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Amor, Curiosidad, Prozac Y Dudas - pic_1.jpg

Lucia Etxebarria

Amor, Curiosidad, Prozac Y Dudas

A José Ignacio Echevarría, mipadre

El señor todopoderoso los aniquiló por mano de una mujer. Que no fue derribado su caudillo Por jóvenes guerreros, ni le hirieron los hijos de titanes, ni soberbios gigantes le vencieron. Sino que fue Judit, hija de Merarí, quien le paralizó con la hermosura de su rostro. Se despojó de su ropa de viuda por amor a los cautivos de Israel. Ungió su rostro con perfumes, vistió lino para seducirle, prendió la mitra en sus cabellos. Sus sandalias arrebataron sus Ojos, su belleza cautivó su alma, y la cimitarra segó su cuello.

JUDIT, 16:7-11.

Tendrás muchas pasiones, dijo mi carta astral. Una égida de amores intensos y fugaces. Un rosario de nombres enlazados por besos. Algunos de ellos sobrios, algunos de ellos tiernos. Más altos o más bajos, castaños o morenos, los hay de todo tipo. Y a todos les define una causa común: la virilidad que se les revuelve inquieta entre las piernas.

Algunas pisan fuerte, son altas, orgullosas. Son firmes y obstinadas, enhiestas como mástiles. Poderosas y astutas, seguras de sí mismas, buenas razonadoras, maduras, decididas, van a invadirlo todo. Entran, se hacen las dueñas y al fin, en su despacho, bien firmes y encajadas, saben que ése es su sitio, conocen su papel. Entran, salen, se van emocionando, se van acelerando conscientes de su imperio. Imperios de una noche, monarquías de un beso.

Hay otras pequeñitas, inquietas y traviesas. Revoltosas, curiosas, nunca les falta espacio para poder jugar, indagar y perderse. Dulces exploradoras, a veces se te escapan, culebras resbalosas, lo mismo que lo intenta el jabón en la bañera. Patinan sorprendidas por los muslos mojados y vuelven escalando, ansiosas e impacientes, brincando pizpiretas, al refugio húmedo y cálido que saben les espera. Pececitos que saltan por tu corriente interna, felices y empapados, no les importa mucho ni el cómo ni el por dónde. Son jóvenes de espíritu. Apenas se toman en serio ni a sí mismas.

Podrás quererlas mucho y nunca poseerlas. Podrán quererte aún más y no te tendrán nunca. Esquivas y reídoras, fugaces, detonantes, ni estelas ni pisadas dejaron tras de sí. Apenas el recuerdo, incierto y añorado, de las horas felices, las únicas que cuentan, las realmente vividas.

Era el primer polvo en un mes, el primero después de la catástrofe. Me sentía sola, desesperadamente sola, hambrienta de cariño, ávida de mimos y caricias, con el ansia voraz y animal de una piraña. ¿Suena tan raro? Todos necesitamos abrazos de cuando en cuando. No esperaba mucho, es cierto, pero no estaba preparada para una decepción semejante.

En primer lugar, lo tenía minúsculo. ¿Que qué entiendo por minúsculo? No sé… ¿Doce centímetros? Una cosa mínima, en cualquier caso. Era una presencia tan ridícula -su aparato, quiero decir-, que estuve a punto de proponerle que me tomara por detrás, sabiendo que no me dolería. ¿Cómo iba a dolerme algo tan pequeño? Pero, por supuesto, no es cuestión de proponerle algo parecido a un individuo al que acabas de conocer en un bar. Total, que lo hicimos de la forma tradicional, enroscados y babosos como anguilas. Nuestras pelvis entrechocaban una y otra vez y yo le sentía jadeando sobre mí, esforzado escalador, inútilmente empeñado en llegar a mi cima; pero aquel micromiembro se restregaba patéticamente en mi entrepierna, resbalando una y otra vez entre mis labios, y cada nuevo empujón no era sino otro intento vano por introducirse en una sima cuya hondura -de dimensión y de apetito- le superaba.

Y encima el tío no acababa nunca. Yo gemía y me hacía la entusiasmada con la vana esperanza de que él se corriera por empatía, de que mi excitación fingida activase la suya real, pero de qué. Se tiró horas, o lo que a mí me parecieron horas, magreándome y babeándome, esmaltándome a capas de besos torpes y saliva, arañándome la cara con su barba de tres días, áspera como una lija del siete y yo, mientras tanto, pensando en que tenía que dormir, que debía dormir seis o siete horas, aunque sólo fuera por una noche, porque llevaba una semana a un ritmo de cuatro horas diarias de sueño. Cambié de posturas y probé todos mis trucos; pero ni por ésas, no acababa. Así que al final ya no me quedó más remedio que preguntarle si pasaba algo, y me dijo que no, que le gustaba más hacerlo durar que correrse. Y no sé si aquello sería verdad o habría otra explicación más realista que no se sentía capaz de darme, que yo no le gustaba lo suficiente, por ejemplo, o que había pasado la tarde matándose a pajas en el baño, no sé. Y no creáis que soy una zorra insensible; hice grandes esfuerzos por mostrarme encantadora y no dar a entender que aquello había sido un fracaso calamitoso, un caso flagrante de incompatibilidad física y química, una de las peores experiencias de mis veinticuatro años. Eso sin contar el remordimiento y el miedo que supone cualquier encuentro casual en estos tiempos de sida.

