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Años de cabello recogido

La Fiesta de la Brisa

Flor de Nieve y yo cumplimos quince años. Nuestro peinado representaba un fénix, símbolo de que pronto nos casaríamos. Trabajábamos con ahínco en la elaboración de nuestros ajuares. Hablábamos con voz queda. Caminábamos con gracia con nuestros lotos dorados. Dominábamos el nu shu y, cuando no estábamos juntas, nos escribíamos casi a diario. Ya teníamos la menstruación. Ayudábamos en la casa barriendo, recogiendo hortalizas del huerto, cocinando, lavando los platos y la ropa, tejiendo y cosiendo. Se nos consideraba mujeres, pero sin las responsabilidades de las mujeres casadas. Todavía gozábamos de libertad para visitarnos cuando queríamos y para pasar las horas en la habitación de arriba, donde cuchicheábamos y bordábamos con las cabezas muy juntas. Nos unía ese amor con que yo soñaba de pequeña.

Ese año, Flor de Nieve vino a pasar con nosotros la Fiesta de la Brisa, que se celebra durante la época más calurosa del año, cuando las reservas de la anterior cosecha se están agotando y todavía no se ha recogido la nueva. Las nueras, que son las mujeres de rango inferior de la casa, viajan a su hogar natal y pasan allí varios días o incluso semanas. Lo llamamos la Fiesta de la Brisa, pero en realidad son varios días en que las familias se libran de tener que alimentar a sus nueras.

Hermana Mayor acababa de instalarse definitivamente en la casa de su esposo. Estaba a punto de nacer su primer hijo y era allí donde le correspondía estar. Mi madre había ido a visitar a su familia y se había llevado a Hermano Segundo. Mi tía también había ido a su casa natal, y Luna Hermosa estaba con sus hermanas de juramento, en el mismo Puwei. La esposa de Hermano Mayor y su hija estaban «capturando la brisa» con su familia natal. Mi padre, mi tío y Hermano Mayor se las apañaban muy bien solos. De vez en cuando nos pedían a Flor de Nieve y a mí que les lleváramos té caliente, tabaco y rodajas de sandía, pero, aparte de eso, no teníamos gran cosa que hacer. Así pues, pasamos tres días y tres noches de la semana de la Fiesta de la Brisa solas en la habitación de arriba.

La primera noche, nos tumbamos juntas con los vendajes en los pies, las zapatillas de dormir, la ropa interior y los camisones. Pusimos la cama bajo la celosía, con la esperanza de «capturar la brisa», pero no corría ni pizca de aire y nos estábamos asando de calor. La luna pronto estaría llena. Su luz, que se colaba por la ventana, iluminaba nuestros rostros, bañados en sudor, y nos causaba mayor sensación de bochorno. La segunda noche, que fue aún más calurosa, Flor de Nieve propuso que nos quitáramos la camisa de dormir.

– Estamos solas -dijo-. Nadie se enterará.

Eso nos alivió un poco, pero aún teníamos calor.

La tercera noche que pasamos solas, la luna estaba llena y un resplandor azulado bañaba la habitación de arriba. Tras asegurarnos de que los hombres dormían, nos quitamos la ropa, incluso la interior. Sólo nos dejamos puestos los vendajes y las zapatillas de dormir. El aire nos acariciaba la piel, pero no era una brisa fresca y seguimos con tanto calor como si estuviéramos completamente vestidas.

– Con esto no basta -dijo Flor de Nieve, como si me hubiera leído el pensamiento.

Se incorporó y cogió nuestro abanico. Lo abrió despacio y empezó a abanicarme. Pese a que el aire estaba caliente, me proporcionaba una sensación muy placentera. Sin embargo, Flor de Nieve frunció el entrecejo. Cerró el abanico y lo dejó.

Entonces escudriñó mi rostro un instante, y luego dejó que su mirada descendiera por mi cuello y mis pechos hasta posarse en mi vientre. No me avergonzó que me mirara de ese modo, porque era mi laotong, mi alma gemela. No había nada de que avergonzarse.

Levanté la cabeza y vi que se llevaba el índice a los labios, entre los que asomó la punta de su lengua, rosada y brillante a la luz de la luna llena. Con un gesto delicadísimo deslizó la yema del dedo por la húmeda superficie. Luego llevó el dedo hasta mi vientre. Trazó una línea hacia la izquierda, después otra en la dirección opuesta, y a continuación dibujó algo parecido a dos cruces. El frío de la saliva me puso carne de gallina. Cerré los ojos y dejé que esa sensación se extendiera por mi cuerpo, hasta que de pronto la humedad desapareció. Cuando abrí los ojos, Flor de Nieve me miraba fijamente.

– ¿Qué? -No esperó a que yo contestara-. Es un carácter -explicó-. A ver si sabes cuál.

Entonces comprendí qué había hecho. Había escrito un carácter de nu shu en mi vientre. Llevábamos años haciendo algo parecido: trazábamos caracteres en el suelo con un palo, o nos los dibujábamos la una a la otra con el dedo en la palma de la mano o en la espalda.

– Lo haré otra vez -dijo-, pero presta atención.

Volvió a lamerse el dedo con un fluido movimiento y, cuando rozó de nuevo mi piel, no pude evitar cerrar los ojos. Noté como si mi cuerpo se volviera más pesado y me faltara el aliento. Un trazo hacia la izquierda que formaba una media luna, otra media luna debajo, mirando hacia el otro lado, dos trazos a la derecha para crear la primera cruz, y otros dos a la izquierda para dibujar la segunda. Una vez más, mantuve los párpados cerrados hasta que dejé de sentir aquel frescor pasajero. Cuando los abrí, Flor de Nieve me observaba con curiosidad.

– Cama -dije.

