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Sara cogió una oblea de papel estéril con unas pinzas y la acercó a la boca de White.

– Necesito que mojes esto de saliva.

– Soy no secretor.

Sara mantuvo las pinzas inmóviles hasta que él por fin sacó la lengua y pudo colocarle el papel en la boca. Al cabo de unos instantes, Sara sacó la oblea y la catalogó como prueba.

Siguió con el procedimiento y le preguntó:

– ¿Quieres un poco de agua?

– No.

Mientras proseguía con sus manipulaciones, Sara sentía que los ojos de White seguían todos sus movimientos. Incluso cuando estaba en la repisa, de espaldas a él, percibía su mirada, como un tigre a punto de atacar.

Se le contrajo la garganta cuando comprendió que no podía seguir posponiendo el momento de tocarle. Bajo los guantes, sentía su piel cálida, los músculos tensos y duros. Sara llevaba años sin sacar sangre a nadie que no fuera un cadáver, y no encontraba la vena.

– Lo siento -dijo tras el segundo intento.

– No pasa nada -la disculpó White, con un tono afable que contradecía el odio de sus ojos.

Utilizando una cámara de treinta y cinco milímetros, Sara filmó lo que parecían heridas defensivas en el antebrazo izquierdo. En la cabeza y en el cuello tenía cuatro arañazos superficiales, y una hendidura en forma de media luna, probablemente a causa de una uña, detrás de la oreja izquierda. Tenía magullada la zona en torno a los genitales, y el glande rojo e irritado. En la nalga izquierda había un pequeño arañazo, y otro más grande en la zona lumbar. Sara hizo que Jeffrey acercara una regla a las heridas mientras ella las fotografiaba una a una con una lente macro.

– Necesito que te tiendas sobre la mesa -le pidió Sara.

Se dirigió a la repisa, dándole la espalda. Desdobló una pequeña hoja de papel blanco y dio media vuelta.

– Incorpórate para que pueda ponerte esto debajo -dijo.

Ethan volvió a obedecerle, sin apartar los ojos de su rostro. Cuando le pasó el peine por el vello púbico aparecieron varios pelos ajenos. Las raíces aún estaban pegadas al tallo, lo que indicaba que había sido arrancado del cuerpo. Con unas tijeras afiladas, le cortó una zona enmarañada de vello de la parte interior del muslo, dejándola caer en un sobre y etiquetándola con la información apropiada.

Utilizó un hisopo húmedo para obtener muestras de fluidos secos del pene y el escroto, apretando tanto las mandíbulas que le dolieron los dientes. Le rascó las uñas de las manos y de los pies, fotografiando una uña rota del índice de la mano derecha. Cuando acabó el examen, la repisa estaba llena de pruebas que o se secaban con aire frío en el secador de muestras o se recogían en bolsas de papel para pruebas, que Sara había sellado y etiquetado con una mano que ya no temblaba.

– Ya está -dijo Sara, sacándose los guantes y dejándolos sobre la repisa.

Abandonó la sala con paso ligero, sin correr. Brad y Keller aún estaban en el pasillo, pero pasó junto a ellos sin decir palabra.

Sara regresó a la sala de reconocimiento vacía, y el miedo y la cólera invadiendo cada centímetro de su cuerpo. Se inclinó sobre el fregadero y abrió el grifo para echarse agua fría en la cara. La bilis se le pegaba a la garganta. Tragó agua, con la esperanza que no le diera angustia. Aún sentía los ojos de Ethan a su espalda, hundiéndose en su carne como un hierro candente. Aún podía oler el aroma a jabón que emanaba el cuerpo de Ethan, y, cuando cerró los ojos, vio la leve erección que había tenido cuando le pasó el hisopo por el pene y le peinó el vello púbico.

