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Formábamos un bonito cuadro sentadas en aquellas colchas, con las piernas dobladas bajo el cuerpo: tres alegres doncellas destinadas a buenas familias, trabajando en la elaboración de sus ajuares y haciendo gala de excelentes modales cuando alguna vecina las visitaba. Los niños se paraban a hablar con nosotras cuando salían a recoger leña o llevaban al río el carabao de su familia. Las niñas encargadas de vigilar a sus hermanos pequeños nos dejaban cogerlos en brazos. Imaginábamos cómo sería cuidar de nuestros propios hijos. Las ancianas viudas, cuya reputación no peligraba, venían a vernos para chismorrear, examinar nuestros bordados y admirar la palidez de nuestro cutis.

El quinto día nos visitó la señora Gao. Acababa de regresar del poblado de Getan, donde estaba negociando una unión. Había aprovechado el viaje para entregar a Hermana Mayor unas cartas que le habíamos escrito y para recoger la que ella nos enviaba. No sentíamos el menor afecto por la señora Gao, pero nos habían enseñado a respetar a nuestros mayores. Le ofrecimos té, pero rehusó. Como a nosotras no podía sacarnos dinero, me entregó la carta y volvió a subir al palanquín. Esperamos a que hubiera doblado la esquina y entonces cogí mi aguja de bordar para rasgar el sello de pasta de arroz. Debido a lo que ocurrió más tarde ese mismo día, y a que Hermana Mayor usaba muchas frases formularias del nu shu, creo que puedo reconstruir el texto de aquella carta:

Familia:

Hoy cojo un pincel y mi corazón vuela hasta mi hogar.

Escribo a mi familia: saludos a mis queridos padres, a mi tía y a mi tío.

Cuando pienso en el pasado, no puedo reprimir las lágrimas.

Todavía me entristece haber dejado mi hogar.

Mi hijo está a punto de nacer y paso mucho calor.

Mis suegros son despreciables.

Hago todas las labores domésticas.

Con este calor no se puede vivir.

Hermana, prima, cuidad de nuestros padres.

La única esperanza de las mujeres es que nuestros padres vivan muchos años.

Así siempre tendremos un lugar al que regresar y donde pasar las fiestas.

En nuestra casa natal siempre habrá gente que nos quiere.

Por favor, sed buenas con nuestros padres.

Vuestra hija, hermana y prima

Cuando acabé de leerla, cerré los ojos y pensé: «Qué triste está Hermana Mayor y qué contenta estoy yo.» Me alegraba de que siguiéramos la costumbre de no instalarnos en la casa de nuestro esposo hasta poco antes del nacimiento de nuestro primer hijo. Todavía faltaban dos años para mi boda y tres, seguramente, para que me fuera a vivir con mis suegros.

Una especie de sollozo interrumpió mis pensamientos. Abrí los ojos y miré a Flor de Nieve, que con expresión de desconcierto miraba fijamente hacia su derecha. Me volví hacia Luna Hermosa, que se frotaba el cuello, al tiempo que aspiraba grandes bocanadas de aire.

– ¿Qué pasa? -pregunté.

Luna Hermosa respiraba con dificultad, produciendo un angustioso sonido -«uuuu, uuuu, uuuu»- que jamás olvidaré.

Me miró con sus preciosos ojos. Dejó de frotarse con la mano y se apretó el cuello. No hizo ademán de levantarse; continuaba sentada con las piernas dobladas debajo del cuerpo. Seguía pareciendo una muchacha sentada a la sombra en una tarde calurosa, con la labor en el regazo, pero yo me percaté de que el cuello empezaba a hinchársele.

– Ve a pedir ayuda, Flor de Nieve -la apremié-. Busca a mi padre, busca a mi tío. ¡Deprisa!

Con el rabillo del ojo vi cómo Flor de Nieve intentaba correr con sus diminutos pies. Su voz, que no estaba acostumbrada a que la forzaran, sonó temblorosa y chillona cuando exclamó:

– ¡Socorro! ¡Socorro!

