuara.

– Se licenció hace diez o quince años -dijo Blake-. Empezó a estudiar tarde. Hoy en día hay muchas mujeres así. Los niños se hacen mayores, mami se aburre, empieza a ir a la universidad de su ciudad y antes de que te des cuenta ya está trabajando en ella. -Le guiñó un ojo a Jeffrey-. No es que no nos guste el dinero extra. La educación para adultos ha sido la columna vertebral de nuestras clases nocturnas durante años.

– No sabía que aquí había educación para adultos.

– Hizo un máster de terapia familiar en Mercer -dijo Blake-. Es doctora en literatura inglesa.

– ¿Y por qué no da clases de eso?

– Nos sobran los profesores de literatura. Le das una patada a un árbol y caen media docena. Necesitamos profesores de ciencias y de matemáticas. Los profesores de inglés los puedes comprar a precio de orillo.

– ¿Y por qué la contrataron en la clínica?

– Francamente, necesitábamos más mujeres en plantilla, y cuando salió una vacante de orientadora, obtuvo la licencia de terapeuta. Y ha funcionado bien. -Frunció el ceño y añadió-: Cuando va a trabajar.

– ¿Y Keller?

– Lo recibimos con los brazos abiertos -dijo Blake, abriendo los brazos para ilustrar la frase-. Venía del sector privado, ya sabes.

– No -contestó Jeffrey-. No lo sé.

Normalmente, los profesores dejaban la universidad para irse al sector privado, donde ganaban más dinero y tenían una posición mejor. Jamás había oído que nadie diera el paso contrario, y así se lo dijo a Kevin Blake.

– Perdimos a la mitad de profesores a primeros de los ochenta. Todos se fueron a las grandes empresas. -Blake dio otro golpe y emitió un gruñido, como si se le hubiera escapado el tiro. Se inclinó sobre su palo otra vez y miró a Jeffrey-. Naturalmente, casi todos ellos volvieron con el rabo entre las piernas unos años más tarde, cuando hubo recortes laborales.

– ¿En qué empresa estaba?

– No me acuerdo -contestó Blake, sosteniendo el palo con la mano-. Recuerdo que poco después de que se fuera la compró Agri-Brite.

– ¿Agri-Brite, la empresa agrícola?

– La misma -respondió Blake, dando otro golpe-. Brian podría haber ganado una fortuna. Oh -se dirigió a su escritorio y cogió su pluma Waterman de oro-, esto me recuerda algo. Debería llamarlos y preguntarles si quieren visitar la universidad. -Apretó un botón de su teléfono-. ¿Candy? -preguntó a su secretaria-. ¿Puedes conseguirme el número de Agri-Brite?

Sonrió a Jeffrey.

– Lo siento. ¿Qué decías?

Jeffrey se puso en pie, pensando que ya había perdido bastante tiempo.

– Iré a buscar a Chuck.

– Buena idea -dijo Blake.

Jeffrey abandonó el despacho antes de que cambiara de opinión.

Al salir se encontró con Candy Wayne, quien tecleaba en su ordenador. Interrumpió su tarea al ver a Jeffrey.

– ¿Ya se va, jefe? Creo que ésta es la reunión más corta que ha celebrado el señor Blake desde que llegó.

– ¿Llevas un perfume nuevo? -preguntó Jeffrey con una sonrisa-. Hueles como un jardín de rosas.

Candy soltó una carcajada y se echó el pelo hacia atrás. El gesto podría haber resultado atractivo en una mujer que no hubiera rebasado ya los setenta y cinco, pero como ella sí los había superado, a Jeffrey le preocupó que pudiera dislocarse el hombro.

– Perro viejo -dijo Candy.

Las arrugas de su rostro se reunieron en una sonrisa de satisfacción. A Blake le irritaba sobremanera no poder contratar a una putilla de veinte años para que le tomara sus dictados, pero Candy llevaba en la universidad toda la vida. La junta de ex alumnos se libraría antes de Blake que de Candy. En la comisaría, Jeffrey vivía una situación parecida con Marla Simms, aunque él estaba contento de tener a una mujer mayor de secretaria.

– ¿Qué puedo hacer por ti, encanto? -le preguntó Candy.

Jeffrey se apoyó en su escritorio, procurando no derribar ninguna de las treinta y pico fotografías enmarcadas de sus bisnietos.

– Dime, ¿qué te hace pensar que quiero algo?

– Porque sólo eres simpático conmigo cuando quieres algo -dijo Candy, e hizo un puchero-. Y nunca se trata de nada bueno.

Jeffrey le sonrió de nuevo, sabiendo que funcionaría a pesar de lo que ella dijera.

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