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La última prueba, la definitiva, consistió en un recuento hormonal, y la conclusión a la que mi doctora ha llegado tras cuatro semanas de análisis, ecografías, raspados, recuentos y demás intromisiones en mi intimidad femenina, en ese Santuario tantas veces asaltado, es que padezco un «exceso de testosterona», agarraos, cómo suena el nombrecito. Para que os aclaréis: resulta que la testosterona es una hormona masculina, y el estrógeno la femenina, y el cuerpo humano, cualquier cuerpo humano, posee parte de ambas. La proporción define el género. Predominancia de estrógeno: femenino. De testosterona: masculino. Y yo, precisamente yo, tengo más testosterona de la que tenía que tener y por eso no me viene la regla. Cualquiera lo diría viéndome con estas tetas y estas caderas. Yo, que parezco la persona más femenina de la Tierra, y resulta que tengo más hormonas masculinas de las debidas.

Y, mira qué casualidad, a los dos días me encuentro con un artículo en el Cosmo que hablaba sobre el tema. Según el Cosmo en yanquilandia empezaron a tratar a una serie de menopáusicas con testosterona para ver si les arreglaban la vida y acababan con sus sofocos climatéricos, y descubrieron que a las señoras tratadas con testosterona se les disparaba la libido hasta la estratosfera. Me imagino a las pobres señoras incontenibles, desaforadas, abalanzándose sobre el cartero, sobre el lechero, sobre el repartidor de periódicos, sobre cualquier macho que se les pusiera por delante. Así que los doctores hicieron una investigación en serio sobre el fenómeno detectado y llegaron a las siguientes conclusiones: una, que las mujeres con exceso de testosterona poseen, o poseemos, impulsos sexuales más definidos que las demás, y, dos, que somos más agresivas y decididas.

Mi madre me ha mandado a un montón de psicólogos, uno detrás de otro, desde que cumplí los quince años y ella empezó a hartarse de soportar mis arrebatos de mal genio. Me he tirado media vida analizando las supuestas razones de mis sentimientos y mis reacciones. Mi promiscuidad incontrolada, sugerían, no era sino una búsqueda de la figura paterna. Las peleas con mi madre, un intento desesperado de definir mi personalidad mediante la oposición. Pero, según mi recuento hormonal, resulta que todas esas interminables horas que me he pasado tumbada en un diván intentando retrotraerme hasta la primera papilla que tomé, me las podía haber ahorrado, mira tú por dónde, porque la explicación de mis pasiones y mis rabletas era mucho más sencilla: un simple exceso de hormonas.

Y lo mismo pasa con Rosa, mi reservada hermana. Siempre pensamos que la tía era tan rara y tan introvertida porque le había afectado mucho lo de que mi padre se largara de aquella manera, así, de pronto, sin decirnos nada. Pero resulta que ella también fue al psiquiatra (sí, reconozco que lo de mi casa es muy fuerte, dos hermanas que van al psiquiatra y la mayor en casa llorando con una depresión de caballo), y el médico le explicó que todo era un problema de recaptación de serotonina. Esto es, que a mi hermana le falla la sustancia que funciona como neurotransmisor entre las células del cerebro. Así que ahora Rosa vive colgada del prozac, una droga mágica y legal que, por lo visto, regulará sus niveles de serotonina y hará de ella una mujer nueva. Habrá que verlo.

Lo dicho. A mí me sobra testosterona y a ella le falta serotonina. Y según estos excesos y carencias nuestros problemas no tienen nada que ver con las circunstancias personales o familiares sino con la composición química de nuestros cerebros y ovarios, así que Freud, Lacan, Jung, Rogers, os ha lucido el pelo, queridos. Pero yo me pregunto si no será al revés, si la vida no nos habrá afectado tanto que el cerebro de Rosa dejó de producir serotonina y mis ovarios se pusieron a segregar testosterona como locos, y vete tú a saber lo que le pasó a cualquier órgano de Ana. Porque, que yo recuerde, tal vez hubo un tiempo, cuando yo era muy, muy, muy pequeña, en que fuimos algo así como una familia normal, y mis hermanas y yo jugábamos a contarnos cuentos en la oscuridad, debajo de las sábanas, y no nos pasábamos el día deprimidas, irritadas y llorosas, poniéndonos a parir las unas a las otras; y todo el mundo nos consideraba bastante normalitas, tan monas, tan dulces, unas niñas adorables. En fin, ¿qué fue antes, el huevo o la gallina? ¿Es el cuerpo el que nos controla o nosotras las que controlamos el cuerpo? Interesante cuestión.

Entretanto, la ginecóloga insiste en que tome unas pastillas nuevas y yo me resisto; en primer lugar, porque no me apetece volver a vomitar y a sufrir náuseas y calambres; en segundo, porque tampoco estoy muy segura de que me apetezca que me vuelva la regla, y en tercero porque desde que me dejó Iain, o le dejé yo, o nos dejamos -y de esto hace un mes, un mes de pesadilla- casi no me ha apetecido follar, y como encima me ponga a hacer descender mi nivel de testosterona me temo que mi libido va a quedar definitivamente por los suelos. Y bueno, mis hermanas se meten mucho conmigo por promiscua y devorahombres, pero ¿qué quieres que te diga?, soy como soy, sea porque mi padre nos dejó, sea porque me sobra testosterona, yo soy así y me gusta, y no me apetece renunciar al único placer tangible que la vida nos permite aprovechar.

