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Flor de Nieve iba de un lado para otro. Preparó té, pero nadie lo bebió. Recorrió toda la casa en busca de prendas blancas de luto y nos las entregó. Se quedó junto a la puerta para recibir a la gente que se había enterado de la noticia. La señora Wang llegó en su palanquín y Flor de Nieve la hizo entrar. Yo pensé que la casamentera se lamentaría por haber perdido sus honorarios, pero lo que hizo fue preguntar cómo podía ayudarnos. El futuro de Luna Hermosa había estado en sus manos y se sentía obligada a asistirla en su último viaje. Cuando vio el rostro deformado de Luna Hermosa y sus monstruosos y escalofriantes dedos, se tapó la boca con una mano. Hacía mucho calor y en la casa no había ningún lugar fresco donde poner a mi prima. El cadáver no tardaría en empezar a corromperse.

– ¿Cuándo llegará su madre? -preguntó la señora Wang.

Nadie lo sabía.

– Flor de Nieve, tápale la cara con muselina y vístela con las prendas de la eternidad. Deprisa. No conviene que una madre vea a su hija en este estado. -Flor de Nieve se dispuso a subir por la escalera, pero la señora Wang la retuvo por la manga-. Iré a Tongkou y te traeré la ropa de luto. No salgas de esta casa hasta que yo te lo diga. -La soltó, echó un último vistazo a Luna Hermosa y luego se marchó.

Cuando mi tía llegó, mi padre, mi tío, mis hermanos y yo nos habíamos puesto unas sencillas prendas de arpillera. Habíamos envuelto a mi prima de la cabeza a los pies con muselina y a continuación la habíamos vestido para su viaje al más allá. Aquel día se derramaron muchas lágrimas en mi casa, pero a mi tía no la vimos llorar. Entró oscilando sobre sus lotos dorados y fue derecha hacia el cadáver de su hija. Le alisó la ropa y le puso una mano sobre el corazón. Se quedó así durante horas.

Mi tía cumplió a rajatabla todos los ritos del funeral. Fue al entierro de rodillas. Quemó billetes y ropa junto a la tumba para que Luna Hermosa los empleara en el más allá. Reunió todos los textos que mi prima había escrito en nu shu y también los quemó. Después construyó un pequeño altar en nuestra casa y todos los días hacía ofrendas en él. No lloraba delante de nosotros, pero nunca olvidaré los sonidos que invadían la casa por la noche, cuando mi tía se acostaba. Sus lamentos surgían de lo más profundo de su alma. Los demás no podíamos dormir. No podíamos consolarla. Mis hermanos y yo intentábamos no hacer ningún ruido, volvernos invisibles, pues sabíamos que para ella nuestras voces y caras sólo eran amargos recordatorios de lo que acababa de perder. Por la mañana, cuando los hombres se marchaban al campo, mi tía se retiraba a su habitación y no salía de allí. Se tumbaba de costado, de cara a la pared, y se negaba a comer otra cosa que no fuera el cuenco de arroz que mi madre le llevaba; pasaba el día en silencio hasta que caía la noche, y entonces iniciaba de nuevo aquel espeluznante lamento.

Todo el mundo sabe que, cuando alguien fallece, una parte de su espíritu desciende al más allá y otra parte permanece con la familia; según otra creencia, el espíritu de una muchacha muerta antes de casarse persigue a sus amigas solteras, no para asustarlas sino para llevárselas al más allá, donde le harán compañía. Todas las noches, la infelicidad de Luna Hermosa llegaba hasta nosotras a través de los sobrenaturales lamentos de mi tía, y Flor de Nieve y yo sabíamos que corríamos peligro.

A Flor de Nieve se le ocurrió una idea. «Hemos de construir una torre de flores», dijo una mañana. Una torre de flores era justo lo que necesitábamos para apaciguar al espíritu de Luna Hermosa. Así tendría un sitio donde refugiarse y distraerse. Si ella era feliz, Flor de Nieve y yo estaríamos protegidas.

Las familias ricas acuden a un constructor de torres de flores profesional, pero Flor de Nieve y yo decidimos levantarla con nuestras manos. Diseñamos una pagoda de siete plantas. Pusimos un par de perros foo en la entrada. En las paredes interiores pintamos poemas con nuestra escritura secreta. Construimos un piso para bailar y otro para flotar. En el techo de un dormitorio pintamos estrellas y la luna. En otro piso hicimos una habitación de las mujeres, con celosías confeccionadas con ornados recortes de papel que permitían mirar en todas direcciones. Fabricamos una mesa sobre la que pusimos muestras de nuestros hilos favoritos, tinta, papel y un pincel, para que Luna Hermosa bordara o escribiera en nu shu a sus nuevas amigas fantasmas. Hicimos criados y bufones con papel de colores y los repartimos por la torre para que en todos los pisos hubiera compañía, distracción y diversiones. Cuando no estábamos trabajando en la torre de flores, componíamos un lamento que cantaríamos para tranquilizar a mi prima. Si la torre de flores era para que Luna Hermosa la disfrutara toda la eternidad, nuestras palabras serían una despedida definitiva del mundo de los vivos.

El día que por fin cambió el tiempo, pedimos permiso para ir a la tumba de Luna Hermosa. No había que andar mucho; Flor de Nieve había tenido que caminar mucho más para llegar a los campos y avisar a mi padre y mi tío cuando murió Luna Hermosa. Nos sentamos junto al túmulo y, al cabo de unos minutos, Flor de Nieve quemó la torre de flores. La vimos arder, imaginando que viajaba hasta el más allá y que Luna Hermosa se paseaba encantada por sus habitaciones. Luego saqué el papel donde habíamos escrito a Luna Hermosa en nuestra escritura secreta y empezamos a cantar:

Luna Hermosa, esperamos que encuentres la paz en tu torre de flores.

