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– ¿Alguna vez tuvo acceso a información de los pacientes? -preguntó Jeffrey.

– Oh, nunca -dijo Rosen, como si la sola idea la alarmara-. Eso está bajo llave. Andy se encargaba de las facturas, de concertar citas, de las llamadas telefónicas. Ese tipo de cosas. -Le tembló la voz-. Sólo era para mantenerlo ocupado durante el día.

– Y lo mismo en el laboratorio -dijo Keller-. No estaba realmente cualificado para ayudar en la investigación. Ese trabajo lo hacen los estudiantes de postgrado. -Keller se irguió con las manos en las rodillas-. Sólo quería tenerle cerca para no perderlo de vista.

– ¿Les preocupaba que hiciera algo así? -preguntó Jeffrey.

– No -dijo Rosen-. Bueno, no sé. Quizá, de manera subconsciente, pensé que a lo mejor se lo estaba planteando. Últimamente se comportaba de manera muy extraña, como si ocultara algo.

– ¿Tiene idea de qué era?

– Imposible saberlo -dijo con auténtico pesar-. A esa edad los chicos son difíciles. Y las chicas también, por supuesto. Intentan hacer la transición entre la adolescencia y la edad adulta. Y los padres a veces son un lastre y otras una muleta donde apoyarse, según el día de la semana.

– O según si necesitan dinero o no -añadió Keller.

Los dos sonrieron ante el comentario, como si fuera un chiste compartido por ambos.

– ¿Tiene hijos, jefe Tolliver? -preguntó Keller.

– No.

Jeffrey se reclinó en la butaca. No le había gustado la pregunta. De joven, jamás pensó en tener hijos. Al enterarse de lo de Sara, no volvió a pensar en ello. Pero en el último caso en el que trabajó con Lena hubo algo que le hizo preguntarse qué se sentiría ejerciendo de padre.

– Te parten el corazón -dijo Keller en un ronco susurro, hundiendo la cabeza entre las manos.

Jill Rosen pareció entablar un mudo debate consigo misma antes de extender un brazo y acariciarle la espalda. Keller levantó los ojos, sorprendido, como si ella acabara de concederle un premio.

Jeffrey esperó un instante antes de preguntar:

– ¿Les dijo Andy si dejar las drogas le causaba algún problema? -Los dos negaron con la cabeza-. ¿Había algo o alguien que pudiera haberlo disgustado?

Keller se encogió de hombros.

– Se esforzaba muchísimo por forjar su propia identidad. -Movió la mano en dirección a la parte de atrás de la casa-. Por eso le dejábamos vivir encima del garaje.

– Últimamente le interesaba el arte -dijo Rosen. Señaló la pared que había detrás de Jeffrey.

– No está mal.

Jeffrey le echó un vistazo al lienzo, esforzándose para que su reacción sonara sincera. El cuadro mostraba, de manera bastante unidimensional, a una mujer desnuda tendida sobre una roca. Tenía las piernas abiertas, y sus genitales eran la única parte de la pintura en color, por lo que parecía tener un plato de lasaña entre los muslos.

– Tenía talento -afirmó Rosen.

Jeffrey asintió, pensando que sólo una madre engañada o el editor de la revista Screw [2] pensaría que el autor de ese cuadro tenía talento. Se volvió, y su mirada se encontró con Keller, quien tenía una expresión remilgada e incómoda que reflejaba la propia reacción de Jeffrey.

– ¿Andy se veía con alguien? -preguntó Jeffrey, pues aunque el cuadro era descriptivo, parecía que al muchacho se le habían pasado por alto algunas partes importantes.

– No que nosotros sepamos -respondió Rosen-. Nunca vimos salir a nadie de su habitación, pero el garaje está en la parte de atrás de la casa.

Keller le lanzó una mirada a su mujer antes de responder:

– Jill cree que tomaba drogas otra vez.

– Encontramos algo de material en su habitación -le dijo Jeffrey. No esperó a que Rosen formulara la pregunta obvia-. Recortes de papel de aluminio y una pipa. No hay manera de saber cuándo los utilizó por última vez.

Rosen se hundió en el sofá, y su marido la rodeó con el brazo, apretándola contra su pecho. Sin embargo, ella parecía ausente, y Jeffrey volvió a preguntarse por el estado de su matrimonio.

Jeffrey prosiguió.

– No había nada más en su habitación que indicara que tenía algún problema con las drogas.

– Tenía cambios bruscos de humor -dijo Keller-. A veces estaba muy melancólico. Triste. Era difícil saber si era por las drogas o su temperamento natural.

Jeffrey se dijo que ése era un buen momento para mencionar los piercings de Andy.

– Observé que llevaba un piercing en la ceja.

Keller puso los ojos en blanco.

– Eso casi mata a su madre.

– También llevaba uno en la nariz -añadió Rosen con desaprobación-. Creo que últimamente se había hecho algo en la lengua. No me lo enseñó, pero siempre lo estaba chupando.

– ¿Alguna otra cosa inusual? -insistió Jeffrey.

Keller y Rosen abrieron mucho los ojos en una expresión inocente. Keller habló por los dos:-¡No creo que se pueda poner un piercing en ninguna otra parte!

Jeffrey cambió de tema.

– ¿Qué me dicen del intento de suicidio de enero?

– Visto con perspectiva, no creo que realmente tuviera intención de matarse -dijo Keller-. Sabía que Jill encontraría la nota cuando se despertara. Lo calculó para que la hallara antes de que el acto fuera irremediable. -Hizo una pausa-. Creemos que intentaba llamar la atención.

