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Me siento como cuando tenía cuatro años y mi madre, aliviada aunque un pelín aprensiva, me dejaba a la puerta del parvulario.

Las tres salimos sin decir nada. Ya es mediodía y el sol brilla en todo su esplendor. Las coletitas rubias de Line refulgen como hilos de oro. Después de la oscuridad de la celda me parece que yo soy la persona más afortunada del mundo sólo por poder notar el beso del sol en la cara y poder respirar el aire de la calle.

Al cabo de unos minutos, Line rompe el silencio.

– ¿Te han registrado?

– No. ¿Y a vosotras?

– No. Yo pensaba que me desnudarían y vendría una sargento bollera, como en las películas, a meterme un dedo por el coño, pero nada.

– Percibo un cierto matiz de desilusión en la vocecita de Line.

– El madero me ha dicho que los éxtasis eran de palo. Y yo no sé qué creer, porque a mí me da la impresión de que esto sube una barbaridad -digo.

– Qué coño de palo. Se los habrán quedado ellos, como si lo viera. Todos los de la brigada de narcóticos poniéndose ciegos a nuestra costa. Tres horas perdidas y veinticinco talegos a la basura -sentencia Gema.

– ¿Has estado a punto de ir a la cárcel y todavía piensas en la pasta? -le pregunto.

– ¡Qué cárcel ni que ocho cuartos! Pero si estaban ansiosos por librarse de nosotras, Cris. No somos más que tres niñas pijas a las que les han metido un susto.

Asiento. Respiro hondo. Inhalo inmensidad. Voy de éxtasis, ¿o no?, y los colores de la calle (los amarillos y azules y rojos de los coches, el blanco de las nubes, el gris de la acera, el rosa del pichi de Line) me hacen daño en los ojos. Resplandecen, relumbran, centellean, fulguran, refulgen, llamean, se alimentan agradecidos de los rayos del sol, y yo con ellos. Sí, creo que debo ir puesta.

Ya estamos de nuevo en la calle, a la que evidentemente no pertenecemos.

Podrías decir que cada año que cumples supone una nueva pincelada para añadir al que será tu retrato definitivo. Podrías decir también que cada nuevo año es una paletada de tierra sobre la tumba de tu juventud. Cada nuevo año supone más experiencia, y, por tanto, dicen, más sabiduría y serenidad. Cada cumpleaños supone el recordatorio puntual de tu conciencia: este año tampoco has hecho nada con tu vida.

Hace un mes cumplí treinta años. Llevo desperdiciado exactamente un tercio de mi existencia.

«Si desea tener éxito como mujer de negocios póngase de pie con tanta frecuencia como sus colegas masculinos y en las mismas situaciones que éstos. No permanezca sentada cuando alguien entre en su despacho o se reúna con usted ante su mesa. No importa lo que digan los manuales de urbanidad: si quiere usted igualdad de oportunidades e igualdad de trato, debe ponerse en pie como un hombre, literal y figurativamente hablando.»

Especialmente, si es usted tan alta, o más, que la mayoría de sus colegas masculinos.

«Compórtese como un hombre. Controle sus sentimientos. No llore en público. Que sus gestos siempre sean adecuados y aceptables con arreglo a la situación concreta. Sincronice las palabras con las acciones.

»Prepárese para lo peor. Recuerde que, por lo general, cuando las mujeres se encuentran al frente de la dirección siempre son blanco de críticas que nada tienen que ver con su capacidad profesional. Incluso algunas de las cualidades que en los hombres empresarios son vistas con respeto e incluso admiración, en las mujeres se transforman en cualidades negativas. Si una mujer centra toda su energía en el trabajo, se la calificará de frustrada; si se rodea de un equipo y comparte responsabilidades, entonces será insegura; si dirige con firmeza, la llamarán amargada.”

