Cuando me fui de casa estuve trabajando una temporada en una oficina. Era una multinacional de la informática. Hardware. 0 sea, ordenadores, impresoras, CD-Roms y demás robotitos inteligentes creados supuestamente para facilitar el trabajo a los seres humanos. Qué ironía. Toda la información sobre sus productos venía escrita en inglés, así que a servidora, la joven estudiante de filología inglesa, contratada en prácticas, le tocaba traducirla y adaptarla, y encargarse luego de enviarla a las revistas especializadas, para que allí el currito de turno de la revista en cuestión pudiese escribir que un lector de séxtuple velocidad ofrece un excelente tiempo de acceso o que una tarjeta gráfica especialmente indicada por equipos potentes con ordenadores basados en pentium es la idónea para los profesionales de la imagen exigentes, como infografistas y creativos en 3D. Me teníais que haber conocido entonces. Controlaba perfectamente términos como interface, tarjeta VGA, puerto paralelo, driver, puerto de serie b, slot de 16 bits, filtros digitales para audio, transferencia térmica de cera o microprocesador. Me pasaba allí la vida, sentada en mi cubículo, mi punto de engorde, un espacio de apenas dos metros cuadrados acotado por dos mesas de formica dispuestas en forma de ele. Se me jodió la vista a cuenta de pasarme los días forzándola, cegada por la luz fantasmal del ordenador, y la claridad excesiva de las lámparas halógenas y la constante inclinación forzada sobre el teclado me provocaron unos dolores de espalda espantosos. Dos dioptrías y escoliosis, así, de golpe. Y todo por un sueldo de mierda, porque como servidora era estudiante, le habían hecho un contrato de prácticas, que en cristiano quería decir que curraba lo mismo que los demás pero ganaba mucho menos. Y eso no era lo peor. Lo peor era el ganado con que me tocaba lidiar a diario. Lo peor eran aquellas secretarias repintadas, encaramadas sobre sus Gucci de imitación, con el pelo convertido en fibra de estopa gracias a los moldeadores y las mechas doradas, que no habían leído otra cosa en su vida que el Supertele y el Diez Minutos, y que sólo sabían hablar de la peli que habían echado en la tele la noche anterior y del nuevo novio de Chabeli, y ponerse verdes las unas a las otras. Lo peor era aquel jefe de personal que opinaba que había que reimplantar la pena de muerte para acabar de una vez con el terrorismo y que se quedaba mirándome las tetas con el mayor de los descaros cada vez que subíamos juntos en el ascensor. Lo peor eran aquellos ejecutivos comerciales que llegaban todas las mañanas a la oficina precedidos de un tufillo a colonia barata, con sus trajes mal cortados modelo Emidio Tucci comprados en el Corte Inglés, que les hacían bolsas en las ingles y arrugas en las hombreras, y que siempre les quedaban demasiado cortos o demasiado largos, esclavitudes del pret á porter cuando uno no tiene dinero para comprarse un traje a medida pero le gustaría aparentarlo.
Allí te hacían muchísimas promesas. Se suponía que si te esforzabas lo suficiente tus méritos acabarían por ser reconocidos, que tu trabajo terminaría por traducirse en un reconocimiento en el estatus y el sueldo. Pero al cabo de un año abandonabas aquellas ilusiones infantiles, aquellas pretensiones ingenuas, y caías por fin en la cuenta de que no ascenderías nunca y de que jamás te subirían el sueldo. En cada nuevo ejercicio te negaban una revisión salarial aduciendo que el país en general y la empresa en particular atravesaban una crisis. Qué crisis ni qué niño muerto. Ellos llamaban crisis al descenso de beneficios, no a la falta de ellos. Es decir, que si en lugar de facturar chopocientos veintitrés millones como en el ejercicio anterior se facturaban sólo chopocientos, toma ya, crisis al canto. En realidad, la empresa no podía pagarte más porque el dinero que debía de pagarte por tu trabajo iba a parar a los altos ejecutivos y a sus contratos blindados de ocho cifras, de forma que a la empresa no le quedaba dinero para pagarnos a los demás. ¿Y os creéis que aquellos pisaverdes con traje de Armani y gemelos de plata firmados por Chus Burés que les habían regalado sus legítimas en su aniversario de bodas se ganaban el sueldo? Ni de coña. Mi jefe, el flamante director de márketing, que cobraba un millón de pesetas al mes, es decir, exactamente once veces mi sueldo, se pasaba el día llamando por teléfono a su amante de turno, porque las iba cambiando como cambiaba de colonia: Davidoff, Fahrenheit, Calvin Klein, Ana, Lucía, Loreto… ¡hay que estar siempre a la última! Y ni siquiera sabía hablar inglés o poner los acentos en su sitio. Si lo sabré yo, que era a la que le tocaba corregirle todos los faxes que enviaba. Pero el tío tenía cuarenta y un años, y la obtención de su master IESE (que a saber cuánta pasta les habría costado a sus papás) había coincidido con los felices ochenta, aquellos años dorados en que se contrataba a perfectos inútiles por cifras astronómicas, como si fueran jugadores de fútbol. Lo que yo te diga, que le tocó la lotería demográfica, porque si llega a nacer quince años después otro gallo le habría cantado. Y a los que veníamos por detrás nos tocaba apechugar con el desfase y cobrar unos sueldos de mierda para compensar, trabajando, eso sí, tantas o más horas que él. Porque