Esperamos que nos olvides, pero nosotras nunca te olvidaremos.

Te honraremos. Limpiaremos tu tumba el día de la Fiesta de Primavera.

No dejes que tus pensamientos se desboquen.

Vive en tu torre de flores y sé feliz.

Regresamos a casa y subimos a la habitación de las mujeres. Nos sentamos juntas y escribimos por turnos el lamento en los pliegues de nuestro abanico. Cuando hubimos terminado, añadí a la guirnalda del borde superior una media luna, delgada y discreta como Luna Hermosa.

La torre de flores nos protegía y aplacaba al inquieto fantasma de Luna Hermosa, pero no ayudaba a mis inconsolables tíos. Había que resignarse. Estábamos a merced de poderosos elementos y no podíamos hacer nada para adivinar nuestro destino. Eso se explica mediante el yin y el yang: hay hombres y mujeres, oscuridad y luz, pena y felicidad; todas esas cosas crean un equilibrio. Vivimos un momento de máxima felicidad, como nos ocurrió a Flor de Nieve y a mí al principio de la Fiesta de la Brisa, y de pronto se produce una desgracia como la muerte de Luna Hermosa. Mis tíos, que hasta entonces habían sido felices, se convirtieron de la noche a la mañana en dos desdichados sin descendientes ni motivación en la vida; cuando muriera mi padre, tendrían que confiar en la bondad de Hermano Mayor para que se ocupara de ellos y no los echara de la casa. Mi familia no era muy pudiente y había demasiadas bodas en perspectiva… Eso alteraba el equilibrio del universo, de modo que los dioses lo restablecieron matando a una niña de buen corazón. No hay vida sin muerte. Ése es el verdadero significado del yin y el yang.

La silla de flores

Dos años después de la muerte de Luna Hermosa, empecé a peinarme el cabello -que llevaba recogido desde los quince años- al estilo del dragón, como corresponde a una joven que está a punto de contraer matrimonio. Mis suegros enviaron más telas, dinero para que pudiera tener mi propio monedero y joyas (pendientes, anillos, collares) de plata y jade. Además regalaron a mis padres treinta paquetes de arroz glutinoso -suficiente para alimentar a la familia y los amigos que nos visitarían esos días- y una pieza de magro de cerdo, que mi padre cortó y mis hermanos repartieron entre los vecinos de Puwei para hacerles saber que había empezado oficialmente la celebración de la boda, que duraría un mes. Pero lo que más sorprendió y complació a mi padre -y lo que demostró que el sacrificio que mi familia había hecho por mí había valido la pena- fue la llegada de otro carabao. Con ese solo regalo mi padre se convirtió en uno de los tres hombres más prósperos de nuestro pueblo.

Flor de Nieve vino a pasar con nosotros todo el mes del rito de Sentarse y Cantar en la Habitación de Arriba. Durante esas cuatro últimas semanas, mientras yo terminaba mi ajuar, me ayudó en todo y estrechamos aún más los lazos que nos unían. Ambas teníamos ideas descabelladas acerca de lo que sería el matrimonio, pero creíamos que nada podría compararse con el placer que sentíamos cuando nos abrazábamos: el calor de nuestros cuerpos, la suavidad y el delicado perfume de nuestra piel. Nada podría cambiar el amor que nos profesábamos y no cabía ninguna duda de que en el futuro tendríamos cada vez más cosas que compartir.

Para nosotras el rito de Sentarse y Cantar en la Habitación de Arriba señalaba el principio de un compromiso aún más profundo entre las dos. Tras diez años de amistad, nuestra relación estaba a punto de entrar en una fase nueva y mucho más profunda. Al cabo de dos o tres años, cuando me instalara definitivamente en la casa de mi esposo y Flor de Nieve se marchara al hogar de su esposo en Jintian, nos visitaríamos con frecuencia. Estábamos seguras de que nuestros maridos, que eran hombres adinerados y distinguidos, alquilarían palanquines con ese propósito.

Como yo no tenía hermanas de juramento que me acompañaran durante esas celebraciones, mi madre, mi tía, mi cuñada, Hermana Mayor -que había venido a casa porque volvía a estar embarazada- y unas cuantas muchachas solteras de Puwei subían a la habitación para celebrar mi buena suerte. La señora Wang también acudía de vez en cuando. En ocasiones contábamos nuestras historias favoritas, o una elegía una canción que todas cantábamos a coro. Otras veces cantábamos la historia de nuestra propia vida. Mi madre, que estaba satisfecha con su destino, nos contó «El cuento de la Niña Flor», y mi tía, que todavía estaba de luto, nos hizo llorar a todas entonando un triste canto fúnebre.

Una tarde, mientras yo bordaba el cinturón con que me ceñiría el traje de boda, la señora Wang vino a distraernos con «La historia de la esposa Wang». Se sentó en un taburete al lado de Flor de Nieve, que estaba muy concentrada componiendo mi libro del tercer día y buscando las palabras idóneas para hablarles de mí a mis suegros, y empezaron a decirse cosas al oído. De vez en cuando yo oía a Flor de Nieve decir «Sí, tiíta» o «No, tiíta». Siempre se había mostrado muy cariñosa con la casamentera y yo había intentado seguir su ejemplo con relativo éxito.

Cuando la señora Wang vio que todas estábamos esperando, removió el trasero sobre el taburete para ponerse cómoda y empezó su relato.

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