– Jefe Tolliver -dijo Rosen-. Éste es el doctor Brian Keller, mi marido.
– Hablamos por teléfono -le recordó Jeffrey.
Keller parecía destrozado. A juzgar por el pelo gris, que le raleaba, y la mandíbula caída, debía de rondar ya los sesenta, pero la aflicción le hacía parecer veinte años mayor. Llevaba unos pantalones de raya diplomática y, aunque era obvio que formaban parte de un traje completo, sólo le cubría el torso una camiseta amarilla con el cuello en uve, que revelaba una mata de pelo gris en el pecho. Como su hijo, le colgaba del cuello una cadena con la estrella de David, o a lo mejor era la que habían encontrado en el bosque. Curiosamente, iba descalzo, y Jeffrey se dijo que había sido Keller quien había lavado el coche.
– Lo siento -dijo Keller-. Me refiero a lo de ayer, cuando hablamos por teléfono. Estaba muy afectado.
– Siento lo de su hijo, doctor Keller -respondió Jeffrey.
Le estrechó la mano, y pensó en cómo preguntarle con delicadeza si Andy era su hijo natural o adoptado. Muchas mujeres mantenían el apellido de soltera cuando se casaban, pero generalmente los hijos adoptaban el del padre.
– ¿Es usted el padre biológico de Andy? -preguntó Jeffrey a Keller.
– Dejamos que Andy eligiera el apellido que quería cuando tuvo edad suficiente para tomar una decisión fundada -dijo Rosen.
Jeffrey asintió, aunque opinaba que dejar elegir demasiadas cosas a los chavales era uno de los motivos por los que había tantos en comisaría, sorprendidos de que sus malas decisiones les pudieran meter en líos.
– Pase -le invitó Rosen, indicándole a Jeffrey que siguiera el breve pasillo que conducía a la sala.
Al igual que casi todos los profesores, vivían en Willow Drive, que daba a la calle Mayor, a poca distancia de la universidad. Ésta había llegado a un acuerdo con el banco para garantizar préstamos hipotecarios a bajo interés para los nuevos profesores, quienes se quedaban con las casas más bonitas de la ciudad. Jeffrey se preguntó si todos los profesores permitían que sus hogares se deterioraran tanto como la de Keller. En el techo, había manchas de humedad provocadas por un reciente chaparrón, y las paredes necesitaban desesperadamente una nueva capa de pintura.
– Siento el desorden -dijo Jill Rosen con voz neutra.
– No pasa nada -contestó Jeffrey, aunque se preguntó cómo se podía vivir en medio de semejante desbarajuste-. Doctora Rosen…
– Jill.
– Jill -repitió-. ¿Puede decirme si conoce a Lena Adams?
– ¿La mujer que vino a verme ayer? -preguntó, subiendo el volumen en la última palabra.
– Me preguntaba si la conocía de antes.
– Vino a mi consulta. Me contó lo de Andy.
Jeffrey la miró un momento; no la conocía lo bastante para saber si sus palabras querían dar a entender algo más, pues podían interpretarse de muchas maneras. Algo en las tripas le decía que había algo entre Lena y Jill Rosen, pero no estaba seguro de que guardara relación con el caso.
– Podemos sentarnos aquí -dijo Rosen, y señaló una abarrotada salita.
– Gracias -dijo Jeffrey, recorriendo el cuarto con la mirada. Era evidente que Rosen había decorado la casa con mucho esmero cuando se mudó, pero de eso hacía ya muchos años. Los muebles eran bonitos, pero estaban ajados. El papel pintado había pasado de moda, y en la alfombra se distinguían las zonas más transitadas con la misma claridad que un sendero en el bosque. Aparte de esos problemas estéticos, la casa se estaba convirtiendo en un almacén. Había montones de libros y revistas por todas partes. Jeffrey vio periódicos de la semana pasada desperdigados sobre una de las butacas que había junto a la ventana. Contrariamente a la casa de los Linton, que contenía la misma cantidad de objetos y desde luego más libros, el lugar parecía asfixiante, como si nadie fuera feliz desde hacía mucho tiempo.
– Hemos hablado con la funeraria acerca de qué haremos con los restos -le dijo Keller-. Jill y yo aún no nos hemos decidido. Mi hijo era ferviente partidario de la incineración. -Le tembló el labio superior-. ¿Se podrá hacer después de la autopsia?
– Sí -dijo Jeffrey-. Por supuesto.
– Queremos cumplir su deseo, pero… -repuso Rosen.
– Es lo que él quería, Jill -afirmó Keller.
Jeffrey percibió la tensión entre ellos y decidió no opinar. Rosen le indicó una butaca grande.
– Por favor, siéntese.
– Gracias -dijo Jeffrey, sujetándose el extremo de la corbata y sentándose al borde del cojín para no hundirse en el fofo sillón.
– ¿Quiere beber algo? -le preguntó Rosen.
Antes de que Jeffrey tuviera tiempo de negarse, Keller dijo:
– No estaría mal un poco de agua.
Keller se quedó mirando al suelo hasta que su mujer salió de la habitación. Parecía esperar algo, pero Jeffrey no sabía qué. Cuando se oyó el grifo de la cocina, abrió la boca, pero no dijo nada.
– Bonito coche el de ahí fuera -comentó Jeffrey.
– Sí -contestó Keller, entrelazando las manos en el regazo. Tenía los hombros encorvados, y Jeffrey se dio cuenta de que era más corpulento de lo que pensó en un principio.
– ¿Lo ha lavado esta mañana?
– Andy cuidaba mucho ese coche.
Jeffrey se dio cuenta de que no había contestado a la pregunta.
– ¿Trabaja en el departamento de biología?
