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– ¿Quién te ha hecho esto? -preguntó Sara.

Lena se aclaró la garganta, mirando al suelo. Cuando intentó hablar, su voz apenas era un susurro.

– Me caí.

Sara se llevó una mano al pecho.

– Lena -dijo-. Te han violado.

– Me caí -repitió Lena.

La mano aún le temblaba.

Jill Rosen cruzó la sala y mojó una toallita de papel en el fregadero. Volvió junto a Lena y se la pasó por la cara y el cuello.

– ¿Te lo ha hecho Ethan? -preguntó Sara.

Lena negó con la cabeza mientras Rosen intentaba limpiarle la sangre.

– Ethan no me ha hecho nada -dijo Lena.

Rosen le puso la toallita en la nuca. Quizás estaba borrando alguna prueba, pero a Sara no le importó.

– Lena -dijo Sara-, no pasa nada. No volverá a hacerte daño. Lena cerró los ojos, pero dejó que Rosen le limpiara la barbilla.

– No me ha hecho daño -insistió.

– Esto no es culpa tuya -dijo Sara-. No tienes por qué protegerle.

Lena mantenía los ojos cerrados.

– ¿Te lo hizo Chuck? -preguntó Sara.

Rosen levantó la mirada, perpleja.

– ¿Fue Chuck -repitió.

– No he visto a Chuck -susurró Lena.

Sara se sentó en el borde de la cama, procurando comprender.

– Lena, por favor.

Ella le giró la cara. Le resbaló la bata, y Sara pudo ver la señal de un profundo mordisco sobre el seno derecho.

Rosen habló por fin.

– ¿Chuck te hizo daño?

– No debería haberla llamado -le contestó Lena.

A Rosen se le humedecieron los ojos mientras le pasaba un mechón de pelo por detrás de la oreja. Probablemente se veía a sí misma veinte años atrás.

– Por favor, váyase -pidió Lena.

Rosen miró a Sara como sino acabara de confiar en ella.

– Tienes derecho a que alguien te acompañe -dijo Rosen.

Al trabajar en el campus, la mujer debía de haber recibido llamadas como ésa anteriormente. Conocía el procedimiento, aunque nunca lo hubiera utilizado en su caso.

– Por favor, váyase -repitió Lena, los ojos aún cerrados, como si pudiera alejarla por su fuerza de voluntad.

Rosen abrió la boca para decir algo pero calló. Se fue enseguida, como un prisionero que huye.

Lena seguía con los ojos cerrados. Tragó saliva y tosió.

– Parece como si tuvieras la tráquea magullada -le dijo Sara-. Si tienes alguna lesión en la laringe… -Sara se interrumpió, preguntándose si Lena la estaba escuchando.

Apretaba tanto los ojos que parecía querer borrar el mundo.

– Lena -dijo Sara, acordándose de nuevo del bosque y de Tessa-, ¿te cuesta respirar?

Casi de manera imperceptible, Lena negó con la cabeza.

– ¿Te importa si te la palpo? -preguntó Sara, pero no esperó la respuesta.

Con tanta suavidad como le fue posible, Sara tocó la piel que rodeaba la laringe de Lena, por si había bolsas de aire.

– Sólo está magullada. No hay fractura, pero te dolerá un tiempo.

Lena volvió a toser, y Sara le trajo un vaso de agua.

– Despacio -le dijo, inclinando el fondo del vaso, Lena volvió a toser, y paseó la mirada por la habitación como si no recordara haber llegado allí.

– Estás en el hospital -dijo Sara-. ¿Te hizo daño Chuck y Ethan se enteró? ¿Es eso lo que pasó?

Lena tragó saliva con una mueca de dolor.

– Me caí.

– Lena -musitó Sara, sintiendo una tristeza tan grande que apenas podía hablar-. Dios mío, por favor, dime qué pasó.

Lena no levantó la cabeza, pero empezó a farfullar.

– ¿Qué? -preguntó Sara.

Lena se aclaró la garganta y abrió los ojos. Los vasos sanguíneos estaban rotos, y unos diminutos puntos rojos salpicaban el blanco.

– Quiero darme una ducha -dijo.

Sara miró el kit de muestreo posviolación que había en la repisa. No se sentía capaz de hacerlo otra vez. Era demasiado para una sola persona. La manera en que Lena estaba allí sentada, desamparada, esperando a que Sara hiciera lo que tuviera que hacer, le partía el corazón.

Lena debió de intuir su turbación.

– Por favor, acaba de una vez -susurró-. Me siento muy sucia. Quiero ducharme.

Sara se obligó a apartarse de la cama y a dirigirse a la repisa. Cuando comprobó si había película en la cámara se sentía como atontada.

Siguiendo el procedimiento, Sara le preguntó:

– ¿Has tenido relaciones sexuales consentidas en las últimas veinticuatro horas?

Lena asintió.

– Sí.

Sara cerró los ojos.

– ¿Relaciones sexuales consentidas? -repitió.

– Sí.

Sara intentó mantener un tono formal.

– ¿Te has lavado la vagina o duchado desde la agresión?

– No fui agredida.

Sara se acercó y se quedó delante de Lena.

– Puedo darte una píldora -dijo-. Como la que te di la otra vez.

A Lena aún le temblaba la mano, se la frotaba contra la sábana de la cama.

– Es un anticonceptivo de emergencia.

Lena movió los labios sin hablar.

– Se la llama píldora del día después. ¿Te acuerdas de cómo funciona?

Lena asintió, pero Sara se lo explicó de todos modos.

– Tienes que tomarte una ahora y otra dentro de doce horas. Te daré algo para las náuseas. ¿Tuviste muchas náuseas la última vez?

