Me importa un comino lo que digan mis hermanas. Me importa un huevo que opinen que éste no es un trabajo serio. Mis hermanas no tienen ni puta idea de lo que es la vida. La una pilló a un tolili dispuesto a mantenerla, un mirlo blanco de los que ya no quedan, y a la otra le tocó un premio gordo en la lotería genética.
Y aquí estoy ahora, en mi bar del alma, en este bar que para mis hermanas supone la mayor vergüenza social, limpiando botellas con la energía de un huracán, cuando, reflejada en el espejo a través de la penumbra del bar, veo una figura de mujer cruzar la pista. Avanza dando grandes y rápidas zancadas, como si fuese la chica del anuncio de Charlie. Un foco ilumina la figura y, para mi sorpresa, reconozco a mi hermana Rosa. No se me ocurre para qué coño viene Rosa al bar, ella, que no soporta el trance y que es incapaz de escuchar algo que se haya compuesto después del siglo diecinueve.
Mi hermana se acerca a la barra, se sienta en un taburete, deja sobre el contiguo su abrigo de piel de camello y cruza las piernas con ese aire de autoridad que sólo poseen las lesbianas y las mujeres muy ricas.
Yo le dirijo una sonrisa que pretende ser sarcástica. Eso sí, me parece que no lo consigo, porque soy muy mala actriz.
– ¡Dichosos los ojos! -digo-. ¿A qué debo este honor? ¡La princesa de Mónaco en persona se ha dignado venir a mi humilde tugurio!
– Tú sigue haciendo bromitas de este tipo y no vuelvo más -responde mi hermana con voz serena, como de costumbre. Casi nunca pierde la calma. Nadie diría que somos hermanas. No nos parecemos ni en el físico ni el carácter.
– Perdone su alteza -digo yo-. Nadie quería ofenderla. Por cierto, su alteza viene guapísima. Qué traje tan elegante… -No es precisamente mi estilo, pero hay que reconocer que es bonito. De lejos se ve que debe de costar una pasta.
– Menos flores. Las dos sabemos que si a mí me sentaran tan bien los vaqueros como a ti, no me harían falta los trajes de diseño.
Mi hermana es una envidiosa. Siempre lo ha sido. Además, tampoco es que yo en vaqueros resulte la bomba atómica. Y por cierto, si yo tuviera la pasta que ella tiene y pudiera comprarme la ropa en Loewe, igual hasta dejaba los vaqueros. Nunca se sabe.
Le pregunto qué quiere tomar y responde que una cocacola. Light.
– ¿Estás segura de que no quieres que te ponga un chorrito de whisky? -digo yo.
– Segura -Confirma, serena y sin mover un solo músculo facial, como de costumbre.
– Tú sabrás. -Encojo los hombros para darle a entender que no sabe lo que se pierde yendo de abstemia. En fin, que no se diga que no he intentado tentarla. Abro la cámara frigorífica y saco una botella de cocacola. Light-. Y bueno, alteza -prosigo. Yo siempre le llamo alteza, y eso a ella le jode muchísimo-. ¿Qué te trae por aquí? ¿A qué se debe que le hagas una visita a tu indigna hermana?
– Para ya. -La voz de Rosa suena ligeramente, sólo ligeramente, enojada-. He salido del trabajo y me he dicho que de camino a casa podía parar aquí para recordarte que tienes que llamar a Ana.
Dejo la cocacola a medio servir y me la quedo mirando con cara de estupefacción. Sólo mi hermana la hormiga laboriosa es capaz de salir del curro a las diez de la noche.
– ¿Acabas de salir del trabajo? ¿AHORA?
– Sí, me he quedado repasando un informe que tengo que entregar mañana.
– Joder, tía… Eso no es vida, qué quieres que te diga. Por mucha pasta que te paguen -le suelto, y acabo, por fin, de servir la dichosa cocacola con sus hielecitos y su limoncito.
– Tampoco es vida la tuya, que tengo que venir a verte aqui porque nunca puedo localizarte en casa. -Rosa pega un trago ávido a la cocacola y continúa-: Y por favor, no discutamos que bastante me duele la cabeza por hoy. Te recuerdo otra vez que te pases un día por casa de Ana. Mamá me ha llamado y me ha dicho que está muy preocupada.
– No será para tanto. A Ana lo único que le pasa es que se aburre y quiere llamar la atención…
– No creo. Me parece que esto va en serio. Ayer la llamé y la encontré muy deprimida. Se la notaba muy mal. Aunque con la poca confianza que tenemos, poco podía hacer yo. Como no me cuenta nada… Pero te repito que la oí muy rara.
– ¿Y qué esperas que haga yo? Si tú no tienes confianza con ella, ya me dirás yo… Simon Peres y Arafat son íntimos, en comparación con nosotras.
– Bueno, ya sabes que a Ana le resulta difícil entender lo que haces con tu vida.
– ¡Y a mí entender lo que ella hace con la suya! No te jode. Como si fuera divertido pasarse la vida mano sobre mano. Y yo no la critico por eso.
