– No deberías haberla esposado.
– ¿Acaso debo pasar por alto el hecho de que podría haber matado a alguien sólo porque siento lástima por ella?
– ¿La sientes?
– Claro que sí -dijo Jeffrey-. ¿Crees que me gusta verla así? Cristo.
– Pudo haber sido en defensa propia.
– Eso ha de decidirlo su abogado -contestó Jeffrey y, aunque su tono era desabrido, Sara supo que tenía razón-. No puedo permitir que mis sentimientos interfieran en mi trabajo. Y tú tampoco deberías.
– Supongo que no soy tan profesional como tú.
– Eso no es lo que he dicho.
– El ochenta por ciento de mujeres violadas experimentan una segunda agresión en algún momento de sus vidas -dijo Sara-. ¿Lo sabías?
El silencio de Jeffrey contestaba a su pregunta.
– En lugar de acusarla de asesinato, deberías estar buscando al que la violó.
Jeffrey se encogió de hombros.
– ¿Es que no la has oído? -preguntó, con tanta desconsideración que Sara casi le abofeteó-. No la violaron. Se cayó.
Sara abrió la puerta con violencia. No quería seguir hablando con él. Mientras se dirigía hacia el depósito, sintió que Jeffrey la estaba mirando, pero no le importó. Tanto daba lo que revelara la autopsia, jamás podría perdonar a Jeffrey por haber esposado a Lena a la cama. Tal como se sentía ahora, le importaba un bledo que no volvieran a dirigirse la palabra.
Se acercó a las radiografías, sin verlas. Sara se concentró en su respiración, intentando fijar su mente en la tarea que le aguardaba. Cerró los ojos, apartó a Tessa de su pensamiento y a Ethan White de su memoria. Cuando le pareció que se había recuperado, abrió los ojos y volvió a la mesa.
Chuck Gaines era un hombre grande, de hombros anchos y poco pelo en el pecho. No había heridas defensivas en los brazos, por lo que debían de haberle pillado por sorpresa. Tenía un gran tajo en el cuello, de un rojo vivo, y las arterias y tendones colgaban como zarcillos de una parra. Sara vio que las vértebras cervicales estaban dislocadas.
– Ya le he pasado la luz negra -dijo Sara. Una luz negra revelaba los fluidos del cuerpo y mostraba si había habido actividad sexual reciente-. Está limpio.
– Pudo haberse puesto un condón -dijo Jeffrey.
– ¿Encontrasteis alguno en la escena del crimen?
– Lena se lo habría quitado.
Bajó la luz de un tirón, para que se supiera lo irritada que estaba. Enfocó la luz para ver mejor la zona de alrededor de la herida.
– Hay una marca superficial -dijo, indicando el corte que no había conseguido penetrar.
Quienquiera que había apuñalado a Chuck, había necesitado un primer intento antes de rasgarle la piel.
– Por tanto -conjeturó Jeffrey-, no era una persona fuerte.
– Se necesita mucha fuerza para cortar el cartílago y el hueso -replicó Sara.
Deseaba que Jeffrey dejara de hacer comentarios, aunque sin querer llamarle la atención delante de Frank. Probablemente, ésa era la razón por la que Jeffrey había traído a Frank.
– ¿Tienes el arma? -preguntó Sara.
Jeffrey levantó una bolsa de plástico que contenía un cuchillo de caza de quince centímetros cubierto de sangre.
– La funda estaba en el cuarto de Lena. El cuchillo encaja perfectamente.
– ¿No buscasteis nada más?
Jeffrey no se inmutó ante la indirecta.
– Registramos su habitación y la de White. Ésta era la única arma. -Y añadió-: De cualquier clase.
Sara estudió el cuchillo. La hoja estaba serrada por un lado y afilada por el otro. Había polvo para huellas negro en el mango, y Sara vio el borroso perfil de la huella de sangre que habían sacado con la cinta. Aparte de eso, no había mucha sangre en el arma. O bien el asesino lo había limpiado o ése no era el cuchillo. Sara hizo una fundada conjetura de cuál era el caso, pero quiso asegurarse antes de decir nada definitivo.
Se puso los guantes. El cadáver sólo presentaba otra señal: una penetrante puñalada sobre el pecho izquierdo. La hendidura era lo bastante grande para que cupiera la hoja del cuchillo que le había mostrado Jeffrey, pero los bordes no habían sido provocados por una navaja serrada. El atacante de Chuck probablemente le había cortado el cuello y luego le había apuñalado en el pecho. La herida del pecho había sido hecha en ángulo, lo que indicaba que el agresor estaba de pie, a más altura que Chuck, cuando se la hizo.
– ¿No es el mismo sitio donde apuñalaron a Tessa? -preguntó Jeffrey.
Sara no hizo caso de la pregunta.
– ¿Puedes ayudarme a ponerlo de lado?
Jeffrey cogió un par de guantes del dispensador de la pared. Frank se ofreció.
– ¿Queréis que os ayude?
– No -dijo Sara-. Gracias.
Frank se dio unos golpecitos en el pecho, visiblemente aliviado. Sara se dio cuenta de que la piel, de los nudillos tenía cortes y magulladuras. Frank vio que ella se había dado cuenta, y se metió la mano en el bolsillo con una sonrisa de disculpa.
– ¿Lista? -preguntó Jeffrey. Sara asintió, esperando.
Como la cabeza de Chuck estaba prácticamente separada del cuerpo, moverle era una tarea difícil. Para complicar aún más las cosas, el cadáver aún estaba rígido. Las piernas resbalaron hacia el borde de la mesa, y Sara tuvo que reaccionar rápidamente para impedir que el cadáver cayera al suelo.
