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Yo no tenía muy claro si pintaba algo en aquella escena, pero nadie me había dicho que me marchara, de modo que allí me quedé, escuchando cómo Ana desgranaba quejas y argumentos con su vocecita aguda. El caso es que Ana estaba decidida a divorciarse y quería saber si existía alguna posibilidad de que su marido utilizase lo de sus problemas con las pastillas y lo de su internamiento en la clínica como argumento para reclamar la custodia del niño en un tribunal. Yo no entendía nada, porque a mis ojos, como a los de mi madre, no existía ninguna razón lógica para que Anita decidiera divorciarse así como así, de la noche a la mañana. Por eso me sorprendió tanto que Rosa pareciera tomarse la cosa en serio y empezara a hablarle de casos que conocía y de compañeras de trabajo que se habían divorciado y habían mantenido la custodia de sus niños a pesar de sus infidelidades notorias o de sus sobradamente conocidos problemas con el alcohol, e incluso se ofreciera a hablar con el bufete de abogados que le gestionaba a ella sus asuntos legales, en el que seguro que había un buen abogado matrimonialista. Yo no daba crédito a mis oídos, porque no me parecía muy coherente que mi hermana Rosa, la sensatísima, la racionalísima, la estiradísima, la cuerdísima, se pusiera automáticamente de parte de Ana sin preguntarle siquiera lo que cualquiera le habría preguntado, esto es, si su marido le pegaba o si bebía, o si le había pillado follando con otra, o qué puñetera razón había podido encontrar Ana para decidir, así, de la noche a la mañana, tirar su matrimonio por la borda. Entonces Ana me miró fijamente, los enormes ojos de agua abiertos en una expresión de ángel suplicante que me devolvía una imagen líquida de mí misma.

– Y tú, Cristina, ¿qué opinas? -preguntó. Y como me pilló desprevenida y con la guardia baja sólo se me ocurrió decirle lo que en aquel momento me salió del alma: que la vida es una pelea de la que no se puede salir derrotado. Y la explicación pareció satisfacerle, porque ya no me preguntó nada más.

Nos explicó después que no pensaba quedarse en aquel sitio (este sitio, decía, evitando así definir el tipo de establecimiento al que había ido a parar) más de un mes, el tiempo suficiente, añadió, para que se acostumbrase a funcionar sin pastillas. Y yo asentía quedamente y contemplaba con oidos atónitos la recién acaecida transformación de mi hermana.

Al cabo de un rato apareció la misma doctora de antes para comunicarnos que nuestro tiempo de visita había terminado. Así que plantamos en las mejillas de Ana los obligados besos fraternales, abandonamos la habitación y desanduvimos todo el camino que nos había conducido a aquella habitación.

Volvíamos a Madrid sin cruzar palabra. Rosa conducía con la mirada fija en la carretera. Contuve mi curiosidad durante los primeros treinta minutos, pero al final no pude resistir más y tuve que preguntarle a Rosa por qué le había hecho tanto caso a Ana y había tomado tan en serio lo que no parecía sino un arrebato de niña rica y mimosa, empastillada de puro aburrimiento. Entonces aminoró la velocidad del coche y desvió la mirada del parabrisas para dirigirla hacia mi humilde y desgarbada persona.

– ¿Sabes cuántos años tengo, Cristina? -dijo-. Treinta. Y ¿sabes qué he hecho durante estos treinta años con mi vida? Nada. Nada de nada.

– Yo no diría eso, precisamente. Has hecho una carrera de la que pocas mujeres de tu edad pueden presumir.

– No me entiendes. Eso, precisamente, no es nada. Yo no he hecho nada. No me he emborrachado hasta caer redonda al suelo, no he tenido una amiga con la que pelearme o a la que envidiar, no he hecho el ridículo llamando a un tío a su casa cuando era evidente que él ya no me quería, no he deseado en secreto a un compañero de la oficina… En fin, no he vivido ninguna de esas pequeñas tragedias cotidianas que constituyen el pan de cada día del común de los mortales, las que les hacen apegarse al aire que respiran y al suelo que pisan, las que les permiten levantarse cada mañana con la ilusión de que el día que comienza va a ser distinto del anterior y del siguiente. Los últimos años he sido una máquina. Eso es todo. He sido como una réplica de mí misma, pero que en el fondo no era yo, porque yo no soy, no puedo ser, alguien que no siente absolutamente nada. Nada.

– Te entiendo -susurré. Y la entendía, porque estaba describiendo exactamente la situación que vivo yo en el bar todas las noches, recogiendo vasos y esquivando cuerpos sudorosos, un androide cibernético que pasea mis mismas facciones, mis curvas y mis gestos, entre las sombras, con la mente en blanco, para conseguir aguantar las seis horas del turno de cada noche sin pénsarlo.

– Y lo peor es que ni siquiera lo sabía -prosiguió Rosa-, ni siquiera era consciente de lo que estaba sucediéndome. No empecé a serlo hasta hace cosa así de un mes, cuando empezaron las llamadas.

– ¿Qué llamadas?

– Verás, Cristina, alguien empezó a llamarme todas las noches, todas, más o menos a la misma hora. No decía nada, nunca. Se limitaba a hacerme escuchar una canción. La hora fatal, de Purcell. No sé si la conoces.

– Creo que no. A mí, si me sacas del techno…

– Te acuerdas de aquellas fiestas de fin de curso horribles que hacíamos en el colegio?

