Asentí despacio, incapaz de pronunciar palabra. Sí, había sentido aquello muchas veces escuchando música, pero no conseguía imaginar que mi hermana pudiera haberlo sentido también, y mucho menos que fuera capaz de describirlo de aquella manera.
– Y me encontré llorando -continuó ella, con los ojos grises fijos en la carretera, repentinamente empañados-, como no lloraba desde hacía años, con sollozos que amenazaban con partirme el pecho. No podía dejar de llorar, y lo más importante, Cristina, lo más importante era que caí en la cuenta de que era la primera vez que lloraba en mucho tiempo, en no sé cuántos años, la primera vez que lloraba de esa manera desde que papá se fue, creo. Y ahora veo las cosas de una manera totalmente distinta, Cristina, porque sé que lo importante en esta vida reside en el interior de uno mismo, y se trata de lo único que uno tiene y lo único que uno va a llevarse a la tumba, y, qué quieres que te diga, si Ana ha decidido dejar a su marido, si ésta es la primera decisión propia que ha tomado en su vida, si es la primera vez que se atreve a ser ella misma, ajena a las imposiciones de los demás, ten por seguro que no seré yo quien intente disuadirla, y que cuenta con todas mis bendiciones para lo que quiera. ¿Me entiendes?
– Claro -susurré con un hilillo de voz. El asombro apenas me permitía hablar.
– Porque ahora también ha llegado mi momento, y creo que me toca admitir cosas que he estado negándome, creo que debo hacer lo mismo que ha hecho Ana, y recuperarme a mí misma. Reconocer ante el mundo que no me gusta mi trabajo, que no me gustan los hombres, yo qué sé… lo que decida que debo reconocer. Recuperar a la niña valiente que era y que dejé de ser cuando crecí.
Escuchaba a mi hermana decir estas cosas, a mi hermana la cartesiana, la racionalista, la empirista, repentinamente transformada en mística, después de haber visto a mi hermana la santa, el modelo de virtudes, la santa esposa y madre, decidida a liarse la manta a la cabeza y largar al soso de su marido, y se me vino a la cabeza de pronto una especie de revelación. Desde niña alguien (mi madre, o Gonzalo, o las monjas, o todos, o el mundo) había decidido que éramos distintas, que la niña moderna del anuncio de Kas naranja no es el ama de casa que limpia la colada con lejía Neutrex, y no tiene nada que ver con la ejecutiva que invierte en letras del tesoro, y sin embargo mi hermana se había refugiado en su despacho acristalado de la misma forma que yo me había guarecido en mi bar ciberchic, como Anita se había parapetado en su casa de Gastón y Damela, y Ana se había enganchado a los minilips como yo lo hice a los éxtasis y Rosa al prozac, y si por nuestras venas corre la misma sangre del mismo padre y la misma madre, ¿quién asegura que somos tan distintas? ¿Quién nos dice que en el fondo no somos la misma persona?
La carretera serpenteaba a través de campos ocres y la tarde caía sobre el polen dorado. Los trigales se agitaban con el viento en suaves oleadas amarillas. A lo lejos, Madrid se levantaba orgullosa, una estructura monstruosa de cemento y hormigón que se alzaba amenazadora, enorme y gris, en el horizonte; y el coche, enfilando hacia aquella inquietante mole, parecía una pequeña nave de reconocimiento que, tras de un vuelo tranquilo, regresara a su nave nodriza. Madrid, de lejos, parecía la Estrella de la Muerte. Darth Vader, pensé, aquí llegan tus guerreras, ábrenos la puerta.
No os lo he dicho todavía: mi madre se llama Eva. Pero espero que nosotras seamos hijas de Lilith.
Gracias a:
Mi madre y mis hermanos, por supuesto. (Y a los adheridos.)
Escuchan mis penas y me soportan mis amigos: Luis José Rivera, Pilar de Haya y Colin Terry.
Me aguantaron en Fnac: Paula, Ignacio y Merceditas. La conexión Barcelona: Inma Turbau y José María Cobos. Me dan de cenar: Ángeles Matesanz, Gracia Rodríguez y Salva Pulido.
Colaboraron activamente con sus sugerencias: Ruth Toledano, poeta; Miguel Barroso, entomólogo; Miguel Zamora, corrector de estilo; Ismael Grasa, detector de redundancias; Miguel Ángel Martín, aprendiz de psicokiller; J. Á. Mañas y Antonio Domínguez, jóvenes promesas, Isabelita Guasp, correctora de galeradas; Antonio Dyaz, cyberpunk; y Carlos Pujol, editor y sin embargo editor.
Me salvaron la vida: Pedro Pastor en Sitges (intoxicación etílica), Abby Cooke en Edimburgo (despiste absoluto) y Javier (cónsul) en Dublín (mononucleosis).
Me sacan de rok: Libres para siempre (Almudena, Ana, Álvaro y Miguelito) y periféricos (Gervasito, Mariluz y pandilla).
A Ulla Akerman, Maya Simínovich, Elena Álvarez, Pepo Fuentes, Berta Herrera e Isabel Gardela, gracias por el apoyo y el cariño. Santiago Segura aparece para no herir su enorme ego.
Revisó primeras versiones: Santiago Torres. Me asiló en Londres: Federico Torres. James Bruton inspiró medio libro. Iain Patterson me dejó usar su nombre. Promocioneros de pro: Enrique de Hinojosa, lubén Caravaca, Javier Bonilla, Pedro Calleja y Chechu Monzón.
La historia de la detención en comisaría está inspirada en un artículo de Tom Hodkingson; la del supermercado, en uno de Vicky Mondo Brutto; la del autobús se basa en el guión Ellos lo tienen más fácil, coescrito por Miguel Santesmases.
La foto de portada es de los chicos de Ipsum Planet (grandes diseñadores del mundo moderno) y los derechos los cedieron, amabilísimamente, Montxo Algora y Santiago Díez. Mi foto la hizo Jerry Baucr.
En general, gracias a todos los que me quieren. No podíais caber todos, lo siento. Los que de verdad no caben son los que no me aguantan.
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