Me arrastré por la colcha hasta Luna Hermosa y vi que una abeja agonizaba sobre su labor. El aguijón debía de haberse quedado clavado en el cuello de mi prima. Le cogí una mano. Ella abrió la boca y vi que tenía la lengua hinchada.

– ¿Qué puedo hacer? -pregunté-. ¿Quieres que intente extraer el aguijón?

Ambas sabíamos que era demasiado tarde para eso.

– ¿Quieres agua? -pregunté.

Luna Hermosa no podía contestar. Respiraba sólo por la nariz y cada vez le costaba más inspirar.

Oí a Flor de Nieve gritar por el pueblo:

– ¡Padre! ¡Tío! ¡Hermano Mayor! ¡Que alguien nos ayude!

Los niños que solían visitarnos acudieron con presteza y se reunieron alrededor de nuestra colcha, observando boquiabiertos cómo a Luna Hermosa se le hinchaban el cuello, la lengua, los párpados y las manos. Su piel pasó de la palidez de la luna que evocaba su nombre al rosa, el rojo, el morado y el azul. Parecía un personaje de una historia de fantasmas. Llegaron algunas viudas de Puwei y al ver a mi prima menearon la cabeza, compungidas.

Luna Hermosa me miró a los ojos. Se le había hinchado tanto la mano que yo le sujetaba que sus dedos parecían salchichas sobre mi palma; la piel estaba tan tensa y brillante que parecía a punto de desgarrarse. Apreté contra mi pecho su monstruosa mano.

– Escúchame, Luna Hermosa -supliqué-. Tu padre vendrá enseguida. Espéralo. Él te quiere mucho. Todos te queremos, Luna Hermosa. ¿Me oyes?

Las ancianas rompieron a llorar. Los niños se abrazaban unos a otros. La vida en nuestro pueblo era difícil. ¿Quién no había visto morir a alguien? Pero no era habitual ver tanto valor, tanta serenidad, tanta nobleza en los últimos momentos.

– Has sido una buena prima -proseguí-. Siempre te he querido. Siempre te querré.

Luna Hermosa volvió a tomar aliento, y esta vez su respiración sonó como el lento chirrido de una bisagra. Ya apenas entraba aire en sus pulmones.

– Luna Hermosa, Luna Hermosa…

Cesó el espeluznante sonido. Los ojos de mi prima no eran más que dos estrechas rendijas en un rostro brutalmente crispado, pero ella no dejaba de mirarme, consciente de lo que ocurría. Había oído cuanto yo le había dicho. En sus últimos momentos, cuando ya no entraba ni salía aire de sus pulmones, sentí que Luna Hermosa me transmitía muchos mensajes. «Dile a mi madre que la quiero», «Dile a mi padre que lo quiero», «Diles a tus padres que les agradezco todo cuanto han hecho por mí», «No dejes que sufran por mí». Entonces inclinó la cabeza.

Nadie se movió. Todo se quedó tan inmóvil como el paisaje que yo había bordado en mis zapatos. Sólo los sollozos y los gemidos indicaban que estaba ocurriendo una desgracia.

Mi tío entró corriendo en el callejón y se abrió paso a empujones entre la gente hasta llegar a donde estábamos sentadas Luna Hermosa y yo. Mi prima parecía tan serena que mi tío abrigó esperanzas, pero mi rostro y el de los que nos rodeaban lo desengañaron. Entonces soltó un grito desgarrador y cayó de rodillas. Y al ver cuan distorsionada tenía la cara, soltó un aullido estremecedor. Los niños más pequeños huyeron, asustados. Mi tío sudaba porque venía de trabajar en los campos y por la carrera hasta la casa, y yo percibía su olor corporal. Las lágrimas le resbalaban por la nariz, las mejillas y la barbilla y desaparecían en su sudada túnica.