La vida debería ser como un calendario. Cada día se debería poder arrancar una página para iniciar otra en blanco. Pero la vida es como la capa geológica. Todo se acumula, todo influye.Todo contribuye. Y el aguacero de hoy puede suponer el terremoto de mañana.

Cuando yo tenía trece años y Donosti no significaba para mí otra cosa que la ciudad en que vivían mis abuelos, solía pasear con mi amigo Mikel a lo largo del paseo de la Concha. Mikel y Cristina, siempre de la mano.

Mikel tenía trece años, era de Bilbao y vivía en el caserón contiguo al nuestro. Ese verano su madre se había puesto enferma y habían tenido que ingresarla en el hospital. Como parecía que la cosa iba para largo, el padre de Mikel decidió enviar a su único hijo a pasar las vacaciones con su hermano, el tío de Mikel, en San Sebastián. Pero aquel tío, un profesor de instituto solterón e introvertido, no tenía ni tiempo ni energías para dedicárselas a su sobrino, de forma que el pobre chico se veía condenado a vagar por los jardines del caserón persiguiendo lagartijas y tirándoles piedras a los gatos. Y fue cuestión de días el que nos conociéramos y nos hiciéramos inseparables.

Nuestras diversiones no eran nada del otro mundo. Discutíamos sobre si a los caracoles había que llamarlos bígaros, magurios o carraquelas, y si los cangrejos se llamaban txangurros o carramarros. Luego hacíamos chistes sobre el rótulo del cuartel de la Guardia Civil, al que una bomba oportuna había hecho saltar una letra, convirtiendo el épico lema «Todo por la Patria» en el más castizo «Todo por la Patri». Mlke1 opinaba que la Patri era una de las mejores meretrices del barrio viejo -cuyos límites comienzan justo detrás del cuartel- y que era una chica muy popular entre los guardias más jóvenes. Después perseguíamos a las palomas del parque, intentando en vano pegarle una patada a una de esas ratas con alas. Y, finalmente, cuando caía la tarde y empezaban a encenderse las luces del puerto, nos acodábamos en la barandilla que da a la playa y nos tirábamos un rato largo contemplando el mar. «Imagínate -solía decir yo- que una mañana bajas a la playa y te encuentras con que Santa Clara está en el monte Urgull y el monte Urgull en Santa Clara. Te restriegas los ojos una y otra vez, intentando convencerte de que se trata de una mera alucinación producto de la resaca, pero miras otra vez, y allí siguen, el monte en el centro y la isla a la izquierda, y lo peor de todo es que nadie más se ha dado cuenta, sólo tú. ¿Ha sido obra de los marcianos? ¿Es el comienzo del plan 10?» Repetía el chiste casi todas las tardes y todas las tardes nos hacía la misma gracia. Si habíamos tomado dos cañas, nos hacía muchísima gracia. Y todas las mañanas, cuando Mikel y Cristina íbamos a la playa, lo primero que hacíamos era comprobar, con un respiro, que tanto el monte como la isla seguían en su sitio.

Al acabar las vacaciones nos prometimos el uno al otro que a lo largo de los años nos enviariamos postales para confirmar que ambos promontorios seguían donde antaño, y que todavía no habían optado por intercambiar posiciones.

Pasaron los años, cada uno regresó a Donosti, por separado y por diferentes razones, pero ninguno le envió al otro la postal prometida. Ya hacía tiempo que no nos veíamos ni nos llamábamos.

Aunque nunca lo dijimos, estuvimos enamorados, pero el amor no dura para siempre.

Santa Clara, sin embargo, no se mueve de su sitio. Años después pasé mis primeras vacaciones junto a Iain precisamente en Donosti, y desde entonces el paseo de la Concha, las palomas del parque, la barandilla de la playa y el perfil de Santa Clara quedaron irremediablemente asociados a él. San Sebastián dejó de significar el pueblo de los abuelos, el caserón lleno de polvo y los paseos con Mikel por el malecón, y pasó a ser, sencillamente, la ciudad en que Iain y Cristina habían descubierto que se querían. Y estos últimos días, cuando todos los medios no dejan de hablar del festival de cine de San Sebastián, no me he acercado a un periódico y he mantenido apagada la televisión, porque sabía que no soportaría la visión del Victoria Eugenia ni del malecón ni del parque ni de la playa, ni muchísimo menos de la isla de Santa Clara.

Y eso es porque sólo los cangrejos, o los txangurros, o los carramarros, o como se quiera llamarlos, se atreven a lanzarse de cabeza a través de grietas entre las rocas, de simas cuya longitud equivale a cientos de veces el tamaño de sus cuerpos.

Sólo los cangrejos.

Dios creó el mundo en siete días. Poco más tarde expulsó a Adán del Paraíso y le castigó a ganarse el pan con el sudor de su frente. Apple fabrica varios millones de ordenadores al año. Millones de mundos virtuales diseñados a diario por demiurgos de veintisiete años, microsiervos de coeficientes de inteligencia desmedidos… Entre las tribus africanas la media semanal de horas de trabajo de un adulto ronda la decena. El hombre europeo supera con mucho las cuarenta. El progreso ha superado al Dios original en todo, incluso en crueldad. Por eso nos gustan tanto los paraísos artificiales: nostalgia de tiempos mejores.

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