Me llamo Lirio Blanco. Vine al mundo el quinto día del sexto mes del tercer año del reinado del emperador Daoguang. Puwei, mi pueblo natal, está en Yongming, el condado de la Luz Eterna. La mayoría de su población desciende de la etnia yao. Gracias a los recitadores que visitaban Puwei cuando yo era pequeña, supe que los yao se establecieron en esta zona hace mil doscientos años, durante la dinastía Tang, pero que la mayoría de las familias llegaron un siglo más tarde huyendo de los ejércitos mongoles que invadieron el norte. Aunque los habitantes de nuestra región nunca han sido ricos, pocas veces hemos sido tan pobres como para que las mujeres tuvieran que trabajar en el campo.
Eramos miembros de la rama familiar Yi, uno de los primeros clanes yao que llegaron a la región y el más extendido en el distrito. Mi padre y mi tío arrendaban siete mou de tierra a un rico terrateniente que vivía lejos, en el oeste de la provincia, y cultivaban arroz, algodón, taro y hortalizas. Mi casa natal tenía dos plantas y estaba orientada hacia el sur, como todas las de la región. En el piso de arriba había una habitación donde se reunían las mujeres y dormían las muchachas solteras de la familia. Las alcobas de cada unidad familiar y una habitación especial para los animales flanqueaban la sala principal de la planta baja, de cuya viga central colgaban cestos de huevos o naranjas y ristras de pimientos para protegerlos de los ratones, las gallinas y los cerdos. Había una mesa y unos taburetes arrimados a una pared. Una chimenea donde mi madre y mi tía preparaban la comida ocupaba un rincón de la pared de enfrente. En la sala principal no había ventanas, de modo que en los meses de calor dejábamos abierta la puerta que daba al callejón para que entrara luz y aire. Las demás habitaciones eran pequeñas, el suelo era de tierra apisonada y, como ya he comentado, nuestros animales vivían con nosotros.
Nunca me he detenido a pensar si de pequeña fui feliz o me lo pasaba bien. Era una niña mediocre que vivía con una familia mediocre en un pueblo mediocre. Ignoraba que pudiera haber otra forma de vivir. Pero recuerdo el día que empecé a fijarme en lo que me rodeaba y a reflexionar sobre ello. Acababa de cumplir cinco años y tenía la sensación de haber traspasado un gran umbral. Desperté antes del amanecer con una especie de comezón en el cerebro. Aquella pequeña irritación aguzó mi percepción de todo cuanto vi y experimenté aquel día.
Estaba acostada entre Hermana Mayor y Hermana Tercera. Miré hacia el otro lado de la habitación, donde estaba la cama de mi prima. Luna Hermosa, que tenía la misma edad que yo, todavía no se había despertado, de modo que me quedé quieta esperando a que mis hermanas se movieran. Estaba de cara a Hermana Mayor, que me llevaba cuatro años. Aunque dormíamos en el mismo lecho, no llegué a conocerla bien hasta que me vendaron los pies y entré en la habitación de las mujeres. Me alegré de no estar de cara a Hermana Tercera, porque, como era un año menor que yo, la consideraba tan insignificante que no merecía siquiera que pensara en ella. Creo que mis hermanas tampoco me adoraban, pero la indiferencia con que nos tratábamos no era más que una máscara que nos poníamos para ocultar nuestros verdaderos deseos. Todas ansiábamos que madre se fijara en nosotras. Todas competíamos por la atención de padre. Todas confiábamos en pasar cada día un rato con Hermano Mayor, pues por ser el primer hijo varón era la persona más valiosa de la familia. En cambio, yo no sentía esa clase de celos con Luna Hermosa. Éramos buenas amigas y nos alegrábamos de que nuestras vidas fueran a estar unidas hasta que ambas nos casáramos y marcháramos de aquella casa.
Las cuatro nos parecíamos mucho. Teníamos el cabello negro y corto, éramos muy delgadas y de estatura similar. Nuestros rasgos distintivos eran escasos. Hermana Mayor tenía un lunar encima del labio superior. Hermana Tercera siempre llevaba el cabello recogido en moñetes, porque no le gustaba que mi madre se lo peinara. Luna Hermosa tenía el rostro pequeño y redondo, y yo tenía las piernas robustas, porque me gustaba correr, y los brazos fuertes, porque solía llevar en ellos a mi hermano pequeño.
– ¡Niñas! -exclamó mi madre desde el pie de la escalera.
Aquello bastó para despertar a las demás y para que todas nos levantáramos. Hermana Mayor se vistió a toda prisa y se dirigió al piso de abajo. Luna Hermosa y yo tardamos un poco más porque, además de vestirnos nosotras, teníamos que vestir a Hermana Tercera. Luego fuimos juntas a la planta baja, donde mi tía barría, mi tío cantaba una canción matutina, mi madre -con Hermano Segundo cargado a la espalda- vertía el agua en la tetera para calentarla y Hermana Mayor cortaba cebolletas para preparar las gachas de arroz que llamamos congee. Mi hermana me lanzó una mirada serena que yo interpreté como que ya se había ganado la aprobación de la familia esa mañana y, por tanto, estaba a salvo para el resto del día. Disimulé mi envidia, sin entender que la satisfacción que creí percibir en ella era en realidad triste resignación, un sentimiento que se apoderaría de mi hermana cuando se casara y se marchara de casa.
– ¡Luna Hermosa! ¡Lirio Blanco! ¡Venid!
Mi tía nos saludaba así todas las mañanas. Corrimos hacia ella. Besó a Luna Hermosa y me dio unas cariñosas palmadas en el trasero. Luego se acercó mi tío, que aupó a Luna Hermosa y la besó. Después de dejarla en el suelo me guiñó un ojo y me pellizcó la mejilla.