– Pues yo juraría que ahora mismo estás criticándola -apunta mi suspicaz hermana, tamborileando con los dedos sobre la mesa. Las uñas, cuadradas, cortas y sin pintar, están impecablemente limadas.
– No estoy criticándola. Y no te preocupes, que te juro que me pasaré a verla lo antes posible. Aunque poco puedo hacer por ella, porque yo también estoy fatal. Fatal. Fatal, fatal, ¡fataaaal…!
– ¿Y eso? -pregunta mi correcta hermana, intentando esbozar una sonrisa de simpatía y aparentando como puede un poco de interés.
– Iain me ha dejado -anuncio con tono solemne, intentando conmover a mi inconmovible hermana.
– Acabáramos. Pues menuda novedad. ¿Cuántas veces van?
Evidentemente, no lo he conseguido.
– No, ESTA VEZ va en serio, tía, te lo juro -insisto con un mohín ofendido, y éste no tengo que fingirlo porque me sale del alma-. Hace ya casi un mes. Nunca habíamos pasado tanto tiempo separados.
– Sinceramente, creo que es lo mejor que podía haberte pasado. Ese hombre no te traía más que disgustos -observa mi sensata hermana.
– ¡Qué dices…! Era un encanto. Inteligente, tierno, sensible…
– ¿Sensible? No me hagas reír. ¿Te acuerdas de aquel día en que nos encontramos en el Retiro? Tu pobre amiga Line, esquelética, anoréxica perdida que daba pena verla, a punto de ingresar en el hospital, y tu novio, el sensible, venga a decir «Esta chica cada día está más guapa. Cómo ha adelgazado». -Mi sarcástica hermana pega otro trago a su cocacola-. Hay que ser zopenco. Dejando aparte el hecho de que me parece bastante discutible que se ponga a hablar de lo guapa que es otra chica en presencia de su novia y de la hermana de su novia. Por cierto, ¿cómo está Line?
– Bien. Salió del hospital hace tiempo. No estuvo allí ni una semana, así que no fue para tanto. Ha comenzado a ir al psicólogo y está bastante controlada. Además, para que lo sepas, no está tan claro lo de la anorexia de mi amiga, porque la anorexia es una enfermedad mental bien definida, y Line no responde exactamente al cuadro clínico.
– Lo que está claro es que tu amiga parece la radiografía de un silbido.
– Eso sí, pero el caso es que tampoco, por lo visto, muestra el cuadro mental típico de una anoréxica, porque según el psiquiatra las anoréxicas suelen ser personas muy perfeccionistas e introvertidas, que renuncian al sexo…
– ¿Renuncian al sexo? No me digas más. Ya me ha quedado claro que Line no es anoréxica.
Ésta es mi irónica hermana.
– En primer lugar, que sepas que desde que ha aparecido la histeria de las top models y el culto al cuerpo parece que ya hay anoréxicas de todo tipo. En segundo lugar, si estás intentando meterte con mi amiga, te recuerdo que si sólo hubiera que medir las cosas por ese rasero, entonces la anoréxica serias tú, que eres la que ha renunciado al sexo.
– Nadie ha dicho que yo haya renunciado al sexo. -Rosa adopta un deje ofendido. ¡Ofendida, Rosa! ¡Parece que he traspasado su barrera de impasibilidad!
Yo sonrío, satisfecha de mí misma.
– Pues cualquiera lo diría -sigo-, según los muchos novios que se te conocen. Hija mía, a tu lado la propia Virgen del Rocío es un putón verbenero.
– Que te quede claro: yo no he renunciado al sexo ni a las relaciones, en principio. Sencillamente he decidido ser independiente, mantenerme a mí misma, no tener que soportar numeritos y humillaciones, y estar sola.
– No me seas exagerada, Rosa. Digo yo que ambas cosas se podrán combinar: que puedes seguir siendo independiente y mantenerte a ti misma y aun así echar un polvo de vez en cuando.
– Ésa es la teoría. La práctica es muy diferente. Desengáñate, Cristina. -Y mi condescendiente hermana suspira, intentando adoptar un aire de mujer muy vivida-. Los hombres de mi edad han vivido en casa de sus padres hasta los veintimuchos años. Eso, si no siguen viviendo allí. Y durante todos esos años han vivido en una casa donde su mamá no trabajaba y se dedicaba a hacerles la cama y la comida, en una casa donde ellos no tenían hora de llegada, pero sus hermanas sí. Y para colmo, la mayoría han ido a un colegio de curas en el que se les enseñaba a buscar niñas dulces, calladitas y sumisas.
– ¿Y eso qué importa?
– Importa muchísimo. Porque son una generación de niños grandes que no pueden entender que yo no pienso dedicarme a arreglar la casa ni a cuidarlos ni a sustituir a su madre.
– Pero no todos los hombres son así…
– Puede que no, pero de momento yo no he conocido a la excepción. Lo veo clarísimo en el trabajo. Todas las chicas que están casadas y tienen niños se quejan de lo mismo. Él no las ayuda en casa, él no se levanta si el niño llora, él pasa de ir a hablar con los profesores…
– Pero es que las secres de tu oficina son todas una panda de marus. No hay más que oír cómo cogen el teléfono.