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Respondí con la verdad:

– Mi tía sufría mucho, pero creo que nosotras éramos un consuelo para ella.

– ¿Te acuerdas de lo dulce que era Luna Hermosa? ¿Te acuerdas de lo recatada que era, incluso muerta? ¿Te acuerdas de cuando tu tía llegó a casa y se quedó ante su cadáver? A todos nos preocupaban sus sentimientos, y por eso tapamos la cara a Luna Hermosa. Tu tía nunca volvió a ver a su hija. ¿Por qué fuimos tan crueles con ella?

Habría podido decir que el cadáver de Luna Hermosa era un recuerdo demasiado horrible para plantarlo en la mente de su madre, pero dije:

– Iremos a visitar a mi tía tan pronto como tengamos ocasión. Se alegrará de vernos.

– Quizá se alegre de verte a ti -repuso Flor de Nieve-, pero no a mí. Yo sólo le recordaré su desdicha. Pero debes saber que tu tía me recuerda cada día que no debo desfallecer. -Levantó la barbilla, paseó la mirada por última vez por las neblinosas colinas y añadió-: Creo que deberíamos volver. Veo que tienes frío. Además, quiero que me ayudes a escribir una cosa. -Metió una mano en su túnica y sacó nuestro abanico-. Lo he traído conmigo. Temía que los rebeldes quemaran nuestra casa y que lo perdiéramos. -Me miró a los ojos y me di cuenta de que ya no estaba ausente. Suspiró y meneó la cabeza-. Dije que nunca volvería a mentirte. La verdad es que creí que moriríamos todos aquí. No quería que muriéramos sin él. -Me tiró del brazo y añadió-: Apártate del borde, Lirio Blanco. Verte ahí me produce escalofríos.

Volvimos al campamento y, una vez allí, improvisamos tinta y un pincel. Cogimos dos troncos medio quemados de la hoguera y los dejamos enfriar; luego rascamos las partes chamuscadas con piedras y guardamos con cuidado el hollín que se desprendió. Lo mezclamos con agua, en la que hervimos unas raíces. El líquido que obtuvimos no era tan opaco ni tan negro como la tinta, pero serviría. Después extrajimos una tira de bambú del borde de un cesto y la afilamos lo mejor que pudimos para hacer un pincel. Por turnos registramos en nuestra escritura secreta el viaje a las montañas, la muerte de su hijo menor y el aborto, las frías noches y el consuelo de nuestra amistad. Cuando terminamos, ella cerró suavemente el abanico y volvió a guardarlo en su túnica.

Esa noche, el carnicero no la golpeó. Quería tener trato carnal con su esposa, y lo tuvo. Luego ella vino a mi lado de la hoguera, se deslizó bajo la colcha, se acurrucó junto a mí y apoyó la palma de la mano sobre mi mejilla. Estaba cansada después de tantas noches sin dormir, y noté cómo su cuerpo se relajaba rápidamente. Poco antes de quedarse dormida me susurró:

– Él me quiere, a su manera. Ahora todo irá mejor. Ya lo verás. Mi esposo ha cambiado.

Y yo pensé: «Sí, hasta la próxima vez que descargue su dolor o su rabia contra la adorable persona que está a mi lado.»

Al día siguiente nos anunciaron que podíamos regresar a nuestros pueblos. Llevábamos tres meses en las montañas, y me gustaría decir que habíamos visto lo peor. Pero no es así. Tuvimos que pasar junto a todos los que se habían quedado atrás durante nuestra huida. Vimos cadáveres de hombres, mujeres y niños deteriorados por la exposición a los elementos, en estado de putrefacción y comidos por los animales. El sol, radiante, destellaba en sus blancos huesos. Las prendas de ropa permitían una rápida identificación de los muertos, y de vez en cuando oíamos a alguien gritar al reconocer a un ser querido.

Por si fuera poco, estábamos todos tan débiles que seguía pereciendo gente… cuando nos hallábamos en la etapa final de nuestra aventura y pronto llegaríamos a nuestros hogares. La mayoría de las víctimas fueron mujeres que murieron mientras bajábamos de las montañas. Caminábamos inseguras con nuestros lotos dorados y muchas caían al abismo que se abría a la derecha. Esa vez, a la luz del día, no sólo oíamos los gritos de las desdichadas al despeñarse, sino que veíamos cómo agitaban los brazos intentando en vano aferrarse a algo. Un día antes, yo habría temido por Flor de Nieve, pero su rostro denotaba una firme determinación y ponía un pie delante del otro con mucho cuidado.

