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– Erase una vez una mujer piadosa con muy pocas perspectivas. -En los últimos años la señora Wang había engordado mucho, y por eso tanto sus relatos como sus movimientos eran más lentos-. Su familia la casó con un carnicero. No podía haber otra unión más baja tratándose de una mujer de creencias budistas. Pese a ser muy piadosa, era ante todo mujer, y tuvo hijos e hijas. Sin embargo, la esposa Wang no comía pescado ni carne. Todos los días recitaba sutras durante horas, sobre todo el sutra del diamante. Cuando no recitaba, suplicaba a su esposo que no matara más animales. Lo prevenía del mal karma que arrastraría en su siguiente vida si continuaba desempeñando aquel oficio.

La casamentera puso una mano sobre el muslo de Flor de Nieve en un gesto de consuelo. A mí me habría molestado sentir la mano de la anciana en mi pierna, pero Flor de Nieve no la apartó.

– El esposo Wang le decía (y algunos creerán que con razón) que los hombres de su familia eran carniceros desde hacía innumerables generaciones -prosiguió-. «Sigue recitando el sutra del diamante», le decía. «En tu próxima vida recibirás tu recompensa. Yo seguiré matando animales. Compraré tierras en esta vida y dejaré que me castiguen en la próxima.»

La esposa Wang sabía que estaba condenada por haberse acostado con su esposo, pero, cuando él puso a prueba sus conocimientos del sutra del diamante y descubrió que lo recitaba sin saltarse ni una palabra, le dio una habitación para ella sola a fin de que pudiera ser casta el resto de su vida de casada.

– Entretanto -continuó la señora Wang, cuya mano volvió a moverse hacia Flor de Nieve y se posó suavemente en su nuca-, el rey del más allá envió fantasmas para que vigilaran a las personas virtuosas. Espiaron a la esposa Wang y, tras convencerse de su pureza, la animaron a viajar al más allá para recitar el sutra del diamante. Ella sabía qué significaba eso: le estaban pidiendo que muriera. Les suplicó que no la obligaran a abandonar a sus hijos, pero los fantasmas no quisieron oír sus ruegos. La esposa Wang dijo a su marido que tomara otra esposa, y a sus hijos, que fueran buenos y obedecieran a su nueva madre. Y, tras pronunciar esas palabras, cayó al suelo, muerta.

»La esposa Wang padeció mucho antes de que la condujeran ante el rey del más allá. Él, que había comprobado su virtud y devoción observando cómo soportaba todas sus tribulaciones, le pidió, al igual que había hecho el marido de la esposa Wang, que recitara el sutra del diamante. Ella se dejó nueve palabras, pero el rey del más allá quedó tan satisfecho con sus esfuerzos (los que había hecho tanto en vida como después de muerta) que la recompensó permitiéndole regresar al mundo de los vivos convertida en recién nacido. Esa vez, la esposa Wang nació como varón en la casa de un erudito funcionario, pero llevaba escrito su verdadero nombre en la planta del pie.

»La esposa Wang había llevado una vida ejemplar, pero sólo había sido una mujer -nos recordó la casamentera-. Ahora que era un hombre, destacaba en todo cuanto hacía. Alcanzó el más alto rango entre los funcionarios imperiales, consiguió riquezas, honores y prestigio. No obstante, echaba de menos a su familia y ansiaba volver a ser una mujer. Al final el emperador le concedió audiencia; ella le contó su historia y le suplicó que la dejara regresar al pueblo natal de su esposo. Tal como había ocurrido con el rey del más allá, el valor y la virtud de la mujer conmovieron al emperador, que, sin embargo, vio algo más en ella: devoción filial. Le concedió una plaza de magistrado en el pueblo natal de su esposo. La esposa Wang llegó allí con sus lujosos ropajes de funcionario imperial. Cuando todos los habitantes salieron a rendirle pleitesía, dejó perpleja a la multitud quitándose los zapatos de varón y revelando su verdadero nombre. Dijo a su esposo, que ya era muy anciano, que quería volver a ser su esposa. El esposo Wang y sus hijos fueron a la tumba de la esposa Wang y la abrieron. El emperador de jade salió de ella y anunció que toda la familia Wang podía abandonar este mundo y alcanzar el nirvana, y eso fue lo que hicieron.

Pensé que la señora Wang había contado esa historia para hablarme de mi futuro. Mi esposo Lu y su familia, por muy queridos y respetados que fueran en el condado, quizá hicieran cosas que pudieran considerarse ofensivas o incluso impuras. Además, era propio de la naturaleza de un hombre nacido bajo el signo del tigre ser fogoso, enérgico e impulsivo. Pudiera ser que mi esposo se rebelara contra la sociedad o se burlara de las tradiciones. (He de admitir que eso no es tan grave como ser carnicero; aun así, eran conductas que podían resultar peligrosas.) Yo, como mujer nacida bajo el signo del caballo, podría ayudar a mi esposo a corregir esas conductas negativas. Una mujer caballo nunca debe tener miedo de tomar el mando y apartar a su compañero de los problemas. Para mí, ése era el verdadero mensaje de «La historia de la esposa Wang». Ella no había conseguido que su esposo hiciera lo que ella le pedía, pero, gracias a su devoción y sus buenas obras, no sólo lo había salvado de la condena que le habrían acarreado sus actos impuros, sino que además había ayudado a toda su familia a alcanzar el nirvana. Es uno de los pocos relatos didácticos con final feliz que nos contaron, y aquel día de últimos de otoño, un mes antes de mi boda, me hizo sentir feliz.

