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– ¿Le habías visto antes? -me pregunta el secreta. Supongo que es un secreta, porque no lleva uniforme.

– Un par de veces -miento.

– ¿Sabes si es un proveedor habitual?

– ¿Qué?

– Que si es un camello conocido -traduce el secreta, condescendiente.

Carlos el Topo, alias Tantangao, es el camello más famoso de toda Malasaña (y aledaños).

– Pues no lo sé. Yo sólo le he pillado hoy -digo. El Topo lleva tres años siendo mi proveedor habitual, que diría el de barba.

– ¿Y cómo te has enterado de que estaba pasando pastillas?

– Pues como todo el mundo. He ido al bar y he preguntado quién pasaba.

– ¿Y no te parece que nueve pastillas es una cantidad un poco exagerada para llevarlas encima de golpe?

– Es que estamos preparando una fiesta. Ruego a Dios que las demás digan algo parecido. Supuestamente soy atea, pero en estos casos recupero la fe del colegio, por si las moscas.

– Bien, vamos a llevar estas pastillas al laboratorio para que las analicen, y si son lo que creemos que son, me parece que tus padres se llevarán un disgusto.

– Comprendo.

– Cerdo paternalista, pienso para mis adentros.

– Eso espero. ¿Vives con tus padres? Me cuesta responder. Noto que empiezo a temblar y la mandíbula se me desencaja. Puñetero éxtasis de los cojones.

– No, vivo sola.

– Ya te has metido alguna de esas pastillas, ¿no? Qué percepción la suya.

– Me temo que sí -respondo. Noto el pulso desbocado como un caballo que acabara de ver un fogonazo. Jadeante, siento un ritmo interno bullicioso que me estremece de la cabeza a los pies. Percibo los latidos de la sangre en los oídos, el eco de las palpitaciones en el pecho, y hasta empiezo a encontrar mono al policía jovencito de uniforme. Esto es MDMA del bueno, y sube como un cohete.

– Ahora tendrás que esperar hasta que tomemos declaración a tus amigas y decidamos qué hacer con vosotras. De momento, yo he terminado contigo -anuncia el de barba. Acto seguido se levanta y sale de la habitación, cerrando la puerta tras de sí. Parece satisfecho con la inútil información que le he proporcionado.

El jovencito me indica que va a acompañarme a una celda. ¡Una celda! No he estado en una celda en mi vida. Aunque en realidad, el sitio donde me lleva no tiene mucha pinta de celda. No tiene rejas, por ejemplo. Se trata de una simple habitación cerrada con llave desde fuera, con una pequeña ventanita en la puerta por si necesitamos llamar. Dentro hay un banco, y sobre el banco, un negro. Entro y me siento a su lado. El banco resulta bastante incómodo. El negro tiene los ojos muy bonitos.

– Hola -saludo.

– Hola -responde el negro, con una blanquísima sonrisa-. ¿Por qué tu aquí?

– Drogas -digo.

– ¿Caballo?

– No, equis. ¿Y tú?

– Caballo. -Tiene un acento muy raro.

– Oye, tú… ¿de dónde eres?

– Senegal. -Donc, tu parle francais… -digo. El francés era el segundo idioma que elegí en la carrera.

– Mais bien súr! -Él parece encantado-. Tu parle trés bien. -

Merci.

– Est, qu'est-ce que tu fais, une belle fille comme toi, et cultivée aussi, dans cet endroit… -dice. Que viene a ser: ¿qué hace una chica como tú en un sitio como éste?

– C'est la vie. Y esto ni haría falta traducirlo: Así es la vida.

Nos enzarzamos en una animada conversación. Él se llama Ourané o algo así. Yo voy puestísima de éxtasis, de modo que tengo muchas ganas de charla, a pesar de las circunstancias supuestamente adversas. Me paso el rato de palique con Ourané, o como se llame, que me cuenta cómo es la Cassamance, la región de donde viene, que por lo visto está llena de terroristas independentistas. Algo así como los etarras pero en negro, para entendernos. Nos reímos mucho y a mí casi se me olvida que estoy en una comisaría y pendiente de una posible acusación por tráfico de drogas.

Ourané debió de nacer en un pueblo soleado a la orilla del mar. Ourané apenas aprendió a leer o escribir. En la Cassamance a los niños se los lleva una gripe, porque no existen los antibióticos ni las aspirinas. En la Cassamance las mujeres tardan un día entero en llegar de un pueblo a otro con sus bebés a la espalda. En la Cassamance soldados de uniforme verde se apostan en los cruces de los caminos con sus fusiles franceses apoyados en la cadera y se empeñan en que los niños no hablen wolof sino francés. Imagino a Ourané viajando hasta España en una patera y recorriendo el camino desde el sur con dos camisetas viejas en una bolsa de plástico y el espíritu lleno de esperanzas absurdas. Quizá Ourané pensara que aquí podría encontrar un trabajo y una vida. Ourané, habrías hecho mejor quedándote en tu pueblo junto al mar, pescando en un delta lleno de delfines y tocando el tambor al atardecer. No sé quién te engañó diciendo que aquí encontrarías coches, bolígrafos, cigarrillos, luz eléctrica, pantalones vaqueros y cintas de Michael Jackson. Todo lo que has encontrado ha sido una celda sin baño y un banco para dormir.