– Muy bien -susurró-. Cierra los ojos. Voy a escribir otro.

Esta vez lo escribió más apretujado y más pequeño, justo al lado del hueso derecho de mi cadera. Lo reconocí de inmediato: era un verbo que significaba «iluminar».

Cuando lo dije, ella acercó su cara a la mía y me susurró al oído:

– Perfecto.

El siguiente carácter se arremolinó en mi vientre, junto al otro hueso de la cadera.

– Luz de luna -dije, y abrí los ojos-. La luz de la luna ilumina mi cama.

Flor de Nieve sonrió al ver que había reconocido el primer verso del poema de la dinastía Tang que ella misma me había enseñado; entonces permutamos las posiciones. Tal como ella había hecho conmigo, me entretuve contemplando su cuerpo: la finura del cuello, sus pequeños senos, la lisa extensión de su vientre, tentadora como un pedazo de seda por bordar; los huesos de la cadera, que sobresalían angulosos; un triángulo idéntico al mío, y dos delgadas piernas que se estrechaban hasta desaparecer en las zapatillas de dormir de seda roja.

No olvidéis que yo todavía no me había casado. Aún no sabía nada acerca de la vida de los esposos. Más tarde comprendería que para una mujer no hay nada más íntimo que sus zapatillas de dormir y que para un hombre no hay nada más erótico que ver la blanca piel de una mujer desnuda realzada por el rojo intenso de esas zapatillas, pero os aseguro que esa noche mi mirada se detuvo en ellas. Eran las zapatillas de verano de Flor de Nieve, en las que mi laotong había bordado los Cinco Venenos: el ciempiés, el sapo, el escorpión, la serpiente y el lagarto. Ésos eran los símbolos tradicionales para contrarrestar los males del verano: el cólera, la peste, la fiebre tifoidea, la malaria y el tifus. Sus puntadas eran perfectas, y también era perfecto todo su cuerpo.

Me lamí el dedo y contemplé su blanca piel. Cuando le acaricié el vientre por encima del ombligo con el dedo húmedo, noté cómo ella inspiraba. Sus pechos ascendieron, su estómago se hundió y se le puso carne de gallina.

– Yo -dijo. Había acertado. Escribí el siguiente carácter debajo de su ombligo-. Creer -dijo. Entonces la imité y escribí junto al hueso derecho de su cadera-. Ligera. -A continuación junto al hueso izquierdo-: Nieve.

Ella conocía el poema, así que las palabras no tenían ningún misterio; la gracia consistía en las sensaciones que producía escribirlas y leerlas. Hasta ese momento yo había trazado los caracteres en los mismos sitios que ella; ahora tenía que encontrar otro lugar. Elegí ese punto blando donde se juntan las costillas encima del estómago, consciente de que era una zona sensible al tacto, al miedo, al amor. Flor de Nieve se estremeció al notar la yema de mi dedo cuando escribí «temprano».

Sólo faltaban dos palabras para terminar el verso. Yo sabía qué quería hacer, pero vacilé. Volví a deslizar la yema del dedo por la punta de la lengua. Entonces, envalentonada por el calor, la luz de la luna y el tacto de su piel, escribí con el dedo húmedo en uno de sus pechos. Flor de Nieve separó los labios y emitió un débil gemido. No dijo qué carácter era, y yo no se lo pedí. Antes de dibujar el último carácter del verso me tumbé de costado junto a ella para ver mejor cómo reaccionaba su piel. Me lamí el dedo, tracé el carácter y observé cómo su pezón se tensaba y fruncía. Nos quedamos inmóviles un momento. Después, sin abrir los ojos, Flor de Nieve susurró el verso completo: «Yo creo que es la ligera nevada de una mañana de principios de invierno.»

Mi laotong se puso de costado y me miró. Me tocó una mejilla con ternura, como hacía todas las noches desde que empezáramos a dormir juntas, años atrás. Su rostro resplandecía a la luz de la luna. Entonces deslizó la mano por mi cuello y por mi pecho hasta llegar a las caderas.

– Quedan dos versos -dijo.

Se incorporó y yo me tumbé boca arriba. Yo creía que nunca había soportado tanto calor como en las noches pasadas, pero entonces, desnuda a la luz de la luna, sentí arder en mi interior un fuego mucho más abrasador que cualquier castigo que los dioses pudieran imponernos con los ciclos de las estaciones.

Cuando comprendí dónde pensaba escribir Flor de Nieve el primer carácter, hice un esfuerzo y me concentré. Se había colocado a mis pies, los había levantado y apoyado sobre su regazo. Empezó a escribir en la cara interna del tobillo izquierdo, justo encima del borde de mi zapatilla de dormir roja. Cuando terminó, repitió la operación en el tobillo derecho. A continuación fue pasando de una extremidad a otra, escribiendo siempre justo por encima de los vendajes. Yo notaba un cosquilleo de placer en los pies, esas partes de mi cuerpo que me habían provocado tanto dolor y sufrimiento, y de los que recogía tanto orgullo y tanta belleza. Flor de Nieve y yo éramos almas gemelas desde hacía ocho años, pero nunca habíamos compartido una intimidad semejante. Éste fue el verso que escribió: «Miro hacia arriba y contemplo la luna llena en el cielo nocturno.»

Estaba deseando que mi laotong experimentara el mismo placer que yo acababa de sentir. Levanté sus lotos dorados y me los puse sobre los muslos. Elegí el sitio que había encontrado más exquisito: el hueco entre el hueso del tobillo y el tendón que arranca de allí y asciende por la parte de atrás de la pantorrilla. Escribí un carácter que puede significar «inclinarse», «doblegarse» o «postrarse». En el otro tobillo escribí la palabra «Yo».

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