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Así pues, los hombres formaron una cuadrilla y se pusieron en marcha. Bajaron con mucho cuidado por la montaña, con la esperanza de encontrar provisiones en los pueblos que habíamos abandonado. Sólo volvieron unos pocos; nos contaron que habían visto a sus amigos decapitados y las cabezas clavadas en picas. Muchas nuevas viudas, incapaces de soportar la noticia, se suicidaron; se arrojaban por el precipicio por el que tanto les había costado trepar, se tragaban brasas ardiendo de las hogueras que encendíamos por la noche, se cortaban el cuello o se dejaban morir lentamente de hambre. Las que no elegían ese camino se deshonraban aún más buscando una nueva vida con otros hombres alrededor de otras hogueras. Al parecer, en las montañas algunas mujeres olvidaban las normas que rigen la viudedad. Aunque seamos pobres, aunque seamos jóvenes, aunque tengamos hijos, es preferible morir y seguir siendo fieles a nuestros esposos que deshonrar su memoria, porque así preservamos nuestra virtud.

Como no tenía a mis hijos cerca, observaba atentamente a los de Flor de Nieve y descubría en ellos algunos rasgos de personalidad que habían heredado de su madre; añoraba muchísimo a los míos y no podía evitar compararlos con los de mi laotong. Mi hijo mayor ya había ocupado el lugar que le correspondía en la familia y le esperaba un futuro espléndido. El hijo mayor de Flor de Nieve tenía dentro de su familia una posición aún inferior a la de su madre. Nadie lo quería y parecía ir a la deriva. Sin embargo, a mis ojos era el que más se parecía a mi laotong. Era amable y delicado, y quizá por eso ella se apartaba de él con tanta crueldad.

Mi segundo hijo era un muchacho bondadoso e inteligente, pero sin tantas ansias de aprender como mi primogénito. Lo imaginaba viviendo con nosotros el resto de su vida, trayendo a su esposa a casa, engendrando hijos y trabajando para su hermano mayor. El segundo hijo de Flor de Nieve, por su parte, era el preferido de su familia. Tenía la misma constitución que su padre: era bajo y robusto, con brazos y piernas fuertes. Jamás tenía miedo, nunca tiritaba de frío ni protestaba si tenía hambre. Seguía a su padre como un fantasma, incluso cuando él salía a cazar. Y debía de servirle de alguna ayuda, porque de lo contrario el carnicero no habría permitido que el crío lo acompañara. Cuando volvían al campamento con un animal muerto, el niño se acuclillaba junto a su padre y aprendía a preparar la carne. Ese parecido del muchacho con su padre me permitía entender mejor a Flor de Nieve. Su esposo quizá era rudo y apestoso, y quizá estaba muy por debajo de mi alma gemela, pero el amor que ella demostraba por su hijo significaba que también quería mucho a su marido.

El aspecto y la conducta de Luna de Primavera no podían ser más diferentes de los de mi hija. Jade había heredado las facciones más bien toscas de mi familia, y por eso yo era tan dura con ella. Como el dinero que habíamos ganado con la venta de la sal le permitiría contar con una generosa dote, era muy probable que encontrara un buen marido. Yo creía que Jade sería una buena esposa, pero Luna de Primavera sería una esposa extraordinaria si se le brindaban las mismas oportunidades que había tenido yo.

Todos ellos hacían que yo añorara a mi familia.

Estaba triste y asustada, pero las noches con Flor de Nieve aligeraban mi pena. ¿Cómo os digo esto? Incluso allí, incluso en aquella situación tan extrema, con tanta gente alrededor, el carnicero quería tener trato carnal con mi laotong. Cohabitaban a la intemperie, protegiéndose del frío con una colcha junto a la hoguera. Los demás desviábamos la mirada, pero no podíamos evitar oírlos. Por fortuna el carnicero no hacía ruido y sólo de vez en cuando emitía algún gruñido. Los suspiros de placer que yo oía no eran del carnicero, sino de mi laotong, y me costaba entenderlo. Cuando terminaban, ella venía a mi lado y me abrazaba, como hacía cuando éramos niñas. Olía a sexo, pero hacía tanto frío que de todos modos yo agradecía su calor. Sin su cuerpo junto al mío, habría muerto cualquiera de aquellas noches, como tantas mujeres.

Como era de esperar, con tanto trato carnal Flor de Nieve volvió a quedar encinta. Al principio creí que el frío, las privaciones y la mala alimentación eran la causa de que hubiera dejado de tener la menstruación, pues a mí me había ocurrido lo mismo. Sin embargo, ella descartaba tajantemente esa posibilidad.

– No es la primera vez que me quedo embarazada -me dijo-. Conozco los síntomas.

– Entonces, espero que tengas otro hijo varón.

– Sí, esta vez será varón -afirmó, y sus ojos destellaron con una mezcla de felicidad y convicción.

– Sí, los hijos varones son una bendición. Deberías estar orgullosa de tu primogénito.

– Desde luego -repuso sin entusiasmo. A continuación añadió-: Os he visto juntos. Sé que le tienes mucho aprecio. ¿Le tienes suficiente aprecio para que se convierta en tu yerno?

En efecto, yo apreciaba al muchacho, pero esa propuesta estaba fuera de lugar.

– No puede haber matrimonios entre nuestras familias -contesté. Me sentía en deuda con Flor de Nieve por haberme convertido en quien era y estaba dispuesta a ayudar a Luna de Primavera, pero nunca permitiría que mi hija cayera tan bajo-. Es mucho más importante una unión entre nuestras dos hijas, ¿no te parece?

