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Le solté los pies y escribí un carácter en la pantorrilla. Después elegí un punto en la cara interna del muslo izquierdo, un poco más arriba de la rodilla. Dibujé los dos últimos caracteres en la parte más alta de los muslos. Me incliné y me concentré en dibujarlos a la perfección. Soplé sobre los trazos, consciente de la sensación que con eso iba a causar, y observé cómo se agitaba el vello que crecía entre sus piernas.

Después recitamos juntas el poema entero:

La luz de la luna ilumina mi cama.

Yo creo que es la ligera nevada de una mañana de principios de invierno.

Miro hacia arriba y contemplo la luna llena en el cielo nocturno.

Me inclino. Echo de menos mi hogar.

Como es bien sabido, el poema habla de un funcionario que siente nostalgia de su hogar; pero aquella noche, y siempre a partir de entonces, yo creí que hablaba de nosotras. Flor de Nieve era mi hogar, y yo el suyo.

Luna Hermosa

Al día siguiente regresó Luna Hermosa y nos pusimos a trabajar de nuevo. Hacía varios meses que nuestros respectivos suegros habían elegido la fecha de nuestras bodas, y ya habían hecho entrega de los primeros regalos a la familia de las novias: más carne de cerdo y dulces, así como cajas de madera para ir colocando todos los elementos de nuestro ajuar. Por último enviaron la tela, que era lo más importante.

Ya he explicado que mi madre y mi tía tejían para nuestra familia, y por aquel entonces Luna Hermosa y yo ya éramos también dos expertas tejedoras. Participábamos en un proceso artesanal: mi padre y mi tío cultivaban el algodón y las mujeres de la familia lo limpiaban; nuestra posición económica no nos permitía derrochar las materias primas, así que empleábamos con moderación la cera de abeja con que dibujábamos los estampados y los tintes con que teñíamos la tela de azul.

Aparte de con los tejidos que fabricábamos con nuestras propias manos, yo sólo podía comparar la tela nupcial que había recibido con la de las túnicas, los pantalones y los tocados de Flor de Nieve, confeccionados con hermosos tejidos y adornados con sofisticados dibujos para formar un elegante vestuario. De las prendas que llevaba Flor de Nieve en esa época, mi favorita era un traje de color añil. El complicado estampado y el corte de la túnica no podían compararse siquiera con los atuendos de las mujeres casadas de Puwei. Sin embargo, Flor de Nieve lo llevó con toda naturalidad hasta que empezó a desteñirse y deshilacharse. Lo que intento decir es que yo me inspiraba en la tela y su corte. Quería hacerme ropa de diario que no desentonara en Tongkou.

El algodón que enviaron mis suegros en concepto de pago por la novia cambió por completo mi forma de pensar. Era suave, sin semillas, con elaborados dibujos, y estaba teñido con el añil intenso que tanto apreciaba el pueblo yao. Al recibir ese regalo comprendí que todavía me quedaba mucho por aprender y hacer. Con todo, esa tela de algodón no era nada comparada con las sedas que me mandaron más tarde, de excelente calidad y perfectamente teñidas. Rojo para la boda, pero también para los aniversarios, las celebraciones de Año Nuevo y otras fiestas. Morado y verde, apropiados para una joven esposa. Un gris azulado como el cielo antes de una tormenta y un verde azulado como el estanque del pueblo en verano para mis años de madurez y, por último, de viudedad. Negro y azul oscuro para los hombres de mi nueva familia. Había sedas sencillas y otras cuya trama dibujaba signos de la doble felicidad, peonías o nubes.

No podía disponer a mi antojo de esos rollos de seda y algodón que me habían enviado mis suegros. Tenía que emplearlos para preparar mi ajuar, igual que Luna Hermosa y Flor de Nieve tenían que utilizar sus regalos para preparar los suyos. Debíamos confeccionar suficientes colchas, fundas de almohada, zapatos y prendas de vestir para toda una vida, pues las mujeres yao creen que no deben aceptar nada de su familia política. ¡Ay, las colchas! Voy a hablaros de las colchas. Su confección resulta aburrida y agotadora. Sin embargo, existe la creencia de que cuantas más aporte una mujer al hogar de sus suegros, más hijos varones engendrará; por eso hacíamos el mayor número posible.

En cambio, nos encantaba hacer zapatos. Confeccionábamos zapatos para nuestros maridos, nuestras suegras, nuestros suegros y cualquier otra persona que viviera en nuestro nuevo hogar, incluidos hermanos, hermanas, cuñadas y niños. (Yo tuve suerte, porque mi esposo era el primogénito de la familia y sólo tenía tres hermanos más jóvenes. Los zapatos de los hombres eran muy sencillos y no daban ningún trabajo. Luna Hermosa, en cambio, tenía que soportar una carga mucho más pesada. En su nuevo hogar vivían el hijo, sus padres, cinco hermanas, una tía, un tío y sus tres hijos.) Además teníamos que hacer dieciséis pares para nosotras: cuatro pares para cada una de las cuatro estaciones. De todas nuestras labores, los zapatos serían los más examinados, pero eso no nos preocupaba, porque poníamos muchísimo cuidado en la confección de cada par, desde la suela hasta la última puntada del bordado. Los zapatos nos permitían demostrar nuestras habilidades técnicas y artísticas, y además transmitían un mensaje alegre y optimista. En nuestro dialecto, la palabra «zapato» se pronuncia igual que la palabra «niño». Igual que con las colchas, se suponía que cuantos más hiciéramos, más hijos tendríamos. La diferencia es que su confección requiere delicadeza, mientras que coser colchas es una dura tarea. Como las tres niñas trabajábamos juntas, competíamos de forma amistosa para crear los diseños más espléndidos en la parte exterior de cada par de zapatos, y para que el interior fuera sólido y resistente.