– De investigación -le aclaró Keller.
– Si hay algo que quiera contarme… -comenzó Jeffrey.
Keller volvió a abrir la boca, pero en ese momento volvió Rosen, quien les traía un vaso de agua a cada uno.
– Gracias -dijo Jeffrey, dando un sorbito.
El vaso olía de manera extraña. Lo dejó en la mesita baja, y miró a Keller para ver si el hombre tenía algo que decir antes de ir al grano.
– Sé que tienen otras cosas de qué preocuparse. Sólo necesito que me contesten algunas preguntas de rutina, y ya no les molestaré más -aseguró Jeffrey.
– Tómese el tiempo que necesite -le dijo Keller.
– Sus hombres estuvieron en el apartamento de Andy hasta muy tarde -comentó Rosen.
– Sí -replicó Jeffrey.
Contrariamente a los policías que salían por televisión, a Jeffrey le gustaba permanecer lo más lejos posible de la escena del crimen hasta que la policía científica acabara de examinarla. El lecho del río donde Andy se había suicidado era un lugar público y demasiado amplio para ser de utilidad. Pero el apartamento del muchacho era otro cantar.
Keller esperó a que su esposa se sentara, y entonces se colocó a su lado en el sofá. Intentó cogerle la mano, pero ella la apartó. Estaba claro que la riña aún no había terminado.
– ¿Cree que alguien pudo empujarle? -inquirió Rosen.
Jeffrey se preguntó si alguien se lo habría insinuado a Rosen o si la idea se le había ocurrido a ella.
– ¿Alguien había amenazado con hacerle daño a su hijo? -preguntó.
Los padres se miraron el uno al otro como si ya lo hubieran hablado antes.
– No que nosotros sepamos.
– ¿Andy había intentado suicidarse antes?
Los dos asintieron al unísono.
– ¿Han visto la nota?
– Sí -susurró Rosen.
– No es probable que le empujaran -les dijo Jeffrey. Tanto daba lo que él sospechara, pues en ese momento era una simple suposición. No quería darles a los padres de Andy algo a lo que agarrarse y luego tener que decepcionarles-. Investigaremos todas las posibilidades, pero no quiero que se hagan ilusiones.
Calló, lamentando las palabras elegidas. ¿Qué ilusión podía hacerles a unos padres que su hijo hubiera sido asesinado?
– Encontrarán algo irregular en la autopsia. Averiguarán muchas cosas. Es asombroso de lo que es capaz la ciencia hoy en día -dijo Keller a su esposa.
Hablaba con la convicción de un hombre que trabajaba en ese terreno y confiaba en que la ciencia pudiera probar cualquier cosa.
Rosen se llevó el pañuelo de papel a la nariz, haciendo caso omiso de las palabras de su marido. Jeffrey se preguntó si la tensión entre ambos se debía a la reciente discusión mantenida o si sus problemas venían de lejos. Tendría que hacer algunas discretas averiguaciones en el campus.
Keller interrumpió los pensamientos de Jeffrey.
– Hemos intentado recordar algo que pudiera ayudarle -dijo-. Andy tenía algunos amigos de antes de…
– Nunca llegamos a conocerlos -le interrumpió Rosen-. Sus amigos de cuando tomaba drogas.
– No -dijo Keller-. Que nosotros sepamos, últimamente ya no se veía con ninguno.
– Al menos ninguno que Andy nos hubiera presentado -concedió Rosen.
– Yo debería haber estado más en casa -dijo Keller, con la voz enronquecida a causa del arrepentimiento.
Rosen no se lo discutió, y Keller enrojeció ante el esfuerzo que hizo para no llorar.
– ¿Estaba en Washington? -le preguntó Jeffrey, aunque fue Rosen quien respondió.
– Brian está trabajando en una investigación muy delicada -le explicó.
Keller negó con la cabeza, como si eso no fuera nada.
– ¿Acaso eso importa ahora? -preguntó sin dirigirse a nadie en concreto-. Todo ese tiempo perdido, ¿y para qué?
– Puede que algún día tu trabajo sirva de ayuda a los demás -dijo ella, y Jeffrey percibió animosidad en su tono.
No debía de ser la primera vez que le echaba en cara a su marido que trabajara demasiado.
– Ese coche que hay ahí fuera, ¿era de Andy? -preguntó Jeffrey a Rosen.
Observó que Keller apartaba la mirada.
– Acabábamos de comprárselo. Para… no sé. Brian quería recompensarle por haber salido adelante.
En la frase quedaba implícito que Rosen no había estado de acuerdo con la decisión de su marido. El coche era un despilfarro, y los profesores no eran millonarios. Jeffrey calculó que probablemente él cobraba más que Keller, y su sueldo tampoco era una maravilla.
– ¿Solía ir en coche a la facultad? -preguntó Jeffrey.
– Era más cómodo ir andando -dijo Rosen-. A veces íbamos juntos.
– ¿Le contó adónde pensaba ir ayer por la mañana?
– Yo estaba en la clínica -respondió Rosen-. Supuse que se quedaría todo el día en casa. Cuando Lena llegó…
Pronunció el nombre de Lena con una familiaridad que a Jeffrey le hubiera gustado averiguar el porqué, pero no se le ocurrió la manera de introducir el tema en la conversación.
Jeffrey sacó su libreta y preguntó:
– ¿Andy trabajaba para usted, doctor Keller?
– Sí. No es que hiciera gran cosa, pero no quería que pasara mucho tiempo en casa solo.
– También ayudaba en la clínica -añadió Rosen-. Nuestra recepcionista no es muy de fiar. A veces Andy se encargaba de la recepción o trabajaba en los ficheros.