Sara cerró el grifo. Se estaba secando las manos con una toalla de papel cuando de pronto se dio cuenta de que se encontraba en la misma sala que había utilizado para examinar a Lena tras ser violada. Ésa era la mesa en que se había echado Lena. Ésa era la repisa donde había colocado las muestras de Lena, al igual que había hecho con las de Ethan White.

Sara se rodeó la cintura con los brazos, miró fijamente la sala, procurando no dejarse engullir por los recuerdos.

Al cabo de unos minutos, Jeffrey llamó a la puerta y entró. Se había quitado la americana, y Sara vio el revólver enfundado.

– Podrías haberme avisado -dijo, y se le hizo un nudo en la garganta-. Podrías habérmelo dicho.

– Lo sé.

– ¿Así es como te vengas de mí? -preguntó Sara, consciente de que iba a ponerse a llorar o a chillar.

– No ha sido venganza -dijo Jeffrey.

Sara no supo si creerle. Se llevó la mano a la boca, intentando reprimir un sollozo.

– Joder, Jeff.

– Lo sé.

– No sabes nada -dijo Sara, en un tono muy alto-. Dios mío, ¿has visto esos tatuajes?- Sara no le dejó responder-. Lleva una esvástica… -No pudo continuar-. ¿Por qué no me avisaste?

Jeffrey se quedó callado.

– Quería que lo vieras -dijo-. Quería que supieras a qué nos enfrentamos.

– ¿Y no podías habérmelo dicho? -le preguntó, abriendo el grifo otra vez. Ahuecó la mano para coger agua y quitarse el mal gusto de la boca-. ¿Por qué has tardado tanto? -le preguntó, recordando cómo había golpeado a Ethan, estrellando su cabeza contra la pared-. ¿Has vuelto a pegarle?

– En primer lugar, no le he pegado.

– ¿Que no le has pegado? Le sangraba la nariz, Jeffrey. La sangre era fresca.

– Te he dicho que no le he pegado.

Sara le agarró las manos, buscándole cortes o magulladuras en los nudillos. Estaban limpios, pero le preguntó:

– ¿Dónde está tu anillo de promoción?

– Me lo quité.

– Nunca te lo quitas.

– Me lo quité el domingo. Antes de ir a hablar con tus padres.

– ¿Por qué?

Transigió, furioso.

– Porque tenía sangre, Sara. ¿Entendido? Sangre de Tess.

Ella dejó caer la mano. Le hizo la pregunta que no se había permitido formular mientras estaba en la misma habitación que White.

– ¿Crees que pudo apuñalar a Tessa?

– No tiene coartada para el domingo. Al menos no una sólida.

– ¿Dónde estaba?

– Dice que en la biblioteca -contestó Jeffrey-. Nadie recuerda haberle visto. Pudo haber estado en el bosque. Pudo haber matado a Andy, y luego esperar a ver qué pasaba.

Sara asintió para que prosiguiera.

– No esperaba a Tessa. Ella apareció y él aprovechó la situación.

Sara volvió a agarrase a la repisa y cerró los ojos, intentando asociar el hombre de la sala de al lado con el que apuñaló a Tessa. Sara había estado en presencia de un asesino, y lo que más le había sorprendido es que fuera tan normal, tan vulgar. Con la ropa puesta, también lo parecía. Podía pasar por un chaval cualquiera del campus. Podría haber sido uno de sus pacientes. En algún lugar, en el lugar donde había nacido Ethan, podía haber una pediatra igual que Sara que le había visto convertirse en un hombre.

Cuando pudo hablar, Sara le preguntó:

– ¿Dónde encaja Lena en todo esto?

– Sale con él -dijo Jeffrey-. Es su novia.

– No me creo que…

– Cuando la veas -comenzó Jeffrey-, cuando la veas, Sara, quiero que recuerdes que está liada con White. Le está protegiendo. -Señaló la pared, al otro lado de la cual estaba la sala de reconocimiento donde habían estado con Ethan-. Lo que has visto ahí, ese animal… ella le está protegiendo.