El carnicero llevaba a su madre a la espalda. En una ocasión advirtió que Flor de Nieve vacilaba, impresionada al ver a una mujer que envolvía los restos mortales de su hijo para llevárselos a casa y darles sepultura; entonces él se detuvo, dejó a su madre en el suelo y cogió a Flor de Nieve por el codo.

– Sigue andando, por favor -le suplicó con dulzura-. Pronto llegaremos a nuestro carro. Podrás ir montada en él hasta Jintian.

Como ella se resistía a apartar la vista de la madre y su hijo, el carnicero añadió:

– Volveré cuando llegue la primavera y me llevaré sus huesos a casa. Te prometo que lo tendremos cerca.

Flor de Nieve se enderezó y se obligó a seguir su camino, dejando atrás a la mujer con su diminuto fardo.

El carro no estaba donde lo habíamos dejado. Lo habían robado los rebeldes o el ejército de Hunan, como tantas otras cosas de que habíamos tenido que desprendernos tres meses atrás. Aun así llegamos a terreno llano y seguimos avanzando hacia nuestros hogares, olvidando el dolor, las heridas y el hambre. Jintian no había sufrido daños. Ayudé a la madre del carnicero a entrar en la casa y volví a salir. Quería irme con los míos. Había andado tanto que sabía que podía recorrer a pie los li que quedaban hasta Tongkou, pero el carnicero fue personalmente a avisar a mi esposo de que yo había vuelto y a pedirle que viniera a buscarme.

Apenas partió, Flor de Nieve me agarró del brazo.

– Ven -dijo-. No tenemos mucho tiempo.

Me hizo entrar en la casa, pese a que yo me resistía a perder de vista al carnicero, que se alejaba por el camino hacia mi pueblo. Cuando estuvimos en el piso de arriba, mi laotong explicó:

– Una vez me hiciste un gran favor ayudándome a confeccionar mi ajuar. Ahora quiero saldar una pequeña parte de esa deuda. -Abrió un baúl y sacó de él una túnica azul oscuro, que en la parte delantera llevaba cosida una pieza de seda azul celeste con estampado de nubes, igual que la de la túnica que ella llevaba el día que nos conocimos. Me la ofreció y dijo-: Será un honor que te la pongas para recibir a tu esposo.

Yo me daba cuenta del lamentable aspecto de Flor de Nieve, pero no se me había ocurrido pensar en el aspecto que tendría yo cuando me presentara ante mi marido. Hacía tres meses que no me quitaba la túnica de seda azul lavanda con los crisantemos bordados. La prenda estaba sucia y desgarrada. Poco después, al mirarme en el espejo, mientras se calentaba el agua para bañarme, vi que esos tres meses viviendo en el barro y la nieve bajo un sol implacable y a gran altitud habían deteriorado mi cutis.

Sólo tuve tiempo para lavarme las partes del cuerpo que mi esposo vería y olería primero: las manos, los brazos, la cara, el cuello, las axilas y el pubis. Flor de Nieve hizo lo que pudo con mi pelo; me recogió la mugrienta maraña en un moño, que a continuación envolvió con un tocado limpio. Cuando me ayudaba a ponerme unos pantalones de su ajuar, oímos los cascos de un poni y el crujido de las ruedas de un carro que se acercaba. Me puso la túnica y me la abrochó rápidamente. Nos quedamos una frente a otra y ella posó la mano sobre el cuadrado de seda azul celeste de mi pecho.

– Estás preciosa -afirmó.

Tenía ante mí a la persona a quien más amaba. Sin embargo, me atormentaba que en las montañas hubiera dicho que yo me avergonzaba de ella. No quería marcharme de allí sin explicarme.

– Yo nunca he pensado que tú fueras… -me interrumpí intentando buscar una palabra adecuada, pero desistí- menos que yo.

Ella sonrió. Mi corazón palpitaba deprisa bajo su mano.

