Dejó la foto y vio una capa de polvo donde antes había habido otra foto. Jeffrey miró en el suelo, a continuación abrió el cajón y apartó un par de revistas antes de encontrar en el fondo la fotografía enmarcada en plata. Conocía bien la foto; un desconocido que paseaba por la playa se la había tomado durante su luna de miel.
Utilizó una esquina de la sábana para quitarle el polvo a la fotografía antes de volver a colocarla sobre la cómoda.
La empresa de pompas fúnebres de Brock tenía su sede en un gran edificio victoriano, el tipo de casa en la que Jeffrey siempre había deseado vivir desde que era niño. En Sylacauga, Alabama, Jeffrey y su madre -y con menos frecuencia su padre- vivían en una casa de dos habitaciones y un baño que ni siendo muy optimistas se podía denominar hogar. Su madre nunca fue una persona feliz, y, que Jeffrey recordara, no había cuadros en las paredes, ni alfombras en el suelo ni nada que pudiera añadir un toque personal a la casa. Era como si May Tolliver hiciera todo lo que podía para no echar raíces. Tampoco es que, de haber querido, pudiera haber hecho gran cosa.
Las ventanas, mal aisladas, temblaban cuando cerraban la puerta, y el suelo de la cocina estaba tan inclinado hacia atrás que la comida que se caía al suelo acababa amontonada bajo el zócalo. En las noches frías de invierno, Jeffrey había llegado a dormir dentro de su saco en el suelo del armario del pasillo, la habitación más caliente de la casa.
Jeffrey llevaba demasiado tiempo trabajando de policía para pensar que una infancia de mierda pudiera justificar nada, pero entendía por qué algunas personas la utilizaban como excusa para sus actos. Jimmy Tolliver era un borracho repugnante, y había sacudido muchas veces a Jeffrey, siempre que éste cometía el error de entrometerse en su camino. Casi siempre, Jeffrey resultaba lastimado cuando cometía el error de interponerse entre su madre y los puños de su padre. Aunque eso pertenecía al pasado, y Jeffrey se había marchado de casa hacía mucho tiempo. A todo el mundo le sucedía algo horrible en uno u otro momento de sus vidas; formaba parte de la condición humana. La manera en que te enfrentabas a la adversidad daba la medida de la clase de personas que eras. Quizá por eso Jeffrey lo estaba pasando tan mal con Lena. Quería que fuera una persona distinta de la que era.
Dan Brock salió por la puerta dando un traspié, y se detuvo cuando su madre lo llamó. Ésta le dio dos vasos de plástico, y Jeffrey le rezó a Dios para que uno de ellos fuera para él. Penny Brock hacía un café fabuloso.
Jeffrey intentó no sonreír al ver cómo se despedían madre e hijo. Brock se inclinó hacia su mamá para besarle en la mejilla, y ella aprovechó para cepillarle el hombro de su traje negro. Había una explicación para entender por qué Dan Brock tenía casi cuarenta años y no se había casado.
Brock le sonrió enseñándole los dientes mientras se dirigía hacia el coche. Era un hombre desgarbado con la enorme mala suerte de parecer exactamente lo que era; un empresario de pompas fúnebres de tercera generación. Tenía los dedos largos y huesudos, y un rostro inexpresivo muy apropiado para consolar a los que acababan de sufrir una pérdida. En su trabajo, la clientela o bien lloraba a moco tendido o no tenía mucha conversación, por lo que cuando no estaba de servicio solía mostrarse muy locuaz con cualquiera que estuviera a mano. Tenía un ingenio muy mordaz, y a veces un sentido del humor alarmante. Cuando se reía lo hacía con ganas, abriendo la boca hasta casi descoyuntársela, como un Teleñeco.
Jeffrey se inclinó para abrir la portezuela, pero Brock ya lo había hecho, pasándose los dos vasos a una de sus grandes manos.
– Hola, jefe -dijo, subiéndose al coche. Le entregó un vaso a Jeffrey-. Lo ha hecho mamá.
– Dale las gracias de mi parte -dijo Jeffrey, cogiendo el vaso. Quitó la tapa e inhaló el vapor, pensando que le despertaría. Adecentar la casa de Sara no era exactamente una tarea agotadora, pero le había dejado hecho polvo comprobar que ella había escondido aquella fotografía en el cajón, como si no quisiera tener a la vista nada que le recordara que habían estado casados. No pudo evitar reírse de sí mismo; actuaba como una adolescente enamorada.
– ¿Qué te pasa? -preguntó Brock, pues como todo buen empresario de pompas fúnebres, intuía cuándo alguien se dejaba dominar por sus emociones.
Jeffrey puso la primera.
– Nada.
Brock se apoltronó alegremente, extendiendo las piernas delante de él como dos mondadientes doblados.
– Gracias por recogerme. No sé cuándo va a estar arreglado el coche fúnebre, y mamá va a aeróbic los lunes.
– Ningún problema -le dijo Jeffrey, procurando no reírse al imaginar a Penny Brock en mallas.
Le vino a la mente la imagen de un saco de patatas informe.
– ¿Sabes algo de Tessa? -le preguntó Brock.
– Hablé con Sara esta mañana -le dijo Jeffrey-. Está mejor, o eso parece.
– Bueno, gracias a Dios -comentó Brock, levantando una mano-. He estado rezando por ella. -Dejó caer la mano y se golpeó el muslo-. Y ese precioso bebé. Jesús tiene un lugar especial para los bebés.
Jeffrey no respondió, pero se dijo que ojalá Jesús tuviera un lugar aún mejor para los que los apuñalaban.
– ¿Cómo lo lleva la familia? -preguntó Brock.
