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Karin Slaughter

Temor Frío

DOMINGO

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Sara Linton tenía la mirada puesta en la entrada del Dairy Queen, viendo cómo su embarazadísima hermana salía con una tarrina de helado cubierto de chocolate en cada mano.

Mientras Tessa cruzaba el parque, sopló una ráfaga de viento, y su vestido color púrpura se le levantó por encima de las rodillas. Forcejeó para bajárselo sin derramar el helado, y Sara la oyó blasfemar mientras se acercaba al coche.

Sara procuró no reír al inclinarse para abrir la portezuela y preguntarle:

– ¿Necesitas ayuda?

– No -dijo Tessa, metiendo el cuerpo en el coche en una lenta operación. Una vez aposentada, le entregó un helado a Sara.- Y deja ya de reírte.

Sara puso mala cara cuando su hermana se quitó las sandalias y apoyó sus pies descalzos en el salpicadero. No hacía ni dos semanas que había comprado el BMW 330i, y Tessa ya había dejado que una bolsa de Goobers se derritiera en el asiento de atrás, además de derramar una Fanta de naranja en la alfombrilla de delante. Si Tessa no hubiera estado embarazada de casi ocho meses, la habría estrangulado.

– ¿Por qué has tardado tanto? -preguntó Sara.

– Tenía pipí.

– ¿Otra vez?

– No, es que me encanta entrar en el lavabo del maldito Dairy Queen -le espetó Tessa. Se abanicó con la mano-. Cristo, qué calor.

Sara no dijo nada y puso en marcha el aire acondicionado. Como era médico, sabía que Tessa estaba siendo víctima de sus propias hormonas, pero había veces en que Sara se decía que lo mejor para todos sería encerrar a Tessa en una caja y no abrirla hasta que no oyeran llorar al bebé.

– Ese sitio estaba hasta los topes -consiguió decir Tessa con la boca llena de sirope de chocolate-. Maldita sea, ¿no debería estar toda esa gente en la iglesia?

– Mmm -asintió Sara.

– El local estaba asqueroso. Mira este aparcamiento -dijo Tessa, agitando su cucharilla en el aire-. La gente tira la basura aquí y les da igual quién la recoja. Como si pensaran que va a encargarse el hada de la basura.

Sara murmuró unas palabras para expresar su acuerdo, y siguió comiendo su helado mientras Tessa proseguía con su letanía de quejas acerca de todas las personas que había visto en el Dairy Queen, desde el hombre que estaba hablando por el móvil hasta la mujer que había hecho cola diez minutos, y cuando le tocó el turno era incapaz de decidir qué quería. Al cabo de un rato, Sara desconectó y se puso a mirar el aparcamiento, pensando en la atareada semana que tenía por delante.

Hacía varios años, Sara había aceptado un empleo a tiempo parcial como forense del condado para comprarle a su socio, que iba a jubilarse, su parte en la Clínica Infantil Heartsdale, y últimamente su trabajo en el depósito de cadáveres estaba desbaratando su horario en la clínica. Normalmente, el trabajo no le exigía mucho tiempo, pero la semana anterior había tenido que declarar en un juicio, lo que le robó dos días de la clínica, así que esta semana tendría que hacer horas extra.

Su trabajo en el depósito cada vez le robaba más tiempo en la clínica, y sabía que en un par de años tendría que decidirse por uno de los dos empleos. Cuando llegara el momento, la decisión sería complicada. El trabajo de forense era todo un reto, algo que Sara había necesitado con urgencia trece años atrás, cuando se marchó de Atlanta y regresó a Grant County. Una parte de ella pensaba que su cerebro se atrofiaría sin los constantes obstáculos que presentaba la medicina forense. Sin embargo, el trato con niños tenía algo reconfortante, y Sara, que no podía tener hijos, sabía que lo echaría de menos. Cada día vacilaba a la hora de decidir qué trabajo era mejor. Por lo general, tener un día malo en uno hacía que el otro pareciera ideal.

– ¡Póngase las pilas! -chilló Tessa, lo bastante fuerte para llamar la atención de Sara-. Tengo treinta y cuatro años, no cincuenta. ¿Te parece que una enfermera debe decirle una burrada semejante a una mujer embarazada?

Sara se quedó mirando a su hermana.

– ¿Qué?

– ¿Has oído algo de lo que estaba diciendo?

Intentó parecer convincente:

– Desde luego.

Tessa frunció el ceño.

– Estabas pensando en Jeffrey, ¿verdad?

A Sara le sorprendió la pregunta. Por una vez, su ex marido había estado ausente por completo de sus pensamientos.

– No -dijo.

– Sara, no me mientas -replicó Tessa-. El viernes pasado todo el pueblo vio a la chica de la tienda de rótulos en la comisaría.

– Estaba grabando las letras en el nuevo coche de policía -respondió Sara, y se le puso la cara como un tomate.

Tessa le lanzó una mirada de incredulidad.

– ¿Ésa no es la misma excusa de la última vez?

Sara no contestó. Aún recordaba el día que llegó temprano a casa y se encontró a Jeffrey en la cama con la propietaria de la tienda de rótulos del barrio. A la familia Linton le asombró y le irritó que Sara volviera a salir con Jeffrey, y aunque Sara compartía sus sentimientos, se sentía incapaz de romper del todo con él. Por lo que a Jeffrey se refería, era incapaz de actuar con lógica.

Tessa le advirtió:

– Ten cuidado con él. No le dejes que se sienta muy seguro.

– No soy idiota.

– A veces lo pareces.