– Nunca me has mentido.

Entonces, antes de que yo pudiera hablar, oí la voz de mi esposo, que me llamaba:

– ¡Lirio Blanco! ¡Lirio Blanco! ¡Lirio Blanco!

Bajé corriendo por la escalera -sí, corriendo- y salí a la calle. Cuando lo vi, caí de rodillas y le toqué los pies con la cabeza, avergonzada de mi aspecto. Él me levantó del suelo y me abrazó.

– Lirio Blanco, Lirio Blanco, Lirio Blanco… -repetía mientras me besaba, sin importarle que los demás presenciaran nuestro reencuentro.

– Dalang… -Era la primera vez que yo pronunciaba su nombre.

Mi esposo me sujetó por los hombros y me apartó de sí para verme la cara. Las lágrimas brillaban en sus ojos. Luego volvió a abrazarme con fuerza.

– Tuve que sacar a todo el mundo de Tongkou -explicó-. Luego tuve que poner a salvo a nuestros hijos…

Esas acciones, que yo no entendí del todo hasta más tarde, permitieron que mi marido, de ser el hijo de un jefe bueno y generoso, se convirtiera por derecho propio en un jefe respetado por todos.

Mi esposo tembló al añadir:

– Te busqué muchas veces.

Cuando cantamos, las mujeres solemos decir «Yo no sentía nada por mi esposo» o «Mi esposo no sentía nada por mí». Son versos populares que utilizamos en los coros, pero aquel día yo tenía profundos sentimientos hacia mi esposo y él los tenía hacia mí.

Los últimos momentos que pasé en Jintian fueron como un torbellino. Mi esposo pagó una generosa recompensa al carnicero. Flor de Nieve y yo nos abrazamos. Ella me entregó el abanico para que me lo llevara a mi casa, pero yo preferí que se lo quedara, porque su sufrimiento era aún reciente y yo, en cambio, sólo sentía felicidad. Me despedí de su hijo y le prometí que le enviaría cuadernos para que estudiara la caligrafía de los hombres. Por último me agaché para hablar con la hija de mi laotong.

– Nos veremos muy pronto -le aseguré.

A continuación subí al carro y mi esposo agitó las riendas. Miré a Flor de Nieve, le dije adiós con la mano y me volví hacia Tongkou, hacia mi hogar, mi familia, mi vida.

Carta de vituperio

Las familias de todo el condado reconstruían sus vidas. Los supervivientes de la epidemia y la rebelión habíamos soportado terribles experiencias. Estábamos emocionalmente agotados y habíamos perdido a muchos seres queridos, pero seguíamos vivos y lo agradecíamos. Poco a poco nos recuperamos. Los hombres volvieron a trabajar en los campos y los hijos varones regresaron al salón principal de sus pueblos para continuar sus estudios, mientras las mujeres y las niñas se retiraban a las habitaciones de arriba para bordar y tejer. Todos seguíamos adelante, animados por nuestra buena suerte. En el pasado yo había sentido a veces curiosidad por el reino exterior de los hombres. Tras la dura experiencia vivida en las montañas juré que nunca volvería a asomarme a él. Tenía que vivir en la habitación de arriba. Me alegró volver a ver a mis cuñadas y estaba deseando pasar largas tardes con ellas cosiendo, tomando té, cantando y contando historias. Pero eso no era nada comparado con cómo me sentí al volver a ver a mis hijos. Aquellos tres meses habían sido una eternidad tanto para ellos como para mí. Mis hijos habían crecido y habían cambiado. El mayor había cumplido doce años durante mi ausencia. Se había refugiado en el centro administrativo del condado durante la revuelta, protegido por los soldados del emperador, y había estudiado mucho. Había aprendido la lección más importante: todos los funcionarios, con independencia de dónde vivieran o de qué dialecto hablaran, leían los mismos textos y hacían los mismos exámenes para que la lealtad, la integridad y una visión singular prevalecieran en todo el reino. Incluso lejos de la capital, en condados tan remotos como el nuestro, los magistrados locales -todos educados por igual- ayudaban a los subditos a entender la relación que había entre ellos y el emperador. Si mi hijo no se apartaba de su camino, algún día se presentaría a los exámenes.

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