Cuando se despidió, yo casi podía oler lo que él sentía. Que no habría una próxima vez. Y, lo que es por mí, completamente de acuerdo. Quizá me lo encontraré de nuevo en la barra del bar. Si no puede evitarme, si no encuentra a otra camarera libre que pueda servirle una copa, me la pedirá a mí con aire distraído, fingiendo no recordar lo que pasó. No me importa. 0 quizá sí. Muy en el fondo de una subsiste un poso de orgullo que hace que, quieras o no, siempre te duela un poco el saber que no has estado a la altura, que no has gustado lo suficiente, y quizá esa mañana me doliera esa certeza. Pero luego sólo tuve que recordar algunas veces que el otro se quedó prendado y yo no, y en lo terriblemente mal que me sentía teniendo que aguantar los asedios y las malas caras subsiguientes. ¡Aquel complejo de culpabilidad, aquella vergüenza ajena… ¡ Y casi me pareció que era lo mejor que me había podido pasar: que a él tampoco le hubiera gustado el resultado de nuestra infructuosa batalla, y eso por mucho que mi ego sea tan hambriento como para exigir siempre una satisfacción del contrario, aunque no exista la propia.

El portazo de la puerta de mi apartamento retumbó dentro de mí amplificado por mil ecos. Intentando ahogar aquel estrépito, enterré la cabeza en la almohada y los sollozos me brotaron del pecho incontenibles y atropellados. La funda se empapó en cuestión de segundos, me nubló la vista de inmensidad blanca, y sólo podía ver la imagen congelada de Iain, siempre Iain, que ha quedado impresa en negativo en mi retina. La imagen grabada a hierro candente que un mes atiborrado de éxtasis no ha conseguido borrar.

Deseé regresar a mis siete años, a aquella edad ajena a la infancia y los desahogos, en que ni sabía lo que era el sexo ni me importaba, a aquel estado de feliz ignorancia que ya nunca podré recuperar. Cuatro cosas que la edad me trajo y de las que habría podido prescindir tranquilamente: amor, curiosidad, pecas y dudas. Y esta frase, para colmo, ni siquiera es mía. Es de Dorothy Parker.

Infancia. Me exprimo el cerebro buceando en busca de recuerdos. Me veo a mí misma como un renacuajo de pelo rizado, sujeto en la coronilla con un enorme lazo azul, vestida con el horrible uniforme de colegio: camisa blanca, chaleco y chaqueta azul, falda plisada azul marino, con el dobladillo cosido y la cinturilla remendada porque en mi familia había que hacer economías y se esperaba que aquella falda durase por lo menos cuatro años. No conozco a ninguna chica que de pequeña no haya querido ser chico. Por lo menos a ratos. No dejaba de tener su aquél lo de poder jugar a la goma y a las comiditas de tierra en el patio del colegio, pero eso no impedía que envidiásemos la libertad que disfrutaban los niños para jugar al fútbol en los soportales y matar lagartijas con tirachinas. Y eso no podíamos hacerlo, porque era cosa de chicazos. Nosotras teníamos que volver a casa con el uniforme limpio y aseado y el lazo de las coletas en su sitio, y desde el principio nos dejaron muy claro que los juegos de los niños y el mantenimiento de nuestra imagen resultaban perfectamente incompatibles.

Cuando yo iba al colegio me fastidiaba muchísimo que Dios fuera hombre. Desde el momento en que me dejaron claro que Dios era un hombre, ya empecé a sentirme más chiquita, porque así, sin comerlo ni beberlo, me había convertido en ser humano de segunda categoría. Si Dios me había creado a imagen y semejanza suya, ¿por qué me había hecho niña, cuando él era Él, en masculino? Para colmo se trataba de Dios Padre, y cuando le rezábamos nos referíamos a él como Padre Nuestro. Mi padre se largó de casa cuando yo tenía cuatro años, así que yo no confiaba mucho en las exigencias de los deberes paternales ni creía que alguien, por el mero hecho de ser mi padre, estuviera obligado a prestarme una atención especial, aparte de que Dios, además, era chico, y lógicamente se ocuparía primero de los suyos, de aquella panda de brutos que montaban bulla al otro lado de la tapia, los niños de los Maristas con los que coincidíamos en el autobús, esos que sí podían jugar a la pelota y subirse a los árboles, y que no llevaban ningún lazo ridículo que hubiese que mantener en su sitio.

A nosotras, por aquello de que a nuestra tatatatarabuela le había dado por comerse una manzana que no debía, nos dejaban lo peor. No podríamos ser curas, no podríamos consagrar el cáliz y beber el moscatel y cantar a todo pulmón con nuestra casulla verde los salmos de los domingos delante del altar; y a lo más que podíamos aspirar era a ser monjas, a ponernos una toca negra que ocultase nuestro pelo rapado a navaja, a ir vestidas con un hábito mal cortado que nos llegara hasta los pies, y a aterrorizar a futuras niñas en edad de ir al colegio con historias de calderas y llamaradas. Pobres monjas. Hormiguitas anodinas de dudosa vocación que habían ingresado en la orden huyendo de un padre tiránico, de una casa paupérrima o de la vergüenza social que implicaba una soltería no buscada. Caritas de ratón lavadas con jabón de sosa y un constante olor a alcanfor que se les escapaba en los murmullos de las tocas y los pliegues de rafia negra e inundaba los inacabables pasillos de piedra. Ninguna de nosotras quería acabar de monja. Yo no, desde luego. Misionera, aún, pero monja ni loca. Además, ya se encargaba mi madre de hacerme notar que ése era el peor destino que me podía tocar. No me lo decía directamente, pero yo me enteraba, porque oía cómo mi madre le repetía a mi hermana Rosa que debía arreglarse más y hacer más caso a los chicos, que si no acabaría por tener que meterse a monja. Y por el tono con que subrayaba lo de meterse a monja se entendía muy bien que, por la cuenta que le traía, ya podía mi hermana salir volando a la calle, bien pintada y bien peinada, a sonreír a todo chico que pasara.

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