Tal vez Lena asintió, pero Sara no estaba segura.

– Puede que sientas calambres, mareos o que tengas pérdidas de sangre.

Lena la interrumpió.

– Entendido.

– ¿Entendido? -preguntó Sara.

– Entendido -repitió Lena-. Sí. Dame las píldoras.

Sara estaba en su oficina del depósito, sentada con la cabeza entre las manos, el teléfono aprisionado entre la oreja y el hombro mientras escuchaba sonar el móvil de su padre.

– ¿Sara? -preguntó Cathy, preocupada-. ¿Dónde estás?

– ¿No oíste mi mensaje?

– No sabemos oír los mensajes -dijo su madre, como si fuera evidente-. Empezábamos a estar preocupados.

– Lo siento, mamá -se disculpó Sara, mirando el reloj del depósito. Les había dicho a sus padres que los llamaría al cabo de una hora-. Chuck Gaines ha sido asesinado.

Cathy se quedó tan atónita que dejó de preocuparse.

– ¿El chico que se comió tu trabajo manual de macarrones en tercero?

– Sí -contestó Sara.

Su madre siempre se acordaba de los compañeros de infancia de Sara por las estupideces que habían hecho.

– Eso es horrible -dijo Cathy, sin pensar que la muerte de Chuck pudiera tener alguna relación con el apuñalamiento de Tessa.

– Tengo que practicarle la autopsia, y he tenido muchas cosas que hacer.

Sara no quiso contarle a su madre lo de Lena Adams ni lo ocurrido en el hospital. Aun cuando lo intentara, Sara no creía poder expresar sus sentimientos. Se sentía vulnerable y desamparada y lo único que quería en ese momento era estar con su familia.

– ¿Podrás venir por la mañana? -le preguntó Cathy, con un extraño tono de voz.

– Iré esta noche, en cuanto pueda -dijo Sara, pensando que nunca había querido dejar su ciudad tanto como ahora-. ¿Tess está bien?

– Está a mi lado -dijo Cathy-. Hablando con Devon.

– ¿Y eso es bueno o malo? -preguntó Sara.

– Probablemente lo primero -respondió crípticamente Cathy.

– ¿Y papá?

Cathy esperó unos instantes antes de contestar.

– Está bien -dijo con poca convicción.

Sara intentó reprimir las lágrimas. Se sentía incapaz de moverse. La tensión añadida de tener que preocuparse por las relaciones con su padre era un pesado lastre.

– ¿Hija? -preguntó Cathy.

Sara vio la sombra de Jeffrey proyectarse sobre su escritorio. Levantó la mirada, pero no hacia él. A través de la ventana vio a Frank y a Carlos hablando junto al cadáver.

– Jeff está aquí, mamá. Tengo que ponerme a trabajar.

Cathy aún parecía preocupada, pero dijo:

– Muy bien.

– Vendré en cuanto pueda -afirmó Sara, y colgó.

– ¿Le pasa algo a Tess? -preguntó Jeffrey.

– Necesito verla -dijo Sara-. Necesito estar con mi familia.

Jeffrey captó la insinuación de que eso no le incluía a él.

– ¿Vamos a hablar de esto ahora?

– La esposaste -dijo Sara, entre dolida e indignada-. No puedo creer que la esposaras.

– Es una sospechosa, Sara.

Miró a su espalda. Frank consultaba su cuaderno, pero Sara sabía que podía oír todo lo que decían. Sin embargo, levantó la voz para asegurarse.

– La han violado, Jeffrey. No sé quién, pero la han violado, y tú no deberías haberla esposado.

– Está implicada en la investigación de un asesinato.

– No iba a escaparse estando en el hospital.

– No era por eso.

– ¿Por qué, entonces? -preguntó, sin levantar la voz-. ¿Para torturarla? ¿Para hacerla confesar?

– Ése es mi trabajo, Sara. Hacer confesar a la gente.

– Estoy segura de que te cuentan muchas cosas para que no sigas pegándoles.

– Deja que te diga algo, Sara. Los tipos como Ethan White sólo entienden un lenguaje.

– Oh, ¿me perdí la parte en que te contó lo que querías saber?

Jeffrey se la quedó mirando, esforzándose por no gritar.

– ¿No podemos volver a como estaban las cosas esta mañana?

– Esta mañana no habías esposado a la víctima de una violación a una cama de hospital.

– No soy yo el que está ocultando pruebas.

– Eso no es ocultar pruebas, idiota. Es proteger a un paciente. ¿Qué te parecería que alguien utilizara mi reconocimiento posviolación para incriminarme?

– ¿Incriminarte? -preguntó Jeffrey-. Sus huellas están en el arma del crimen. Tiene todo el aspecto de que alguien le diera una paliza. Su novio tiene una ficha policial tan larga como mi polla. ¿Qué otra cosa voy a pensar? -Hizo un visible esfuerzo por controlarse-. No puedo hacer mi trabajo según tus gustos.

– No -dijo ella, poniéndose en pie-. Ni según lo que se entiende por decencia.

– No sé…

– No seas estúpido -masculló Sara entre dientes, cerrando la puerta de un portazo. Ya no quería que Frank siguiera oyéndoles-. Viste el aspecto que tenía, lo que él le había hecho. Ya debes de tener las fotos. ¿Viste las laceraciones en las piernas? ¿Viste la señal del mordisco en el pecho?

– Sí -dijo Jeffrey-. Vi las fotos. Las vi.

Negó con la cabeza, como si deseara no haberlas visto.

– ¿Crees realmente que ella mató a Chuck?

– Nada relaciona a White con la escena del crimen. Dame algo que lo incrimine. Dame algo que no sean las huellas de sangre de Lena en el arma.

Sara no podía obviar ese punto.

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