Y yo me pregunto ¿qué coño haces aquí?, y lo que es peor, ¿qué coño hago yo aquí? No hablo solamente de esta celda sin rejas, hablo de esta vida sin asideros, sin razones ni coartadas, sin pretextos ni evasivas, ni objetivos, ni intenciones, ni ideales. Si yo me muriera ahora mismo, ¿a quién dedicaría mi último pensamiento?, ¿qué recuerdo decidiría llevarme?, ¿me daría mucha pena dejar esto? Para qué engañarnos: no tengo casa, porque no se puede llamar casa a mi apartamento enano de alquiler astronómico; no tengo trabajo, porque tampoco se puede llamar trabajo al papel de florero andante que ejerzo en el bar; no tengo novio, ni siquiera estoy segura de que lo haya tenido alguna vez; por no tener ni siquiera tengo perro, y eso que a los cuatro años hice la firme promesa que adoptaría uno en cuanto fuese mayor. Debo recordarme a mí misma que soy afortunada de haber nacido en Madrid y tener la piel blanca. Pero saber que Ourané está peor que yo no me sirve de consuelo. Me siento egoísta y esto empeora aún más, si cabe, mi estado de ánimo. Me gustaría quedarme muy quieta y poquito a poco dejar de respirar, dejar de enviar órdenes a mis neuronas, dejar de pensar, dejar de ser, dejar de ocuparme de mí misma, de mi piel, de mis tendones, de mis venas, de mis huesos. Cuando salga de aquí no estaré mejor ni peor. No soy más que una muñequita de plástico y, para colmo, empiezan a fallarme las pilas.

A las dos horas o así aparece el mismo policía jovencito de antes para llevarme otra vez a la habitación donde me han tomado declaración. Me despido de Ourane, o como se llame, con un morreo larguísimo (yo voy de éxtasis y me ha dado mucha pena su historia, y además, qué coño, tiene unos ojos muy bonitos) y le dejo mi número por si le apetece llamarme cuando salga, si es que sale. El policía jovencito debe de haber visto de todo en esta vida, porque no parece sorprenderse.

Sí, sé que tengo suerte de haber nacido en Madrid y tener la piel blanca.

En la otra habitación, la de la máquina de escribir, nos espera el secreta de la barba. Me dice que me siente.

– Hemos tomado declaración a tus dos amigas y las versiones prácticamente coinciden -explica.

Me fijo en su cara. Le falta algo, no sé, expresión, diría yo. Una cara que ha envejecido pero no ha madurado. Ya sé a quién me recuerda: a un Geyper Man.

– Hemos comprobado vuestras fichas y ninguna de las tres tenéis antecedentes penales -continúa-. Me parece que por esta vez vamos a dejar que os vayáis sin problemas. Pero quiero que tengas en cuenta que hemos tomado vuestros datos y que si volvemos a pillaros en una parecida os meteréis en un lío muy gordo, ¿entendido?

– Entendido.

– Otra cosa. Hemos hecho un primer examen de vuestras pastillitas, y aunque todavía es muy pronto para que el laboratorio nos envíe la confirmación oficial, puedo decírtelo. Puro palo, vuestras pastillas. Polvos de talco.

– No me lo creo. ¿Y el subidón que llevo yo, qué? -Mira que soy metepatas. ¿Cómo he podido soltar esto? ¿Por qué nunca me quedo calladita?

Él esboza una media sonrisa que reprime a tiempo. Gracias a Dios. Le he caído en gracia.

– Sugestión. Las niñas de vuestra edad son muy impresionables -dice y se levanta.

No se me ha pasado por alto el tonillo con que ha soltado lo de «las niñas de vuestra edad».

El de la barba se larga sin decir ni adiós. Me quedo a solas con el policía jovencito.

– ¿Esto es todo? -pregunto.

– ¿Qué más quieres? Esto es todo. Ni interrogatorio a la luz de un flexo, ni palizas en una habitación con las paredes ensangrentadas, ni nada.

El policía jovencito me acompaña a la puerta.

– Ojalá fueran todos como vosotras: ni antecedentes, ni mal comportamiento, ni quejas. Y encima habéis respondido a todo a la primera. Hija, daba gusto tomarte declaración. En los dos años que llevo en esta comisaría nunca me he encontrado con unas ninas tan dulces como vosotras. Mira, ahí están tus amigas -dice, señalando a Line y Gema, que aparecen escoltadas por un policía de uniforme-. Hala, vete con ellas, y cuidadito con esas tonterías que hacéis, que no quiero volver a veros por aquí.

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