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Recogimiento

Tengo ochenta años y soy lo que en nuestro pueblo se denomina «una que todavía no ha muerto», una viuda. Sin mi esposo, los días se hacen largos. Ya no me apetecen los manjares que me preparan Peonía y las demás. Ya no me ilusionan los sucesos felices que con tanta facilidad se producen bajo nuestro techo. Ahora sólo me interesa el pasado. Después de tanto tiempo, por fin puedo decir lo que debía callar cuando era niña y dependía de los cuidados de mi familia, o más tarde, cuando pasé a depender de la familia de mi esposo. Tengo toda una vida por contar; ya no tengo nada que perder y pocos a los que ofender.

Soy lo bastante mayor para conocer mis virtudes y mis defectos, que a menudo coinciden. Siempre he necesitado que me amaran. Desde niña he sabido que no me correspondía ser amada; aun así, ansiaba que quienes me rodeaban me expresaran su cariño, y ese deseo injustificado ha sido la causa de todos mis problemas. Soñaba que mi madre se fijaría en mí y que ella y el resto de mi familia acabarían queriéndome. Con objeto de ganarme su afecto prestaba siempre obediencia -la principal virtud de niñas y mujeres-, pero quizá me desvivía en exceso por hacer lo que me mandaban. Con la esperanza de obtener alguna muestra de cariño, por sencilla que fuera, intenté no defraudar las expectativas de mi familia -tener los pies más pequeños del condado-, de modo que dejé que me los vendaran para que, tras romperse, los huesos adquirieran una forma más hermosa.

Cuando creía que ya no soportaría ni un minuto más de dolor y las lágrimas caían sobre mis ensangrentados vendajes, mi madre me hablaba al oído animándome a aguantar una hora más, un día más, una semana más, y me recordaba las recompensas que obtendría si no desfallecía. Así fue como me enseñó a soportar no sólo el sufrimiento físico que comportaban el vendado de los pies y la maternidad, sino también el dolor, más tortuoso, del corazón, la mente y el alma. Asimismo me señalaba mis defectos y me enseñaba a utilizarlos de modo que me resultaran provechosos. En mi país llamamos teng ai a esa clase de madres. Mi hijo me ha dicho que en la caligrafía de los hombres esa palabra está compuesta por dos caracteres. El primero significa «dolor»; el segundo, «amor». Así es el amor maternal.

Los vendajes cambiaron no sólo la forma de mis pies, sino también mi carácter. Siento como si ese proceso hubiera continuado a lo largo de toda mi vida, convirtiendo a la niña complaciente en la niña decidida y, más tarde, a la joven que cumplía sin rechistar todo cuanto le ordenaba su familia política en la mujer de más alto rango del condado, que imponía estrictas normas y costumbres en el pueblo. Cuando tenía cuarenta años, la rigidez de mis vendajes había pasado de mis lotos dorados a mi corazón, y éste se aferraba con tanta fuerza a injusticias y agravios del pasado que no me permitía perdonar a los que quería y me querían.

Mi única rebelión llegó con el nu shu, la escritura secreta de las mujeres. Rompí por primera vez la tradición cuando Flor de Nieve -mi laotong, mi «alma gemela», mi compañera de escritura secreta- me envió el abanico que ahora está encima de la mesa, y volví a romperla después de conocerla. Pero, además de ser la laotong de Flor de Nieve, yo estaba decidida a ser una esposa honorable, una nuera digna de elogio y una madre escrupulosa. En los malos tiempos mi corazón era duro como el jade. Tenía un poder oculto que me permitía resistir tragedias y desgracias. Pero aquí estoy -la típica viuda, sentada en silencio, como dicta la tradición-, y ahora entiendo que estuve ciega muchos años.

Con excepción de tres meses terribles del quinto año del reinado del emperador Xianfeng, he pasado toda mi vida en las habitaciones del piso de arriba, reservadas a las mujeres. Sí, iba al templo, viajé en diversas ocasiones a mi pueblo natal y hasta visitaba a Flor de Nieve, pero sé muy poco del reino exterior. He oído a los hombres hablar de impuestos, sequías y levantamientos, pero esos asuntos son ajenos a mi vida. De lo que yo entiendo es de bordar, tejer y cocinar, de la familia de mi esposo, de mis hijos, nietos y bisnietos, y de nu shu. El curso de mi vida ha sido el normal: años de hija, años de cabello recogido, años de arroz y sal y, por último, de recogimiento.

