– La del tipo A estaba en el cuchillo, en el escritorio y en el faldón de tu camisa.
Lena aguardó a que prosiguiera.
– No encontramos B negativo por ninguna parte. -Añadió-. Excepto en su oficina.
Contenía la respiración, y guardaba el aire en el pecho, preguntándose cuánto tiempo podría mantenerlo ahí.
– Lena… -comenzó Jeffrey. Para sorpresa de ella, se le quebró la voz, y antes de que humillara la vista hacia sus manos, Lena vio lo afectado que estaba-. No debí haberte esposado.
Lena se preguntó a qué se refería. No recordaba gran cosa de lo ocurrido después de la noche que había pasado con Ethan. -Habría llevado las cosas de otra manera, sólo con que… -Levantó la vista hacia ella, y sus ojos brillaban a la luz procedente del pasillo-. No sé.
Lena reprimió una tos. Deseaba beber más agua.
– Lena, dime qué pasó. Dime quién te hizo esto para que pueda castigarle.
Lena se lo quedó mirando. Se lo había hecho ella misma. ¿Qué más podía hacer Jeffrey que castigarla?
– No debería haberte esposado -repitió Jeffrey-. Lo siento.
Lena espiró lentamente, sintiendo dolor en las costillas.
– ¿Dónde está Ethan? -preguntó Lena.
Jeffrey se puso tenso.
– Sigue encerrado.
– ¿Bajo qué cargos?
– Violación de la libertad condicional -dijo Jeffrey, pero no entró en detalles.
– ¿Está muerto? -preguntó Lena, pensando en la última vez que había visto a Chuck.
– Sí -dijo Jeffrey-. Está muerto. -Volvió a mirarse las manos-. ¿Te lo hizo él, Lena? ¿Chuck te hizo daño?
Lena volvió a aclararse la garganta, y le dolió del esfuerzo.
– ¿Puedo irme a casa?
Jeffrey pareció pensárselo, pero, por lo que había dicho, Lena sabía que no podía retenerla.
– Sólo quiero irme a casa.
Pero la casa en la que pensaba no era el agujero que habitaba en la universidad. Pensaba en su verdadero hogar y en la vida que llevaba cuando vivía allí. Recordaba a la Lena que no agredía a los demás ni les obligaba a hacer cosas que no querían. La Lena buena. La que era antes de que Sibyl muriera.
– Nan Thomas está aquí. La llamé para que viniera a recogerte -le informó Jeffrey.
– No quiero verla.
– Lo siento, Lena. Te está esperando fuera, y no puedo permitir… no dejaré que te vayas sola a casa.
Nan condujo en silencio hasta la casa de Lena. No había manera de saber hasta qué punto estaba al corriente de lo sucedido. Pero en ese momento eso no le importaba a Lena lo más mínimo. Después de la tormenta de la noche anterior, había dejado de preocuparse.
Lena miraba por la ventanilla, pensando que hacía mucho tiempo que no iba en coche a esas horas. Habitualmente a esa hora estaba en la cama, a veces durmiendo, a veces mirando por la ventana a la espera de que llegara el día. No se sentía segura en ninguna parte.
Nan aparcó delante de su casa y apagó el motor. Introdujo las llaves de ignición dentro del parasol, y esbozó una sonrisa estúpida. Nan confiaba demasiado en la gente. Sibyl era igual, hasta que un maníaco la mató.
La casa que Sibyl y Nan habían comprado hacía unos cuantos años era un pequeño bungalow de los que abundaban por Heartsdale. A un lado había dos dormitorios y un baño al final del pasillo y, al otro, la cocina, el comedor y la sala de estar. El segundo dormitorio lo habían convertido en despacho para Sibyl, pero Lena no sabía para qué lo utilizaba ahora Nan.
Lena estaba en el pequeño porche, sujetándose a la pared para no caerse mientras Nan abría la puerta. Para ella el agotamiento se estaba convirtiendo en una forma de vida; otra cosa que había cambiado.
Tres breves bips del panel de alarma la saludaron cuando Nan abrió la puerta. Considerando lo poco que le preocupaba la seguridad a Nan, a Lena le sorprendió que tuviera una alarma. Nan debió de leerle el pensamiento.
– Lo sé -dijo, tecleando la fecha de nacimiento de Sibyl en el panel de seguridad-. Pensé que me sentiría más segura, después de lo de Sibyl… y de que tú…
– Sería mejor un perro -le sugirió Lena, sintiéndose enseguida culpable al ver el gesto de preocupación de Nan-. El ruido de la alarma también asusta a la gente.
– Los primeros días se disparaba continuamente. La señora Moushey, que vive al otro lado de la calle, casi sufre un ataque al corazón.
– Estoy segura de que es útil -le dijo Lena.
– No sé por qué, pero no te creo.
Lena se apoyó con las manos en el respaldo del sofá, diciéndose que no tenía fuerzas para una conversación tan intranscendente.
Pareció que Nan había adivinado sus pensamientos.
– ¿Tienes hambre? -le preguntó, encendiendo las luces mientras cruzaban el comedor para dirigirse a la cocina.
Lena negó con la cabeza, pero Nan no la vio.
– ¿Lena?
– No -dijo Lena.
Pasó los dedos por el sofá mientras se dirigía al cuarto de baño. La medicación le daba calambres, y sentía un ardor que podía ser una infección urinaria.