– ¿Aquellas en que tú siempre salías a tocar el plano y yo a recitar poesías?

– Sí, éramos como monos de feria.

– Más bien. -Sonreí ante lo acertado de la definición.

– Pues bien, un año, yo debía de tener once o doce años, me empeñé en cantar esa canción en la fiesta de fin de curso, La hora fatal, 0 sea, la misma que el llamador anónimo me hacía escuchar al teléfono. Entonces, cuando tenía once años, no creo que te acuerdes, yo estudiaba solfeo y plano, pero no canto. Y la profesora se empeñó en decir que no podía cantar a Purcell, que podría interpretar la partitura pero que no conseguiría aportarle los matices, que para eso tendría que estudiar canto con un repertorista que me ayudase a entender qué quería decir Purcell con aquella canción. Y yo respondía que me bastaba con escuchar la canción para saber qué quería decir Purcell, que no me hacía falta un repertorista, que sabía muy bien lo que Purcell quería transmitir. -Miraba hacia la carretera con expresión soñadora y por un momento temí que nos la pegáramos-. Tuvimos una bronca memorable a cuenta del asunto, ella venga a llamarme niña tozuda y yo empeñada en cantar lo que quería. Y el caso es que al final me salí con la mía y canté a Purcell, ¿sabes? Fue un triunfo de mi voluntad.

– Que hubiese dicho Nietzsche.

– Y lo curioso -prosiguió, ajena a mi interrupción, el rostro pálido y rígido, los ojos brillantes a causa de las lágrimas que no derramaba- es que había olvidado esta historia por completo, llevaba años sin recordarla hasta que quienquiera que llamase me puso esa canción. Y por eso sabía que quien me llamaba me conocía a fondo. Estuve dándole vueltas a quién podía ser, estuve haciendo todo tipo de cálculos y análisis de probabilidades hasta que me di cuenta que lo importante no era el remitente sino el mensaje.

– ¿El mensaje?

– Me di cuenta de que no importaba quién me llamase, sino el mensaje que me había hecho llegar. Y es que me hizo recordar que hubo un momento en que yo era capaz de sentir pasión por las cosas, en que fui capaz de aprenderme nota a nota una canción que ninguna alumna de mi edad se habría atrevido a solfear y mucho menos a cantar. Que hubo un tiempo en que luchaba por lo que de verdad quería. Que hubo un tiempo en que lloraba escuchando a Purcell. -La sombra de una lágrima a punto de caer centelleaba en sus ojos-. Lloraba de pura feliciad, de pura empatía con las notas. Y los últimos años he vivido tan anestesiada, tan bloqueada, que nunca lo habría recordado de no haber sido por aquellas llamadas. ¿No te das cuenta? Quienquiera que llamase me estaba haciendo ver cómo me había negado a mí misma, cómo he arruinado mi vida. Porque ¿qué hago yo encerrada en un despacho, acatando órdenes de inútiles a los que no respeto y sirviendo a unos intereses que en el fondo desconozco? No importaba quién llamase, eso era lo de menos, en el fondo estaba llamándome mi propia alma.

Yo bebía las palabras de la boca de mi hermana con la sed del beduino, porque si una mañana me hubiese levantado y me hubiese encontrado con que el cielo resplandecía de un bonito color verde musgo y las hojas de los árboles ondeaban al viento teñidas de azul pitufo, estoy segura de que me habría sorprendido menos que ver a mi hermana la mayor hablando de cosas tales como que su alma la llamaba por teléfono.

– Hace una semana tomé por fin una decisión. Sabes que llevo quince meses tomando prozac, ¿no?

– Ya me lo habías contado -asentí solícita y rápida, deseosa de que prosiguiera con la historia.

– Bueno, me habían advertido de que no podía dejarlo de la noche a la mañana. De que debía haber un período de transición en que fuera reduciendo la dosis gradualmente. Pero yo sabía que me hacía falta un cambio brusco. Así que un día decidí deshacerme de todas mis reservas de fluoxicetina. Cuatro cajas, Cristina, dos en el cajón de la mesilla de noche y dos en el de la oficina. Las cuatro fueron a parar a la basura. Y me dispuse a afrontar lo que viniera, la crisis o lo que se presentara, tranquila. Al principio no pasaba nada, ¿sabes? Me habían dicho que es peligrosísimo dejar el prozac de golpe, sobre todo si uno ha estado tomándolo años, como es mi caso, y que podía sobrevenir una crisis seria, un episodio depresivo, que podría aparecer un brote esquizoide, qué sé yo. Pero no pasaba nada. Hasta que el otro día, hace exactamente dos noches, busqué entre mis discos viejos aquella canción de Purcell, cantada por James Bowan, descolgué el teléfono, me senté tranquilamente en el sillón y me puse a escuchar la misma canción, una y otra vez, recordando en cada nueva escucha las notas una por una, las palabras, los acordes, los arpegios… -Devanaba palabras y palabras en un murmullo ritmico y constante-. Cada nota golpeaba como un puño en mi interior y esos golpes transmitían tal calor a mi corazón que éste explotaba y se disgregaba en fragmentos dispersos. La música bullía dentro de mí, galopaba por mis venas, contenía el mundo, y dentro del mundo a mí misma, a mi verdadero yo que había permanecido dormido allí dentro tantos años y acababa de despertar furioso, emborrachado de entusiasmo. Cristina, ¿puedes entender esto?

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