Por lo demás, yo experimentaba sentimientos encontrados durante el rito de Sentarse y Cantar. Me entristecía saber que iba a alejarme de mi familia, pero, tal como había hecho con el vendado de los pies, procuraba ver más allá; no me quedaba con aquel pedacito de vida que podía ver por la celosía, sino que contemplaba un paisaje como los que Flor de Nieve y yo veíamos por la ventanilla del palanquín de la señora Wang. Estaba convencida de que me esperaba un futuro nuevo y mejor. Quizá era una actitud innata en mí; si pueden, los caballos recorren el mundo. Me complacía la idea de vivir en otro sitio. Como es lógico, me gustaría poder afirmar que Flor de Nieve y yo seguíamos nuestra naturaleza de caballo exactamente como la definen los horóscopos, pero los caballos (y las personas) no siempre obedecen. Decimos una cosa y hacemos otra. Sentimos de una forma; luego nuestros corazones se abren en otra dirección. Vemos una cosa, pero no comprendemos que las anteojeras limitan nuestra visión. Avanzamos por una vereda que nos gusta, pero entonces vemos un camino, un callejón, un río que nos tienta…

Así es como me sentía, y pensaba que Flor de Nieve debía de sentir lo mismo que yo, pero mi laotong era un misterio para mí. Su boda se celebraría un mes después de la mía, pero no parecía ni emocionada ni triste. Estaba muy apagada, incluso cuando cantaba, sin equivocarse, la letra de nuestras canciones o trabajaba con diligencia en el libro del tercer día que estaba componiendo para mí. Pensé que quizá la ponía más nerviosa que a mí la perspectiva de la noche de bodas.

– Eso no me asusta -dijo, mientras doblábamos y envolvíamos mis colchas.

– A mí tampoco -aseguré, pero ninguna de las dos lo decía con mucha convicción.

En mis años de hija, cuando todavía me dejaban jugar en la calle, había visto muchos animales aparearse. Sabía que tendría que hacer algo parecido, pero no entendía cómo iba a pasar ni qué se esperaba de mí, y Flor de Nieve, que generalmente sabía mucho más que yo, no podía ayudarme. Ambas esperábamos que nuestras madres, hermanas mayores, mi tía o incluso la casamentera, nos explicaran cómo realizar aquella tarea, igual que nos habían enseñado a hacer tantas otras.

Como a ambas nos resultaba violento abordar ese tema, intenté conducir la conversación hacia los planes que teníamos para las semanas siguientes. En lugar de regresar con mi familia después de mi boda, iría a casa de Flor de Nieve para acompañarla durante el mes del rito de Sentarse y Cantar. Tenía que ayudarla con los preparativos de la boda, como ella me había ayudado a mí. Hacía diez años que deseaba ir allí y, en cierto modo, eso me hacía más ilusión que conocer a mi esposo, porque había oído hablar mucho acerca de la casa y la familia de Flor de Nieve, mientras que apenas sabía nada del hombre con el que iba a casarme. Sin embargo, pese a estar muy emocionada (¡por fin iba a ver la casa de Flor de Nieve!), ella sólo me daba detalles muy vagos.

– Te llevará alguien de tu familia política -dijo mi alma gemela.

– ¿Crees que mi suegra participará en el rito de Sentarse y Cantar de tu boda? -pregunté. Eso me habría complacido, porque así mi suegra me vería con mi laotong.

– La señora Lu está demasiado ocupada. Tiene muchas obligaciones, y tú también las tendrás algún día.

– Pero conoceré a tu madre, a tu hermana mayor y… ¿A quién más invitaréis?

Suponía que mi madre y mi tía participarían en los rituales de su boda. Flor de Nieve era casi un miembro más de nuestra familia y yo creía que querría tenerlas a su lado durante esos días.

– Vendrá tía Wang -contestó.

Seguramente la casamentera haría varias apariciones durante el rito de Sentarse y Cantar de mi laotong, tal como había hecho con el mío. Para la señora Wang nuestra boda suponía la culminación de largos años de duro trabajo; cuando abandonáramos el hogar paterno, ella recibiría sus honorarios. Era lógico que no quisiera desperdiciar ni una sola oportunidad de demostrar a las otras mujeres -madres de potenciales clientes- los espléndidos resultados que había obtenido.

– No sé si mi madre ha invitado a alguien además. No sé qué ha planeado -continuó mi laotong-. Todo será una sorpresa.

Nos quedamos calladas mientras cada una doblaba otra colcha. La miré y me pareció advertir cierta tensión en sus facciones. Por primera vez en muchos años volvió a invadirme la inseguridad. ¿Y si Flor de Nieve seguía considerando que no era digna de ella? ¿La avergonzaba que las mujeres de Tongkou conocieran a mi madre y mi tía? Entonces recordé que estábamos hablando de su rito de Sentarse y Cantar. Todo se haría exactamente como su madre decidiera.

Le aparté un mechón de la cara y se lo puse detrás de la oreja.

– Estoy impaciente por conocer a tu familia. Vamos a pasarlo muy bien.

Todavía estaba tensa cuando dijo:

– No quisiera que te llevaras una decepción. Te he hablado tanto de mi madre, de mi padre…

– Y de Tongkou, y de tu casa…

– Seguro que nada te resultará tan bonito como lo has imaginado.

Me reí.

– Es una tontería que te preocupes. Todo lo que he imaginado proviene de los hermosos cuadros que tú has dibujado con tus palabras.

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