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El carnicero siguió golpeándola hasta que ella abortó, expulsando un violento chorro de sangre negra que manchó las heladas pendientes del campamento. El embarazo no estaba muy avanzado, de modo que no encontramos el feto, pero el carnicero estaba convencido de que había librado al mundo de otra niña. «No hay nada más malvado que el corazón de una mujer», recitaba una y otra vez, como si ninguna de nosotras hubiera oído nunca ese proverbio. Las mujeres nos limitamos a atender a Flor de Nieve -le quitamos los pantalones, derretimos nieve para lavarlos, le limpiamos la sangre de los muslos y con el relleno de una de sus colchas nupciales intentamos contener el hediondo flujo que seguía saliendo de entre sus piernas- sin dirigir la palabra a su esposo.

Cuando lo recuerdo, pienso que fue un milagro que Flor de Nieve sobreviviera esas dos últimas semanas en las montañas mientras aguantaba con resignación las palizas de su esposo. Su cuerpo se debilitó a causa de la hemorragia. Estaba cubierta de heridas y cardenales de las palizas diarias que le propinaba su esposo. ¿Por qué no hice nada para detenerlo? Yo era la señora Lu. En otras ocasiones lo había obligado a hacer lo que yo quería. ¿Por qué no lo hice esa vez? Precisamente por ser la señora Lu no podía hacer nada más. Él era un hombre físicamente fuerte que no tenía reparos en emplear esa fuerza. Yo era una mujer con categoría, pero estaba sola. Carecía de poder. Él lo sabía, y yo también.

Cuando mi laotong pasaba sus peores momentos, me di cuenta de cuánto necesitaba a mi esposo. Para mí, gran parte de mi vida con él tenía que ver con los deberes y los papeles que debíamos desempeñar. Lamentaba todas las ocasiones en que no había sido la esposa que él merecía. Me juraba que, si conseguía bajar de aquella montaña, me convertiría en una mujer digna del título de señora Lu y no sería sólo una actriz de una obra de teatro. Deseaba que así fuera, pero poco después descubrí que podía llegar a ser mucho más brutal y cruel que el esposo de Flor de Nieve.

Las mujeres que convivíamos bajo el árbol seguíamos cuidando de Flor de Nieve. Le curábamos las heridas limpiándolas con agua hervida para evitar posibles infecciones y las vendábamos con tela arrancada de nuestra propia ropa. Las otras querían prepararle sopa con el tuétano de los animales que traía el carnicero, pero les recordé que ella era vegetariana; decidimos turnarnos e ir por parejas al bosque a recoger corteza de árbol, hierbas y raíces. Con esos ingredientes cocinábamos un caldo amargo y la obligábamos a tomárselo, mientras intentábamos consolarla con nuestras canciones.

Pero nada de lo que hacíamos o decíamos conseguía tranquilizarla. Flor de Nieve no podía dormir. Se quedaba sentada junto al fuego, con los muslos pegados al pecho y los brazos en torno a las rodillas, meciéndose con una desesperación desgarradora. Pese a que no teníamos ropa limpia, todas habíamos intentado mantener un aspecto pulcro. A ella, en cambio, eso le traía sin cuidado. No se lavaba la cara con puñados de nieve ni se frotaba los dientes con el dobladillo de la túnica, y llevaba el pelo suelto. Me recordaba a Cuñada Tercera la noche que mi suegra cayó enferma: era como si no estuviera ya con nosotros y su mente se alejara cada vez más.

Todos los días llegaba un momento en que Flor de Nieve se levantaba con dificultad y se iba a pasear por las nevadas montañas. Caminaba como sonámbula, perdida, desarraigada, desgajada. Yo siempre la acompañaba sin que ella me lo pidiera; entrelazaba mi brazo en el suyo y juntas avanzábamos tambaleándonos por las heladas piedras con nuestros lotos dorados hasta llegar al borde del precipicio; una vez allí, ella gritaba al vacío y el fuerte viento del norte se llevaba el eco de sus gritos.

Aquello me producía pavor, pues recordaba nuestra espantosa huida a las montañas y los horrísonos chillidos que proferían las mujeres al despeñarse por aquellos barrancos. Ella no compartía mi temor. Se quedaba contemplando el cielo por encima de las montañas, donde los halcones planeaban aprovechando las corrientes. Yo pensaba en todas las veces en que me había hablado de sus ansias de volar. Qué fácil habría sido para ella dar un paso más y precipitarse al vacío. Pero yo nunca me apartaba de su lado ni le soltaba el brazo.

Intentaba hablar con ella de cosas que la ataran a la tierra. Le preguntaba: «¿Quieres hablar tú con la señora Wang acerca de nuestras hijas, o prefieres que lo haga yo?» Si ella no contestaba, yo intentaba sacar otro tema. «Tú y yo vivimos muy cerca. ¿Por qué esperar a que las niñas se hagan almas gemelas para que se conozcan? Deberíais pasar las dos una temporada en mi casa. Les vendaremos los pies juntas. Así también tendremos eso para recordar.» O bien: «Mira ese árbol de nieve. Se acerca la primavera y pronto nos marcharemos de aquí.» Durante diez días ella sólo me contestó con monosílabos.

El undécimo día, mientras se dirigía hacia el borde del precipicio, habló por fin.

– He perdido cinco hijos y todas las veces mi esposo me ha echado la culpa. Coge su frustración y la encierra en sus puños. Cuando necesita liberar esas armas, me pega. Antes creía que estaba enfadado conmigo por engendrar hijas, pero ahora, con mi hijo… ¿Era dolor lo que sentía mi esposo? -Hizo una pausa y ladeó la cabeza, como si intentara aclarar sus ideas-. Sea como sea, él tiene que hacer algo con sus puños -concluyó con pesimismo.