Nuestras futuras familias nos habían enviado patrones de sus pies. No conocíamos a nuestros esposos y, por lo tanto, ignorábamos si eran altos o tenían la cara picada de viruela, pero sí sabíamos qué tamaño tenían sus pies. Eramos jóvenes (y románticas, como todas las niñas a esa edad) e imaginábamos toda clase de cosas acerca de nuestros esposos a partir de esos patrones. Algunas resultaron ciertas, pero la mayoría no.

Con ayuda de los patrones, cortábamos trozos de tela de algodón y los pegábamos formando tres capas. Cuando habíamos hecho varias suelas, las dejábamos secar en el alféizar de la ventana. Durante la semana de la Fiesta de la Brisa se secaban muy deprisa. Una vez secas, cogíamos esas piezas de varias capas, juntábamos tres y las cosíamos para confeccionar una suela gruesa y fuerte. Muchas mujeres las cosen con puntadas sencillas que recuerdan a las semillas de arroz, pero nosotras queríamos impresionar a nuestras nuevas familias, así que las cosíamos creando diferentes dibujos: una mariposa con las alas desplegadas para los zapatos del esposo, un crisantemo en flor para los de la suegra, un grillo en una rama para los del suegro. ¡Y todo ese trabajo sólo para las suelas! Pensad que para nosotras esos zapatos eran mensajes destinados a nuestra futura familia, que esperábamos nos acogiera bien cuando llegara el momento.

Como ya he dicho, aquel año hizo un calor insoportable durante la Fiesta de la Brisa, que duraba una semana, y en la habitación de arriba nos asfixiábamos. Abajo se estaba un poquito mejor. Bebíamos té con la esperanza de refrescarnos, pero sufríamos aunque lleváramos puestas nuestras túnicas de verano y nuestros pantalones más ligeros. Para aliviarnos evocábamos sensaciones refrescantes. Yo hablaba de cuánto me gustaba sumergir los pies en el río. Luna Hermosa recordaba sus carreras por los campos, a finales de otoño, cuando el aire frío te cortaba las mejillas. Flor de Nieve nos contó que en una ocasión había viajado al norte con su padre y había sentido el gélido viento que llegaba de Mongolia. Pero nada de eso nos confortaba. Era un tormento.

Mi padre y mi tío se compadecían de nosotras. Sabían mejor que nadie lo cruel que era aquel calor, pues trabajaban todos los días bajo un sol abrasador. Pero éramos pobres. No teníamos un patio interior donde pasar las horas, ni una parcela adonde pudieran llevarnos los porteadores para estar a la sombra de un árbol, ni ningún otro sitio donde estar al abrigo de las miradas de los desconocidos. Así pues, mi padre cogió tela de mi madre y, con la ayuda de mi tío, levantó una suerte de pabellón en la fachada norte de la casa. Pusieron unas colchas de invierno en el suelo para que nos sentáramos.

– Los hombres pasan todo el día en el campo, de modo que no os verán -dijo mi padre-. Hasta que cambie el tiempo, podéis trabajar aquí. Pero no se lo digáis a vuestras madres.

Luna Hermosa estaba acostumbrada a ir a pie a casa de sus hermanas de juramento para hacer sus labores con ellas, pero yo no salía a las calles de Puwei desde mi primera infancia. Sí, había cruzado el umbral para subir al palanquín de la señora Wang y recogido hortalizas en el huerto, pero, aparte de eso, sólo me permitían mirar por la celosía y ver desde allí el callejón que discurría junto a nuestro hogar. Hacía mucho tiempo que no participaba en la vida del pueblo.

Así pues, nos sentimos muy felices en aquel pabellón; el calor seguía, pero estábamos cómodas y distendidas. Sentadas a la sombra «capturando la brisa», bordábamos zapatos o les dábamos los últimos retoques. Luna Hermosa confeccionaba con esmero sus zapatillas de boda de seda roja, en las que hacía brotar flores de loto rosadas y blancas, que simbolizaban su pureza y fertilidad. Flor de Nieve acababa de terminar un par de zapatos de seda azul celeste con nubes bordadas para su suegra; reposaban a nuestro lado, en la colcha, minúsculos y elegantes, y eran un discreto recordatorio de la calidad que debían tener todos nuestros proyectos. Verlos me producía una gran alegría, pues me recordaban la túnica que Flor de Nieve llevaba el día que nos conocimos. Pero los sentimientos nostálgicos no parecían interesar a mi alma gemela, que se había puesto a trabajar en otro par de zapatos de seda morada con reborde blanco. Los caracteres que representaban las palabras «morado» y «blanco», escritos uno al lado del otro, significaban «muchos hijos». Flor de Nieve solía inspirarse en el cielo para elegir los adornos de sus bordados, y en ese par, que era para ella, había pájaros y otras criaturas voladoras. Yo estaba terminando unos zapatos para mi suegra. Sus pies eran un poco más grandes que los míos, y me enorgullecía pensar que, a juzgar por el tamaño de los míos, ella tendría que considerarme digna de su hijo. Todavía no la conocía, de modo que ignoraba sus preferencias, pero con el calor que hacía aquellos días yo sólo pensaba en cosas refrescantes. Mi dibujo, que cubría todo el zapato, representaba un paisaje con mujeres descansando bajo los sauces junto a un arroyo. La escena era una fantasía, pero también lo eran las aves míticas que adornaban los zapatos de Flor de Nieve.

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