– ¿Protegiéndole de qué? -preguntó Sara-. Son las huellas de Lena las que están en el cuchillo. Es ella la que trabajaba con Chuck.

– Lo entenderás cuando la veas.

– ¿Se trata de otra sorpresa? -preguntó Sara, pensando que no estaba para sorpresas, sobre todo si guardaban relación con Lena-. ¿También lleva una esvástica?

– De verdad -comenzó Jeffrey-. No sé qué pensar de ella. Tiene mal aspecto. Como si le hubieran golpeado.

– ¿La han golpeado?

– No lo sé -contestó Jeffrey-. Alguien se ensañó con ella.

– ¿Quién?

– Frank cree que Chuck le hizo algo.

– ¿El qué? -preguntó Sara, temiendo la respuesta.

– La agredió -dijo Jeffrey-. O a lo mejor sólo la cabreó. Ella se lo dijo a White y éste se puso como loco.

– ¿Tú qué crees que pasó? -preguntó Sara.

– La verdad, ¿quién demonios puede saberlo? Y ella no suelta prenda.

– ¿La has interrogado como a White? -dijo Sara-. ¿Aplastándole la cara con la mano?

La expresión ofendida de los ojos de Jeffrey hizo que ella se arrepintiera de la pregunta, pero sabía que si se callaba no conseguiría nada, y mucho menos respuestas.

– ¿Qué clase de persona crees que soy? -le preguntó Jeffrey.

– Creo… -comenzó Sara, aunque sin saber qué decir-. Creo que los dos tenemos nuestro trabajo. Y creo que ahora no podemos hablar de esto.

– Pues yo quiero que hablemos. Necesito que estés de mi parte, Sara. No puedo enfrentarme a todo el mundo y también a ti.

– Ahora no es el momento. ¿Dónde está Lena?

Jeffrey retrocedió hacia el pasillo, indicándole que lo viera por sí misma.

Sara se secó las manos en los pantalones mientras pasaba al lado de Brad. Alargó la mano hacia la puerta justo cuando Frank salía de la habitación.

– Hola -dijo Frank, sin mirarla a los ojos-. Lena quería agua.

Sara entró en la sala. Lo primero que vio fue el kit de muestreo posviolación que habían dejado en la repisa. Sara se quedó helada, incapaz de moverse hasta que Jeffrey le puso la mano en la espalda y la empujó suavemente. Quería insultarlo, golpearle el pecho con los puños y maldecirlo por obligarle a hacer eso, pero se había quedado sin fuerzas. Estaba totalmente vacía. Sólo sentía dolor.

– Sara Linton, ésta es Jill Rosen -dijo Jeffrey.

Una mujer menuda vestida de negro se puso en pie. Dijo algo, pero Sara sólo oyó un ruido de metales. Lena estaba sentada en la cama, los pies colgando de un lado. Iba vestida con la bata verde del hospital, con una cinta en el cuello. Movía la mano adelante y atrás en lo que parecía un tic nervioso, y las esposas que llevaba alrededor de una muñeca golpeaban en la barra que había al pie de la cama.

Sara se mordió el labio tan fuerte que se hizo sangre.

– Quítale esas esposas ahora mismo -ordenó Sara.

Jeffrey vaciló, pero obedeció.

Cuando le quitó las esposas, Sara le dijo, en un tono que no admitía discusión:

– Vete.

De nuevo, Jeffrey pareció indeciso. Ella le miró a los ojos y pronunció nítidamente las dos sílabas:

– Vete.

Jeffrey salió y la puerta se cerró con un chasquido. Sara estaba con los brazos en jarras, a menos de un metro de Lena. Aunque ahora ya no llevaba las esposas, la mano de Lena continuaba moviéndose adelante y atrás, como paralizada. Sara había pensado que al marcharse Jeffrey la sala parecería menos opresiva, pero las paredes aún parecían caérsele encima. El miedo se palpaba en la habitación, y Sara sintió un repentino estremecimiento.

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