De modo que aquí me tenéis, sola con mis pensamientos frente a este abanico. Cuando lo cojo, me sorprende lo poco que pesa, pues en él están registradas muchas penas y alegrías. Lo abro con una sacudida y el sonido de los pliegues al desdoblarse me recuerda al de los latidos del corazón. Los recuerdos pasan a toda velocidad ante mis ojos. He leído tantas veces, en los últimos cuarenta años, el texto escrito en él que he memorizado las palabras como si fueran una canción infantil.

Recuerdo el día que me lo entregó la casamentera. Me temblaban los dedos cuando lo abrí. Entonces, una sencilla guirnalda de hojas adornaba el borde superior y un solo mensaje se desgranaba por el primer pliegue. En aquella época yo no conocía muchos caracteres de nu shu, así que mi tía leyó el mensaje: «Me han dicho que en vuestra casa hay una niña de buen carácter y hábil en las tareas domésticas. Esa niña y yo nacimos el mismo año y el mismo día. ¿No podríamos ser almas gemelas?» Ahora contemplo los delicados trazos que componen esas palabras y no sólo veo a Flor de Nieve cuando era niña, sino también a la mujer en que más tarde se convirtió: una mujer perseverante, franca y de mentalidad abierta.

Mi mirada acaricia los otros pliegues y veo nuestro optimismo, nuestra dicha, nuestra admiración mutua, las promesas que nos hicimos la una a la otra. Veo cómo aquella sencilla guirnalda se convirtió en un complicado dibujo de lirios y capullos de árbol de nieve entrelazados que simbolizaban nuestra unión de laotong o almas gemelas. Veo la luna en la esquina superior derecha, iluminándonos. Tendríamos que haber sido como dos largas enredaderas con las raíces entrelazadas, como dos árboles que viven mil años, como un par de patos mandarines emparejados de por vida. En uno de los pliegues, Flor de Nieve escribió: «El cariño no dejará que cortemos nuestros lazos.» Sin embargo, en otro pliegue veo los malentendidos, la pérdida de confianza y el portazo final. Para mí el amor era una posesión tan valiosa que no podía compartirla con nadie más, y acabó separándome de la única persona con quien me identificaba plenamente.

Todavía sigo aprendiendo acerca del amor. Pensaba que entendía no sólo el amor maternal, sino también el amor filial, el amor entre esposo y esposa y el amor entre dos laotong. He experimentado las otras clases de amor: la compasión, el respeto y la gratitud. Sin embargo, cuando miro el abanico secreto donde están recogidos los mensajes que Flor de Nieve y yo nos escribimos durante años, comprendo que no valoraba el amor más importante: el que surge de lo más profundo del corazón.

En los últimos años he escrito al dictado muchas autobiografías de mujeres que no llegaron a aprender nu shu. He conocido sus penas y sus quejas, sus injusticias y tragedias. He consignado la miserable vida de personas que tuvieron un triste destino. Lo he oído y escrito todo. Si bien es cierto que sé muchas historias de mujeres, también lo es que no sé casi nada acerca de las de los hombres, excepto que suelen incluir a un granjero que lucha contra los elementos, a un soldado que combate en la guerra o a un hombre solitario que emprende una búsqueda interior. Cuando reflexiono sobre mi vida, me doy cuenta de que tiene elementos comunes a las historias de las mujeres, pero también a las de los hombres. Soy una persona humilde con las quejas típicas de toda mujer, pero mi verdadera naturaleza y la persona que debería haber sido libraron una batalla interna parecida a las que libran los hombres.

Escribo estas páginas para los que residen en el más allá. Peonía, la esposa de mi nieto, ha prometido encargarse de que las quemen tras mi muerte, para que mi historia llegue hasta ellos antes que mi espíritu. Quiero que mis palabras expliquen mis actos a mis antepasados y a mi esposo, pero sobre todo a Flor de Nieve, antes de que me reúna de nuevo con ellos.

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