– Sí, tienes razón-concedió sin darse cuenta de mis verdaderos sentimientos-. Cuando volvamos a casa, iremos a ver a tía Wang, tal como teníamos pensado. Tan pronto como los pies de las niñas adopten su nueva forma, irán al templo de Gupo para firmar su contrato, se comprarán un abanico para escribir en él sus vidas y comerán en el puesto de taro.

– Tú y yo también deberíamos encontrarnos en Shexia. Si somos discretas, podremos observarlas.

– ¿Me estás proponiendo que las espiemos? -preguntó, escandalizada. Al ver que yo sonreía se echó a reír-. Siempre he creído que era yo la traviesa, ¡pero mira quién es ahora la que conspira!

Pese a las privaciones que tuvimos que soportar durante aquellos meses, el plan que habíamos trazado para nuestras hijas nos infundía esperanzas e intentábamos recordar en todo momento lo bueno de la vida. Celebramos el quinto cumpleaños del hijo menor de Flor de Nieve. Era un niñito muy gracioso y nos divertía observarlo cuando ayudaba a su padre. Parecían dos cerdos: husmeaban, hurgaban, se frotaban el uno contra el otro; iban manchados de barro y mugre y se deleitaban con su mutua compañía. Al hijo mayor le gustaba sentarse con las mujeres. Como yo me interesaba por él, Flor de Nieve también empezó a prestarle atención. Cuando su madre lo miraba, él siempre sonreía. Su expresión me recordaba a la de mi alma gemela cuando tenía esa edad: dulce, candida, inteligente. Flor de Nieve no lo miraba con verdadero amor maternal, pero sí como si lo que veía le gustara más que antes.

Un día, mientras yo estaba enseñando una canción al muchacho, mi laotong dijo:

– El niño no debería aprender las canciones de las mujeres. De pequeñas aprendimos algunos poemas…

– Sí, tu madre te los enseñaba y tú…

– Y estoy segura de que en la casa de tu esposo habrás aprendido otros.

– Sí, así es.

Ambas nos emocionamos mientras recordábamos títulos de poemas que conocíamos.

Flor de Nieve cogió a su hijo de la mano.

– Enseñémosle lo que sabemos y hagamos de él un hombre culto.

No podíamos enseñarle gran cosa, pues no habíamos recibido educación, pero aquel chico era como una seta seca que se echa en agua hirviendo y absorbía todo cuanto le ofrecíamos. No tardaría en recitar de corrido el poema de la dinastía Tang que a nosotras tanto nos gustaba de niñas, además de pasajes enteros del libro clásico infantil que yo había memorizado para ayudar a mi hijo en sus estudios. Por primera vez vi verdadero orgullo en el rostro de Flor de Nieve. El resto de la familia no sentía lo mismo, pero mi alma gemela no se acobardó ni cedió a sus demandas de que abandonara aquel empeño. Se había acordado de la niñita que apartaba la cortina del palanquín para asomarse al exterior.

Aquellos días -pese a ser fríos y estar llenos de miedo y penalidades- tenían algo maravilloso: Flor de Nieve irradiaba una felicidad que hacía muchos años yo no veía en ella. Estaba embarazada y, aunque no comía mucho, resplandecía como si tuviera dentro una lámpara de aceite. Disfrutaba de la compañía de las tres hermanas de juramento de Jintian y se alegraba de no pasar el día encerrada con su suegra. Sentada con esas mujeres, entonaba canciones que yo llevaba mucho tiempo sin oír. Allí, a la intemperie, lejos de los confines de su oscura y lúgubre casita, su espíritu de caballo se sentía libre.

Una noche gélida, cuando ya llevábamos diez semanas allí arriba, el segundo hijo de Flor de Nieve se ovilló junto a la hoguera para dormir y nunca despertó. No sé si murió de alguna enfermedad, de hambre o de frío, pero al amanecer vimos que la escarcha cubría su cuerpo y que tenía la piel azul. Los lamentos de Flor de Nieve resonaban por las montañas, pero el carnicero aún estaba más afligido. Cogió al niño en brazos; las lágrimas le resbalaban por las mejillas y abrían surcos en la mugre acumulada durante semanas en su cara. No había forma de consolarlo y se resistía a soltar al crío. No tenía oídos para su esposa ni para su madre. Hundió el rostro en el cuerpo de su hijo para no oír las súplicas de las mujeres. Ni siquiera cedió cuando los campesinos de nuestro grupo se sentaron alrededor de él, protegiéndolo de nuestra mirada y consolándolo con susurros. De vez en cuando levantaba la cabeza y exclamaba mirando al cielo: «¿Cómo puede ser que haya perdido a mi precioso hijo?» La desgarrada pregunta del carnicero aparecía en muchas historias y canciones de nu shu. Miré a las otras mujeres sentadas en torno al fuego y vi en sus rostros la pregunta sin formular: ¿podía un hombre, un carnicero, experimentar la misma desesperación y tristeza que sentíamos las mujeres cuando perdíamos a un hijo?

El padre permaneció dos días allí sentado, con el cadáver en los brazos, mientras los demás entonábamos cantos fúnebres. Al tercer día se levantó, estrechó al niño contra su pecho y se alejó de la hoguera, sorteando los corros que formaban otras familias, en dirección al bosque, donde tantas veces se había adentrado con su hijo. Regresó dos días más tarde con las manos vacías. Cuando Flor de Nieve le preguntó dónde había enterrado a su hijo, el carnicero se volvió y la golpeó con tanta brutalidad que mi laotong salió despedida hacia atrás y fue a caer con un ruido sordo dos metros más allá, en la nieve endurecida.

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