El cuarto de baño era estrecho, con azulejos blancos y negros en el suelo. La parte superior de las paredes estaba rodeada de madera con molduras, y la inferior de azulejo blanco. En el botiquín, cuyo espejo estaba torcido, había una foto de Sibyl enganchada en el marco. Lena se miró al espejo, y a continuación a Sibyl, y comparó las dos imágenes. Lena parecía diez años mayor, aun cuando la foto de Sibyl había sido tomada un mes antes de ser asesinada. Lena tenía el ojo izquierdo hinchado, y el corte era de un rojo intenso y estaba sensible al tacto. Tenía el labio partido en el medio, y arañazos y lo que parecía un moratón gigante en torno al cuello. No era de extrañar que le costara hablar. Probablemente tenía la garganta en carne viva.
– ¿Lena? -preguntó Nan llamando a la puerta.
Lena abrió, pues no quería que Nan se preocupara.
– ¿Te apetece un té? -preguntó Nan.
Lena iba a decir que no, pero pensó que le aliviaría la garganta. Asintió.
– ¿Menta Digestiva u Oso Soñoliento?
Lena estuvo a punto de echarse a reír, porque, después de lo que había ocurrido, le parecía ridículo que Nan estuviera en la puerta preguntándole si quería Menta Digestiva u Oso Soñoliento.
Nan sonrió.
– Lo decidiré por ti. ¿Quieres cambiarte?
Lena aún llevaba el uniforme que le habían dado en la cárcel, pues sus ropas habían sido archivadas como pruebas.
– Aún guardo algunas cosas de Sibyl, si las quieres…
Las dos parecieron darse cuenta al mismo tiempo de que ninguna de ellas se sentiría cómoda si Lena se ponía la ropa de Sibyl.
– Tengo un pijama que te irá bien -dijo Nan.
Entró en su dormitorio y Lena la siguió. Junto a la cama había más fotos de Sibyl y el osito de ésta cuando era pequeña. Nan la observó.
– ¿Qué? -preguntó Lena, apretando la boca, procurando que no se le volviera abrir la herida del labio.
Nan se acercó al armario y se puso de puntillas para rebuscar en el estante superior. Sacó una pequeña caja de madera.
– Esto era de mi padre -dijo Nan, abriendo la caja.
Una pistola mini Glock reposaba dentro del interior de terciopelo, ahuecado con la forma del arma. Al lado había un cargador lleno.
– ¿Qué haces con eso? -le preguntó Lena, ansiosa por sacar el arma de la caja sólo para sentir su peso.
No tenía una pistola en la mano desde que dimitiera de la policía.
– Mi padre me la regaló después de la muerte de Sibyl -dijo Nan, y Lena se dio cuenta de que ni siquiera sabía que el padre de Nan estuviera vivo.
– Es policía. Igual que el tuyo.
Lena tocó el metal frío, y le gustó el tacto.
– No sé utilizarla -dijo Nan-. No soporto las armas.
– Sibyl también las detestaba -dijo Lena, aunque seguramente Nan sabía que a Calvin Adams, su padre, lo habían matado de un tiro tras dar el alto a un coche en la carretera.
Nan cerró la caja y se la entregó a Lena.
– Quédatelo si te hace sentir más segura.
Lena cogió la caja y se la llevó al pecho.
Nan se acercó al tocador y sacó un pijama color azul pastel.
– Sé que no es tu estilo, pero está limpio.
– Gracias -dijo Lena, agradeciendo el esfuerzo.
Nan salió y cerró la puerta. Lena sintió deseos de correr el pestillo, pero se dijo que Nan podía oír el ruido y tomárselo a mal. Se sentó en la cama y abrió la caja de madera. Pasó el dedo por el cañón de la pistola, de la misma manera que había pasado los dedos por la polla de Ethan. Sacó la pistola de la caja, y metió el cargador. La fibra de vidrio que llevaba en la izquierda le dificultaba el movimiento, y cuando tiró de la guía para meter una bala en la recámara, la pistola casi le resbaló de la mano.
– Maldita sea -dijo, apretando el gatillo varias veces sólo para oír el chasquido.
Por costumbre, Lena sacó el cargador antes de volver a poner la pistola en la caja. Con cierta dificultad, consiguió ponerse el pijama azul. Le dolían tanto las piernas que no quería moverlas, pero sabía que el movimiento era la única manera de combatir el agarrotamiento y el dolor.
Cuando entró en la cocina, Nan estaba sirviendo el té. Sonrió a Lena, esforzándose por no reír, y Lena bajó la mirada al perro azul oscuro de dibujos animados que había en el bolsillo de la chaqueta.
– Lo siento -se disculpó Nan entre risitas-. Nunca imaginé que te pondrías algo así.
Lena esbozó una sonrisa, y sintió que se le volvía a abrir el labio. Colocó la caja sobre la mesa. La pistola no servía de nada si no podía meter una bala en la recámara, pero tenerla cerca la hacía sentirse segura.
Nan observó la pistola.
– Bueno, te sienta mejor a ti que a mí -dijo.
Lena sintió cierta desazón y decidió dejar las cosas claras.
– No soy homosexual, Nan.
Nan reprimió una sonrisa.
– Y aunque lo fueras, Lena, en el momento de mi vida en que me encuentro ni se me ocurriría pensar que nadie pueda reemplazar a tu hermana.
Lena apretó la silla con las manos; no quería hablar de Sibyl. Sacarla a relucir en ese momento sería como hacerle saber lo que había pasado. Lena sintió una desgarradora vergüenza ante la idea de que Sibyl llegara a enterarse de lo que le había pasado. Por primera vez, Lena se alegró de que su hermana hubiera muerto.
– Es tarde -afirmó Lena, mirando el reloj de la pared-. Siento haberte metido en esto.
– Oh, no te preocupes -dijo Nan-. No está mal acostarse después de medianoche, para variar. Me he acostado a las nueve y media, como una señora, desde que Sibyl…