– Bueno, tú también lo eres -le soltó Sara, sintiéndose una estúpida antes incluso de que las palabras salieran de su boca.

A excepción del ronroneo del aire acondicionado, el coche estaba en silencio. Por fin Tessa le sugirió:

– Deberías haber dicho: «Sé que lo eres, pero ¿qué soy yo, entonces?».

Sara quiso tomárselo a broma, pero también estaba irritada.

– Tessie, no es asunto tuyo.

Tessa soltó una estridente carcajada que resonó en los oídos de Sara.

– Bueno, demonios, querida, eso nunca ha hecho callar a nadie. Estoy segura de que la maldita Marla Simms se lo estaba contando a todo el mundo antes de que esa putilla se bajara de su furgoneta.

– No la llames así.

Tessa volvió a agitar su cucharilla.

– ¿Cómo quieres que la llame? ¿Guarra?

– Nada -le dijo Sara, y hablaba en serio-. No la llames de ninguna manera.

– Oh, pues yo creo que se merece unas cuantas palabras bien elegidas.

– Fue Jeffrey el que me engañó. Ella simplemente aprovechó una buena oportunidad.

– Sabes -dijo Tessa-, en mi época yo también aproveché mis oportunidades, pero nunca fui detrás de un hombre casado.

Sara cerró los ojos, deseando que su hermana se callara. No quería hablar de ese asunto.

Tessa añadió:

– Marla le dijo a Penny Brock que la tía esa había engordado.

– ¿Y qué hacías tú hablando con Penny Brock?

– Tenía un desagüe atascado en la cocina -dijo Tessa, lamiendo su cucharilla.

Tessa había dejado de trabajar con su padre a tiempo completo en el negocio de lampistería de la familia cuando tuvo la barriga tan hinchada que ya no podía arrastrarse por debajo de las casas, pero aún era capaz de aplicar el desatascador a un desagüe.

– Según Penny, está como una vaca -dijo Tessa.

En contra de su voluntad, Sara no pudo evitar sentir una oleada de triunfo, seguida por otra de culpabilidad por alegrarse de que a otra mujer se le ensancharan las caderas. Y el culo. La chica de la tienda de rótulos tenía más barriga de lo que le convenía.

– Te estoy viendo sonreír -dijo Tessa.

Sara sonreía; le dolían las mejillas de tanto como se esforzaba por mantener la boca cerrada.

– Es horrible.

– ¿Desde cuándo?

– Desde… -Sara no acabó la frase-. Desde que me hace sentir una completa idiota.

– Bueno, eres lo que eres, como diría Popeye. -Con gestos muy exagerados, Tessa rascó la tarrina de cartón con la cuchara hasta dejarla limpia-. ¿Puedo tomarme lo que queda del tuyo?

– No.

– ¡Estoy embarazada! -chilló Tessa.

– No es culpa mía.

Tessa siguió rascando su tarrina. Para molestar aún más, comenzó a frotar la planta del pie contra las incrustaciones de madera nudosa del salpicadero.

Pasó un minuto antes de que Sara sintiera que un sentimiento de culpa de hermana mayor la golpeaba como un martillo. Intentó combatirlo comiendo más helado, pero se le atascó en la garganta.

– Toma, eres como una niña grande. Le entregó la taza.

– Gracias -dijo Tessa en tono cariñoso-. Quizá luego podríamos comprar un poco más para después -sugirió-. ¿Podrías ir tú a buscarlo? No quiero que piensen que soy una glotona y, además -sonrió dulcemente, agitando las pestañas-, puede que el chaval del mostrador se haya enfadado conmigo.

– No me imagino por qué.

Tessa parpadeó con aire inocente.

– Algunas personas son muy sensibles.

Sara abrió la portezuela, contenta de tener una razón para salir del coche. Se había alejado un metro cuando Tessa bajó la ventanilla.

– Lo sé -dijo Sara-. Extra de chocolate.

– Sí, pero espera un momento. -Tessa calló para poder lamer el helado que había en un lado de su teléfono móvil antes de sacarlo por la ventanilla-. Es Jeffrey.

Sara aparcó en un terraplén de grava, entre un coche de policía y el de Jeffrey, frunciendo el ceño al oír cómo la grava golpeaba el lateral del vehículo. La única razón por la que Sara cambió su descapotable de dos plazas por un modelo más grande había sido para poder instalar una sillita portabebés. Entre Tessa y los elementos, el BMW estaría hecho un asco antes de que naciera la criatura.

– ¿Es aquí? -preguntó Tessa.

– Sí.

Sara tiró del freno de mano y miró la cuenca seca del río que tenían delante. Georgia llevaba padeciendo sequía desde mediados de los noventa, y el enorme río que antaño fluía por el bosque como una serpiente rolliza e indolente no era más que un arroyo por donde circulaba un hilillo de agua. Sólo quedaba un lecho seco y agrietado, y el puente de cemento que quedaba a diez metros de altura parecía fuera de lugar, aunque Sara recordaba una época en que la gente pescaba allí.

– ¿Eso es el cadáver? -preguntó Tessa, al tiempo que señalaba a un grupo de hombres que formaban un semicírculo.

– Probablemente -respondió Sara, preguntándose si esos terrenos pertenecían a la universidad.

Grant County comprendía tres ciudades: Heartsdale, Madison y Avondale. Heartsdale, que albergaba el Instituto Tecnológico de Grant, era la joya del condado, y cualquier crimen que se cometiera dentro de sus límites se consideraba mucho más horrible. Un asesinato en los terrenos de la universidad sería una verdadera pesadilla.

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