Eso significaba que las palizas habían empezado tan pronto como mi laotong llegó a la casa del carnicero. Pese a que la conducta de éste era algo habitual y aceptado en nuestro condado, me apenaba que Flor de Nieve me lo hubiera ocultado tan bien y durante tanto tiempo. Yo había creído que nunca volvería a mentirme y que nunca más tendríamos secretos, pero no era eso lo que me dolía; me sentía culpable por no haber reparado en los indicios de que mi laotong llevaba una vida desgraciada.

– Flor de Nieve…

– No, escúchame. Crees que mi esposo es malo, pero te equivocas.

– Te trata peor que a un animal…

– Lirio Blanco -me interrumpió-, es mi esposo.

Entonces su mente pareció descender hasta una región aún más oscura.

– Hace mucho tiempo que me gustaría poner fin a mi vida, pero siempre hay alguien cerca.

– No digas esas cosas.

Ella no me hizo caso.

– ¿Piensas a menudo en el destino? Yo lo hago casi todos los días. ¿Qué habría pasado si mi madre no se hubiera casado con mi padre? ¿Qué habría pasado si mi padre no se hubiera aficionado a la pipa? ¿Y si mis padres no me hubieran casado con el carnicero? ¿Y si yo hubiera sido un varón? ¿Habría podido salvar a mi familia? Lirio Blanco, siento tanta humillación…

– Yo nunca…

– Desde el día que entraste por primera vez en mi casa natal percibo que te avergüenzas de mí. -Meneó la cabeza al ver que me disponía a hablar-. No lo niegues. Escúchame. -Hizo una breve pausa antes de continuar-: Me miras y piensas que he caído muy bajo, pero lo que le sucedió a mi madre fue mucho peor. Recuerdo que de niña la veía llorar día y noche. Estoy segura de que ella deseaba morir, pero jamás me habría abandonado. Luego, cuando me instalé en la casa de mi esposo, no quiso abandonar a mi padre.

Vi adónde quería llegar, así que dije:

– Tu madre nunca se permitió un pensamiento amargo. Jamás se rindió…

– Se marchó con mi padre. Nunca sabré qué fue de ellos, pero estoy segura de que mi madre no se dejó morir hasta que hubo fallecido mi padre. Han pasado ya doce años. Muchas veces me he preguntado si yo habría podido ayudarla. ¿Habría acudido ella a mí? Te contestaré así. Yo soñaba que me casaría y encontraría la felicidad lejos de la enfermedad de mi padre y de la tristeza de mi madre. No sabía que me convertiría en una mendiga en la casa de mi esposo. Entonces aprendí cómo convencer a mi esposo de que trajera a casa los alimentos que yo quería comer. Mira, Lirio Blanco, hay cosas que no nos explican acerca de los hombres. Podemos hacerlos felices si les proporcionamos placer. Y eso también puede resultar agradable para nosotras, si queremos.

Flor de Nieve parecía una de esas ancianas que se divierten asustando a las muchachas solteras con esa clase de conversación.

– No tienes por qué mentirme. Soy tu laotong. Puedes ser sincera conmigo.

Apartó la mirada de las nubes y por un breve instante me miró como si no me reconociera.

– Lirio Blanco -dijo entonces, compungida-, lo eres todo y, sin embargo, no tienes nada.

Sus palabras me hirieron, pero no pude detenerme a pensar en ellas, porque a continuación me confió:

– Mi esposo y yo no obedecimos las normas de purificación que las esposas deben respetar después del parto. Ambos queríamos tener más hijos varones.

– Los hijos varones son el tesoro de toda mujer…

– Pero ya has visto qué ocurre. Engendro demasiadas hijas.

Ofrecí una respuesta práctica a ese innegable problema.

– No estaba escrito que vivieran -argumenté-. Deberías estar agradecida, porque seguramente había algo en ellas que no estaba bien. Lo único que podemos hacer las mujeres es volver a intentarlo…

– Lirio Blanco, cuando hablas así, mi mente se vacía. Sólo oigo el viento entre los árboles. ¿Notas cómo el suelo quiere ceder bajo mis pies? Deberías volver al campamento. Déjame estar con mi madre…

Habían transcurrido muchos años desde que Flor de Nieve perdió a su primera hija. Entonces yo no había sabido comprender su dolor. Pero con el tiempo yo también había experimentado las miserias de la vida y veía las cosas de otra forma. Si era perfectamente aceptable que una viuda se desfigurara o se suicidara para no desprestigiar a la familia de su esposo, ¿por qué la muerte de un hijo, o de más de uno como en su caso, no iba a impulsar a una mujer a realizar actos extremos? Cuidamos a nuestros hijos. Los queremos. Los atendemos cuando están enfermos. Si son varones, los preparamos para dar los primeros pasos en el reino de los hombres. Si son niñas, les vendamos los pies, les enseñamos nuestra escritura secreta y las educamos para que sean buenas esposas, nueras y madres, para que se adapten bien a las habitaciones de arriba de sus nuevas casas. Pero ninguna mujer debería sobrevivir a sus hijos; eso va contra las leyes de la naturaleza. Si eso ocurre,¿por qué no íbamos a desear arrojarnos por un precipicio, ahorcarnos de una rama o beber lejía?

– Todos los días llego a la misma conclusión -admitió Flor de Nieve, mientras contemplaba el profundo valle que se extendía a sus pies-. Pero entonces me acuerdo de tu tía. Lirio Blanco, piensa en cómo sufría ella y en lo poco que a nosotras nos importaba su sufrimiento.

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