Entonces llegó mi padre, que se arrodilló junto a su hermano. Unos segundos más tarde, Hermano Mayor se abrió paso entre la muchedumbre, jadeando. Llevaba a Flor de Nieve a cuestas.

Mi tío empezó a hablar a su hija.

– Despierta, pequeña. Despierta. Voy a buscar a tu madre. Ella te necesita. Despierta. Despierta.

Mi padre lo agarró por el brazo y dijo:

– Es inútil.

La postura en que se había sentado mi tío era muy parecida a la de Luna Hermosa: la cabeza inclinada, las piernas dobladas debajo del cuerpo, las manos sobre el regazo; todo era igual, salvo las lágrimas que derramaban sus ojos y el implacable dolor que hacía estremecer su cuerpo.

Mi padre preguntó:

– ¿Quieres cogerla tú o prefieres que lo haga yo?

Mi tío negó con la cabeza. Sin pronunciar palabra, sacó una pierna de debajo del cuerpo y plantó el pie en el suelo para incorporarse; a continuación levantó a Luna Hermosa y la llevó a la casa. Los demás estábamos tan conmocionados que apenas podíamos pensar. Sólo Flor de Nieve reaccionó; se encaminó presurosa hacia la mesa de la sala principal y retiró las tazas de té que habíamos puesto para cuando los hombres regresaran del campo. Mi tío tendió sobre ella a Luna Hermosa y entonces los demás pudieron ver los estragos que el veneno de la abeja había hecho en el rostro y el cuerpo de mi prima. Yo no paraba de pensar: «Sólo han sido cinco minutos.»

Flor de Nieve tomó de nuevo las riendas y dijo:

– Perdonad, pero tenéis que ir a buscar a los otros.

Cuando mi tío comprendió que eso significaba que había que decir a mi tía que Luna Hermosa había muerto, sus sollozos arreciaron. Yo no quería ni pensar en mi tía. Luna Hermosa siempre había sido su única fuente de verdadera felicidad. Estaba tan conmocionada por lo que le había pasado a mi prima que todavía no había tenido ocasión de sentir nada. De pronto noté que las fuerzas me abandonaban y las lágrimas anegaban mis ojos. Flor de Nieve me rodeó con un brazo y me guió hasta una silla, sin dejar de dar instrucciones.

– Hermano Mayor, ve corriendo al pueblo natal de tu tía -ordenó-. Tengo unas monedas. Utilízalas para alquilar un palanquín para ella. Luego ve al pueblo natal de tu madre y dile que venga. Tendrás que traerla a cuestas, como has hecho conmigo. Quizá Hermano Segundo pueda ayudarte. Date prisa. Tu tía la necesitará.

Los demás aguardamos. Mi tío se sentó en un taburete junto a la mesa y lloró a mares sobre la túnica de Luna Hermosa, de modo que las manchas se extendían por la tela como nubes de lluvia. Padre intentaba consolarlo, pero era inútil; nada podía consolarlo. Quien diga que los yao no quieren a sus hijas miente. Es verdad que carecemos de valor. Es verdad que nos crían con el único propósito de entregarnos a otra familia. Sin embargo, muchas veces nos aman y nos cuidan, pese a que nuestras familias natales se esfuercen por no encariñarse con nosotras. Si no, ¿por qué encontramos tan a menudo frases como «Yo era una perla en la palma de la mano de mi padre» en nuestra escritura secreta? Puede que los padres intentemos no encariñarnos en exceso con nuestras hijas. Yo intenté no encariñarme con la mía, pero fue en vano. Ella mamaba de mis pechos como habían hecho mis hijos varones, lloraba en mis brazos, y me honró convirtiéndose en una mujer buena e inteligente que dominaba el nu shu. Mi tío había perdido para siempre a su perla.

Observando el rostro de Luna Hermosa recordé cuánto nos habíamos querido. Nos habían vendado los pies al mismo tiempo. Nos habían encontrado esposo en el mismo pueblo. Nuestras vidas estaban felizmente entretejidas, y ahora nos separábamos para siempre.

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