¿Conocéis ese refrán que reza que los guapos se casan con guapos y los inteligentes, con inteligentes? Aquella mañana llegué a la conclusión de que mi tío y mi tía formaban una pareja perfecta porque ambos eran feos. Mi tío, el hermano menor de mi padre, era patizambo y calvo, y tenía la cara mofletuda y brillante. Mi tía era regordeta y sus dientes parecían rocas de bordes irregulares asomando de una cueva calcárea. No tenía los pies muy pequeños; debían de medir unos catorce centímetros de largo, el doble de lo que acabarían midiendo los míos. Según las malas lenguas del pueblo, por esa razón mi tía -una mujer robusta y de caderas anchas- no había tenido hijos varones. Yo nunca había oído esa clase de reproches en nuestra casa, ni siquiera en boca de mi tío. Para mí formaban un matrimonio ideal: él era una cariñosa rata y ella un responsable buey. Cada día contagiaban felicidad a quienes se reunían con ellos alrededor del hogar.
Mi madre todavía no parecía haberse dado cuenta de mi presencia en la habitación. Siempre pasaba lo mismo, pero ese día percibí y sentí su indiferencia. La melancolía que se apoderó de mí barrió la alegría que acababa de sentir con mis tíos y me aturdió por un momento. Luego, con la misma rapidez, ese sentimiento desapareció, porque Hermano Mayor, que tenía seis años más que yo, me llamó para que lo ayudara a realizar sus tareas matutinas. Como nací en el año del caballo me encanta estar al aire libre, pero había algo aún más importante: tendría a Hermano Mayor para mí sola. Sabía que podía considerarme afortunada y que mis hermanas me guardarían rencor, pero me traía sin cuidado. Cuando Hermano Mayor me hablaba o me sonreía, yo dejaba de sentirme invisible.
Salimos corriendo de la casa. Hermano Mayor sacó agua del pozo y llenamos varios cubos que llevamos dentro; luego volvimos fuera en busca de leña. Hicimos un montón y Hermano Mayor me puso en los brazos las ramas más delgadas; él cargó con el resto y emprendimos el regreso a casa. Cuando entramos, entregué los leños a mi madre, con la esperanza de que me dedicara algún elogio. Al fin y al cabo, para una niña pequeña no es tan fácil acarrear un cubo de agua o una pila de leña. Sin embargo, ella no dijo nada.
Incluso ahora, después de tantos años, me cuesta pensar en mi madre y en lo que comprendí aquel día. Me di cuenta con toda claridad de que yo no tenía ninguna importancia para ella. Era su segunda hija y, como todas las niñas, carecía de valor; además, nada garantizaba que fuera a superar la primera infancia y, por tanto, no tenía sentido que ella perdiera el tiempo conmigo. Me miraba como todas las madres miran a sus hijas: como a un visitante que está de paso. Yo no era más que otra boca que alimentar y otro cuerpo que vestir hasta que me fuera a vivir a la casa de mi esposo. Sólo tenía cinco años y ya entendía que no merecía la atención de mi madre, pero aun así la anhelaba. Deseaba que me mirara y hablara del mismo modo que a Hermano Mayor, pero incluso en aquel momento, cuando sentí por primera vez ese deseo con acuciante intensidad, fui lo bastante inteligente para saber que no le gustaría que la interrumpiera mientras estaba atareada; a menudo me regañaba por hablar en voz demasiado alta o agitaba una mano cuando me interponía en su camino. En lugar de interrumpirla, juré que sería como Hermana Mayor y ayudaría en casa con toda la discreción y todo el cuidado de que fuera capaz.
Mi abuela apareció con paso vacilante. Tenía la cara arrugada como una pasa y la espalda tan encorvada que nuestros ojos quedaban a la misma altura.
– Ayuda a tu abuela -me ordenó mi madre-. Pregúntale si necesita algo.
Pese a la promesa que acababa de hacer, vacilé. Por la mañana mi abuela tenía las encías pastosas y le apestaba el aliento, y todos la evitábamos. Me acerqué con sigilo a ella, conteniendo la respiración, pero me ahuyentó agitando la mano con impaciencia. Me aparté tan deprisa que choqué con mi padre, la persona más importante de la casa.
Él no me regañó ni dijo nada a nadie. Si no me equivocaba, no abriría la boca hasta el anochecer. Se sentó y esperó a que le sirvieran. Observé a mi madre, que le sirvió el té sin pronunciar palabra. Yo sabía que no era conveniente que ella se fijara en mí mientras realizaba sus tareas matutinas, pero era especialmente peligroso molestarla cuando atendía a mi padre. Él casi nunca le pegaba y jamás tuvo concubinas, pero la cautela con que ella lo trataba nos alertaba de que debíamos poner mucha atención en lo que hacíamos.
Mi tía dejó los cuencos en la mesa y sirvió el congee, mientras mi madre arrullaba al bebé. Una vez terminamos de comer, mi padre y mi tío se marcharon a los campos, y mi madre, mi tía, mi abuela y Hermana Mayor subieron a la habitación de las mujeres. Yo quería ir con mi madre y las demás, pero aún no tenía edad para ello. Por si fuera poco, cuando volvimos a salir tuve que compartir a Hermano Mayor con mi hermano pequeño y con Hermana Tercera.
Yo cargaba con el bebé a la espalda mientras cortábamos hierba y buscábamos raíces para nuestro cerdo. Hermana Tercera nos seguía como podía. Era muy graciosa y tenía muy malas pulgas. Se comportaba como una niña mimada, cuando los únicos que tenían derecho a ser mimados eran nuestros hermanos varones. Ella se creía la más querida de la familia, aunque no había nada que lo indicara así.