jamás salíamos a nuestra hora, jamás cumplíamos las ocho horas reglamentarlas, y no nos pagaban horas extraordinarias, por supuesto, porque había que trabajar y sacrificarse por la empresa, y bastante afortunados podíamos sentirnos de estar allí, con un canto en los dientes nos podíamos dar, porque por cada uno de nosotros había cuatro muertos de hambre, cuatro buitres carroñeros volando en círculos alrededor de nuestras cabezas, dispuestos a hacerse con nuestro puesto a la mínima oportunidad, como el jefe de personal no perdía ocasión de recordarnos. Cuando hacías cuentas descubrías que cobrabas menos por hora que una asistenta. Yo me levantaba a las ocho de la mañana y llegaba a casa a las ocho y media de la noche, totalmente agotada, sin ganas de nada, excepto de cenar e irme a la cama. Dejé de leer, dejé de ir a conciertos, dejé de ir al cine. Los sábados por la noche estaba tan harta que me ponía los vaqueros y las botas de cuero y salía a la desesperada, a ponerme hasta las cejas de cubatas y de rayas para olvidarme de la mierda de vida que llevaba, y aquel año me agarré las peores cogorzas que me haya agarrado en todos los días de mi vida, y me follaba a cualquier cosa, de verdad, a cualquier cosa, a cualquier elemento que se me pusiera a tiro a partir de las seis de la mañana, que era aproximadamente el momento en que mi estado etílico había alcanzado el nivel en que lo mismo me daba un ejecutivo de la Sony que un estibador de Mercamadrid. Luego llegaba junio y los exámenes, y me pasaba un mes entero a base de anfetaminas, intentando aprobar como fuera, y llegaba a la facultad atiborrada de chuletas y jugándome el expediente porque no disponía de tiempo material para estudiar las asignaturas con propiedad, y encima en el curro se mosqueaban porque faltaba a mi horario y me exigían un certificado firmado por mi profesor para probar que efectivamente había estado en un examen y no de cañas con mis amigos.
No teníamos ninguna posibilidad de ganar aquella batalla, como no hubiera sido montar las barricadas y salir a hacer la revolución. Pero nos tenían tan alienados y tan agotados, tan hipnotizados a base de horas y horas de trabajo constante y de discursos apocalípticos sobre la terrible situación de la economía, que a ninguno de nosotros se le hubiera ocurrido. No disponíamos de ningún arma para luchar contra los ejecutivos cuarentones de apellidos compuestos, y lo peor, lo peor, era cuando contrataban a una mema que se apellidaba López-Santos y Martínez de Miñón, que llegaba a la oficina en su Golf GT1 pagado por su papá, que llevaba ropa de Prada y bolsos de Loewe pagados por su papá, y que estaba morenísima y súper en forma después de haber estado esquiando en Andorra, en un relajante fin de semana pagado asimismo por su papá, y que a todo el mundo le parecía tan elegante y con tanta clase, y que no sabía hacer la o con un canuto, pero como era la hija de un accionista y acababa de terminar un master en relaciones públicas y comunicación, pagado también por su papá, cómo no, te la ponían a currar en la mesa de al lado cobrando bastante más que tú y, ¡por supuesto!, ella tampoco ponía un acento en su sitio y se quedaba tan ancha después de dar por terminada una nota de prensa de quince líneas que le había llevado cuatro horas redactar y que luego te tocaría a ti reconstruir en diez minutos, de arriba abajo, porque la muy burra escribía “tú ordenador” así, con acento en la u, como suena, y repetía el verbo tener veinticinco veces en quince líneas, y en aquel momento te preguntabas, ¿qué coño hago yo aquí?, ¿QUÉ COÑO? Fue la llegada de aquella subnormal profunda, que acababa todas sus frases con un ¿sabes? y para la que todo era como muy ideal o como muy algo, lo que me convenció de que me habían estafado, de que estaban engañándome como a un burro con el viejo truco de la zanahoria y el palo, y una mañana que bajé a la farmacia a comprar buscapinas porque ya no podía con aquel dolor de espalda, el sol me dio en la cara para avisarme de que estaba malgastando mi vida, la única vida de que dispongo, porque soy una mujer y no un gato, y caí en la cuenta de que llevaba dos años sin sentir la caricia dorada del sol en la nariz, de que se me estaba yendo la juventud encerrada en un despacho de ventanales blindados, y tranquilamente subí en el ascensor parlante que había dentro de aquel edificio inteligente, planta tercera, abriendo puertas, decía el ascensor con voz tecnificada, me dirigí hacia mi mesa e introduje una orden en el ordenador: «Delete All.» El ordenador me advirtió de que toda la información del disco duro se borraría: «¿Está seguro de que desea eliminarla?», y yo tecleé, completamente segura, segura como no había estado segura de nada en la vida, tan segura como que mi nombre es Cristina, «Sí», y me sentí la mujer más libre de la Tierra, me sentí feliz, plena, extática, por primera vez en dos años y eché por tierra el principio de una prometedora carrera en el campo de la comunicación, según mi hermana Rosa.
Y ahora soy camarera. En el bar gano más de lo que ganaba en aquella oficina, y mis mañanas son para mí, para mí sola, y el tiempo libre vale para mí más que los mejores sueldos del mundo. No me arrepiento en absoluto de la decisión que tomé, y nunca, nunca jamás volvería a trabajar en una multinacional.