– Al parecer bien -le dijo Jeffrey antes de cambiar de tema-. Hace tiempo que no trabajas para la policía, ¿verdad?
– Ya lo creo -exclamó Brock, a pesar de que había sido forense durante años-. He de decirte que me alegro de que Sara ocupara mi plaza. No es que el dinero no me viniera bien, pero por aquel entonces Grant se me estaba haciendo demasiado grande. Venía mucha gente de la ciudad, y querían que las cosas se hicieran como en la urbe. Yo no quería que se me pasara nada por alto. Es una gran responsabilidad. Me descubro ante ella.
Jeffrey sabía que al decir «la ciudad» se refería a Atlanta. Como casi todas las pequeñas poblaciones de principios de los noventa, Grant había vivido una gran afluencia de urbanitas que buscaban una vida más tranquila. Huían de las grandes ciudades pensando que encontrarían un pacífico edén al final de la interestatal. Y en su mayor parte así habría sido… si se hubieran dejado los niños en casa. En parte, Jeffrey había sido elegido como jefe de policía por su experiencia con el grupo antipandillas de la policía de Birmingham, Alabama. Cuando Jeffrey firmó su contrato, las autoridades responsables de Grant se habrían puesto a sacrificar cabras de haber pensado que eso podía resolver el problema de las bandas juveniles.
– Sara dijo que esto es bastante sencillo. Sólo necesitas sangre y orina, ¿verdad? -preguntó Brock.
– Ajá -le contestó Jeffrey.
– He oído que Hare la ayuda con su consulta -dijo Brock.
– Ajá -dijo Jeffrey dando un sorbo de café.
Hareton Earnshaw, el primo de Sara, también era médico, aunque no pediatra. Se encargaba de la clínica mientras Sara permaneciera en Atlanta.
– Mi padre, en paz descanse, solía jugar a cartas con Eddie y los demás -dijo Brock-. Recuerdo que a veces me llevaba a jugar con Sara y con Tessie. -Soltó una risotada que resonó en el coche-. ¡Eran las únicas chicas de la escuela que me dirigían la palabra! -Había auténtico pesar en su voz-. Los demás creían que tenía las manos llenas de microbios.
Jeffrey se lo quedó mirando.
Brock le tendió una mano para ilustrarlo.
– De tocar a los muertos. Tampoco es que lo hiciera cuando era niño. No empecé hasta más tarde.
– Ajá -dijo Jeffrey, preguntándose cómo habían pasado a ese tema.
– Mi hermano Roger era el que los tocaba. Roger era un auténtico granuja.
Jeffrey se preparó, pensando que eso derivaría en un chiste asqueroso.
– A los chavales les cobraba un cuarto de dólar para llevarlos a la sala de embalsamar cuando papá se iba a dormir. Los conducía hasta allí con las luces apagadas, con la ayuda de una linterna para alumbrar el camino, y entonces apretaba el pecho del difunto, así. -Aun sabiendo que no debía, Jeffrey se volvió para ver el lugar exacto-. Y el cuerpo exhalaba un leve gemido.
Brock abrió la boca y dejó escapar un leve y fúnebre gemido. El sonido era horrible -aterrador-, algo que Jeffrey deseó haber olvidado cuando se acostara aquella noche.
– Cristo, qué cosa tan siniestra -dijo Jeffrey, estremeciéndose como si alguien hubiera andado sobre su tumba-. No vuelvas a hacer eso, Brock.
Brock parecía arrepentido, pero disimuló. Se bebió el café y se quedó callado el resto del camino hasta el depósito.
Cuando Jeffrey se detuvo delante de la casa de los Rosen, lo primero que observó fue un rojo y reluciente Ford Mustang aparcado junto a la puerta. En lugar de dirigirse a la puerta principal, Jeffrey rodeó el coche, admirando sus elegantes líneas. Cuando tenía la edad de Andy Rosen, Jeffrey soñaba con conducir un Ford Mustang, y ver uno siempre le provocaba celos irracionales. Pasó los dedos por la capota, recorriendo las franjas negras, pensando que Andy había tenido muchos más motivos para vivir que él cuando tenía su edad.
Alguien más amaba ese coche. A pesar de que era muy temprano, no había rocío sobre la chapa. Cerca del guardabarros de atrás había un balde vuelto del revés con una esponja encima. La manguera del jardín estaba enrollada cerca del coche. Jeffrey miró su reloj, y se dijo que era una hora extraña para lavar el coche, sobre todo considerando que el propietario había muerto el día antes.
Mientras se acercaba al porche, Jeffrey oyó a los Rosen discutir, al parecer con virulencia. Llevaba lo bastante siendo policía para saber que la gente suele decir las verdades cuando está enfadada. Esperó junto a la puerta, escuchando, aunque procuró no hacerlo de manera muy descarada por si algún corredor tempranero se preguntaba qué estaba haciendo.
– ¿Por qué demonios te preocupas por él ahora, Brian? -preguntaba Jill Rosen-. Jamás te importó un bledo.
– Eso es una puta mentira, y lo sabes.
– A mí no me hables así.
– ¡Que te jodan! Te hablaré así cuando me salga de los cojones.
La voz de Jill Rosen bajó de tono, y Jeffrey no escuchaba bien lo que decía. Cuando el hombre le contestó, tampoco levantó la voz.
Jeffrey les concedió un minuto por si volvían a encolerizarse antes de llamar a la puerta. Los oyó moverse por la casa y supuso que uno o los dos estaban llorando.
Jill Rosen abrió la puerta. Jeffrey vio que llevaba un kleenex muy usado en la mano y comprendió que se había pasado la mañana llorando. Por un instante se acordó de Cathy Linton en la terraza de su casa, el día anterior, y sintió una compasión que jamás habría creído poder experimentar.