Jeffrey esperó a que Rosen dijera algo, pero tenía los ojos cerrados y el cuerpo inclinado y apoyado en el de su marido.

– A veces sacaba las cosas de quicio -confesó Keller-. No pensaba en las consecuencias.

Rosen no replicó.

Keller negó con la cabeza.

– No sé, a lo mejor no debería decir algo así.

– No -susurró Rosen-. Es la verdad.

– Deberíamos habernos dado cuenta -insistió Keller-. Debió de enviarnos alguna señal.

La muerte ya es mala de por sí, pero los suicidios son especialmente horribles para los allegados. O bien se culpan por no haber visto algún indicio o se sienten traicionados por el egoísmo del difunto, que les ha dejado para que arreglen el estropicio. Jeffrey se imaginó que los padres de Andy Rosen se pasarían el resto de sus vidas intentando resolver el dilema.

Rosen se incorporó, limpiándose la nariz. Sacó otro pañuelo de papel de la caja y se secó los ojos.

– Me asombra que encontrara algo en el apartamento -dijo-. Andy era tan desordenado.

Había intentado mantener la calma, pero sus palabras parecieron remover de nuevo su dolor.

Rosen se derrumbó lentamente; la boca comenzó a temblarle mientras intentaba reprimir los sollozos, hasta que por fin se cubrió la cara con las manos.

Keller volvió a rodearla con el brazo, y la acercó contra su cuerpo.

– Lo siento mucho -dijo, enterrando el rostro en su pelo-. Debería haber estado aquí -dijo-. Debería haber estado aquí. Permanecieron así unos minutos, como si Jeffrey ya se hubiera marchado. Éste se aclaró la garganta.

– Creo que iré a echar un vistazo al apartamento, si no les importa.

Keller fue el único que alzó los ojos. Asintió y siguió consolando a su mujer. Rosen se desplomó contra él. Parecía una muñeca de trapo.

Jeffrey se dio la vuelta para marcharse, y se encontró cara a cara con el desnudo recostado de Andy. Había algo extrañamente familiar en esa mujer que no acababa de identificar.

Consciente de su ensimismamiento, salió de la casa. Quería seguir hablando con Keller y averiguar qué era exactamente lo que no quería decir delante de su esposa. También necesitaba interrogar de nuevo a Ellen Schaffer. A lo mejor distanciarse de la escena del crimen la había ayudado a hacer memoria. Jeffrey se detuvo delante del Mustang y de nuevo admiró sus líneas. Resultaba extraño que Keller lavara el coche poco después de la muerte de su hijo, aunque desde luego no era un delito. Quizá lo había hecho en honor de Andy. Quizás intentaba ocultar alguna prueba, aunque a él le costaba imaginar algo que pudiera relacionar el vehículo con el crimen. Aparte de la agresión a Tessa Linton, ni siquiera estaba seguro de que se hubiera cometido un asesinato.

Se agachó y pasó una mano por la superficie de rodadura de los neumáticos. La carretera que conducía al aparcamiento situado junto al puente estaba pavimentada, y en el aparcamiento había gravilla. Aunque se encontraran marcas de esa misma superficie de rodadura, Andy podría haber ido a ese lugar cientos de veces. Jeffrey sabía por los informes de los agentes que se trataba de uno de los lugares preferidos por las parejas para darse el lote.

Jeffrey se disponía a telefonear a Frank con el móvil cuando vio acercarse a Richard Carter con una gran cazuela en la mano. Richard dibujó una amplia sonrisa al ver a Jeffrey, pero la borró de su rostro de inmediato y adoptó una expresión más seria.

– Doctor Carter -dijo Jeffrey, esforzándose en parecer amable. Jeffrey tenía cosas más importantes que hacer que esquivar preguntas impertinentes que le permitieran a Richard hacerse el importante en el campus.

– He preparado un guiso para Brian y Jill. ¿Se apunta? -le preguntó.

Jeffrey se volvió hacia la casa, recordando el ambiente opresivo, el dolor que los padres estaban experimentando.

– Quizá no sea un buen momento.

A Richard se le ensombreció el semblante.

– Sólo quería ayudar.

– Están muy afectados -le dijo Jeffrey, pensando en cómo hacerle algunas preguntas acerca de Brian Keller sin que se notara demasiado. Sabiendo la manera de actuar de Richard, decidió abordar el tema desde otro ángulo-. ¿Era amigo de Andy? -preguntó, diciéndose que Richard no sería más de ocho o nueve años mayor que el muchacho.

– Dios mío, no -dijo Richard con una carcajada-. Era un alumno y, aparte de eso, era un repelente niño mimado.

Jeffrey ya había llegado a esa misma conclusión por su cuenta, pero le sorprendió la vehemencia de Richard.

– Pero ¿es muy amigo de Brian y Jill? -le preguntó.

– Oh, son estupendos -contestó Richard-. En el campus hay muy buen ambiente. Toda la facultad es como una pequeña familia.

– Ya -dijo Jeffrey-. Brian parece un hombre muy familiar.

– Oh, y lo es -asintió Richard-. Para Andy era el mejor padre del mundo. Ojalá yo hubiera tenido un padre como ése.

Había un dejo de curiosidad en su voz, y Jeffrey comprendió que Richard se había dado cuenta de que le estaba interrogando. Ser consciente de ello le hacía sentirse poderoso, y sonrió mientras esperaba a que Jeffrey le sonsacara algún chismorreo. Jeffrey no perdió el tiempo.

[2] Follar. (N. del T.)


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