– Lo siento -se disculpó Jeffrey.
– No pasa nada -dijo Sara, y la cólera que había experimentado hasta ahora desapareció. Señaló la bandeja-. ¿Puedes pasarme el escalpelo?
Jeffrey sabía que eso no era lo habitual.
– ¿Qué estás buscando? -preguntó.
Sara calculó la trayectoria de la hoja antes de hacer una pequeña incisión en la espalda de Chuck, debajo del hombro izquierdo.
– ¿La única arma que encontraste fue el cuchillo? -preguntó Sara para aclarar ese punto, señalando otro instrumento de la bandeja.
– Sí -dijo Jeffrey, entregándole unas pinzas de acero inoxidable.
Sara hundió las pinzas en la herida, hurgando con la punta hasta que encontró lo que buscaba.
– ¿Qué estás haciendo? -quiso saber Jeffrey. Como respuesta, Sara sacó un trozo de metal.
– ¿Qué es esto? -preguntó Frank. Jeffrey parecía mareado.
– La punta del cuchillo -dijo. -Se rompió al chocar contra el omóplato -informó Sara. La perplejidad de Frank era evidente.
– El cuchillo de Lena no estaba roto. -Cogió la bolsa de plástico-. La punta ni siquiera está doblada.
Jeffrey estaba pálido, y su expresión afligida hizo que Sara lamentara todo lo que le había dicho antes.
– ¿Qué demonios está pasando? -preguntó Frank.
– No se trataba del cuchillo de Lena -dijo Jeffrey, la voz ronca por la emoción-. No fue Lena.
Lena se despertó sobresaltada, incorporándose con la ayuda de las dos manos. Le dolían las costillas cada vez que respiraba, y la muñeca le palpitaba, a pesar de que se la habían inmovilizado con fibra de vidrio. Se incorporó, miró a su alrededor, en torno a la pequeña celda, e intentó recordar cómo había llegado hasta allí.
– No pasa nada -dijo Jeffrey.
Estaba sentado en el camastro, delante de ella, los codos sobre las rodillas, las manos entrelazadas delante de él. Estaba en el calabozo de la prisión provisional, separada de los que se hallaban a la espera de juicio. La celda era oscura, y la única luz procedía de la cabina de vigilancia que había al final del pasillo. La puerta de la celda estaba abierta, pero Lena no sabía cómo interpretarlo.
– Tienes que tomarte la otra píldora -le dijo Jeffrey. Junto a él, en la cama, había una bandeja metálica con un vaso de plástico y dos píldoras. Jeffrey lo cogió y se lo ofreció como si fuera un camarero-. La pequeña es para que no sientas náuseas.
Lena se llevó las píldoras a la boca y las engulló con un trago de agua fría. Intentó volver a poner el vaso en la bandeja, pero le falló la coordinación y tuvo que hacerlo Jeffrey. El agua se le derramó sobre los pantalones, pero no pareció darse cuenta.
Lena se aclaró la garganta varias veces antes de preguntar:
– ¿Qué hora es?
– Las doce menos cuarto -dijo Jeffrey.
«Quince horas», se dijo Lena. Llevaba quince horas bajo custodia.
– ¿Puedo traerte algo? -preguntó Jeffrey. La luz le dio en la cara cuando se inclinó para dejar la bandeja en el suelo, y Lena vio que apretaba la mandíbula-. ¿Te encuentras bien?
Ella intentó encogerse de hombros, pero los tenía demasiado sensibles. Las partes de su cuerpo que no estaban insensibles le dolían y las sentía agarrotadas. Hasta los párpados le dolían al cerrarlos.
– ¿Cómo va el corte de la mano?
Lena se miró el dedo índice, que le sobresalía de la fibra de vidrio. Se preguntó cuánto tiempo habría pasado desde que se cortó intentando volver a colocar la parrilla del aire acondicionado. Había transcurrido una eternidad. Ya ni tan sólo era esa persona.
– ¿Fue así como manchaste de sangre el cuchillo? -preguntó Jeffrey, inclinándose de nuevo hacia la luz-. ¿Cuándo te cortaste la mano?
Lena se aclaró la garganta, pero eso hizo que le doliera más. Tenía la voz rasposa, poco más que un susurró.
– ¿Me das un poco de agua?
– ¿Quieres algo más fuerte? -preguntó Jeffrey.
Ella le estudió, esforzándose por comprender qué pretendía. Ahora Jeffrey estaba jugando al policía bueno, y Lena necesitaba tan desesperadamente alguien que fuera amable con ella que tanto le daba que sus atenciones fueran falsas. Se moría de ganas de contarle a alguien lo que había pasado, pero su mente era incapaz de pensar las palabras que su boca necesitaría pronunciar.
– Empecemos con agua, ¿vale? -le dijo mientras le acercaba el vaso.
Lena bebió, alegrándose de que el agua estuviera fría. Jeffrey debía de haberla traído de la nevera que había en el vestíbulo principal.
Ella le entregó el vaso y se apoyó contra la pared. Le dolía la espalda, pero el bloque de cemento era sólido y le daba seguridad. Bajó la vista hacia la fibra de vidrio, que comenzaba debajo de los dedos y se detenía a mitad del brazo. Al mover los dedos, el brazo le tembló.
– Probablemente se te está pasando el efecto del analgésico -le dijo Jeffrey-. ¿Quieres más? Puedo decirle a Sara que te recete algo.
Lena negó con la cabeza, aunque lo único que quería era no sentir nada.
– Chuck es B negativo -dijo Jeffrey-. Tú eres del tipo A.
Lena asintió. Las pruebas de ADN tardarían una semana, pero en el hospital podían determinar el tipo de sangre.