Treinta años. Diez millones de pesetas al año. Un BMW. Un apartamento en propiedad. Ninguna perspectiva de casarme o tener hijos. Nadie que me quiera de manera especial. ¿Es esto tan deprimente? No lo sé. ¿Es esa pastillita blanca y verde que me tomo cada mañana la que me ayuda a no llorar? ¿Esa pastillita que el médico me recetó, ese concentrado milagroso de fluoxicetina, es la que hace que las preocupaciones me resbalen como el agua sobre una sartén engrasada?

¿Es la paz o el prozac? No lo sé. Treinta años. El comienzo de la madurez. Una fecha significativa que había que celebrar.

Pero yo no quería organizar una fiesta de cumpleaños porque en realidad no tenía a nadie a quien invitar. Mis hermanas y mi madre, por supuesto, pero ¿las quiero realmente? Sí, hasta cierto punto. Son mi familia. Siempre lo han sido y siempre lo serán.

Mi madre y mis hermanas constituyen la única referencia

Mi madre siempre será permanente mi madre, tan glacial y distante, tan contenida, pero se ha portado bien conmigo, y, sobre todo, siempre ha estado ahí, inamovible como un mojón que marcara el principio del camino.

Mi hermana Ana es una santa, una buena chica con todas las letras, pero enormemente aburrida, como todas las buenas chicas, y no precisamente el tipo de persona a la que quieres ver en tu cumpleaños.

Y Cristina… Bueno, hay que reconocerlo. Sí, la odié con toda mi alma, pero puede que sea, precisamente, porque la he querido mucho. Aun así, no me apetecía celebrar mi cumpleaños con una cena íntima con Cristina. No nos llevamos tan bien como para eso.

Podría también organizar una fiesta por todo lo alto e invitar a colegas del trabajo y a sus señoras, a viejos conocidos de la universidad, a clientes y proveedores.

«Cuando se disponga a organizar una reunión debe tener siempre en la cabeza cuatro puntos fundamentales: ¿Qué clase de reunión quiero?, ¿a quién voy a invitar?, ¿cuándo debo programarla? y ¿dónde la celebraré?

Invite sólo a los que deben estar allí. Invite sólo a los que esté dispuesta a escuchar. No recurra a la lista de protocolo para seleccionar a los invitados. Reserve tiempo suficiente para los preparativos. Programe la reunión para una fecha en que todos los protagonistas necesarios puedan estar disponibles. No olvide la cortesía. Calcule los costes. Compruebe las condiciones del lugar.

»Si entra en la reunión sabiendo exactamente qué quiere, es muy posible que salga de ella habiéndolo conseguido.»

Eso me apetecía aún menos. Horas de preparativos y quién sabe cuánto dinero empleado en los canapés y las bebidas para que un montón de gente invada la intimidad de mi casa, corte el aire con sus charlas intrascendentes y sus risitas fingidas. Y todo para que al día siguiente la cosa se quede en una resaca de las serias, en cenizas y grumos pegajosos en la mesa de metacrilato y en el suelo, en botellas derramadas por la cocina, en vasos de plástico volcados aquí y allá, en servilletas y platos sucios olvidados encima de las estanterías.

No, gracias. Nada de fiestas. Decidí pedir un día libre en el trabajo, cogí mi BMW y emprendí camino al sur. Doce horas conduciendo, escuchando a todo volumen los lieder de Schubert. No paré hasta que llegué a Fuengirola. Serían las seis de la tarde.

Ya habían pasado veintidós años. Veintidós años desde aquel verano en Fuengirola. El último verano que pasamos con mi padre.

El pueblo había cambiado mucho. La línea de playa estaba cubierta de grandes edificios blancos, enormes adefesios de ladrillo, gigantes de cemento y vidrio que miraban directamente al mar, cuadrados como búnkers. Y a sus pies, como hormiguitas, montones de bares y chiringuitos ahora cerrados, que anunciaban sus calamares y sus ensaladas en estridentes carteles de plástico barato, reclamos de colores chillones plagados de faltas de ortografía.

Era un miércoles fuera de temporada y la playa estaba desierta.

Me senté en la terraza del único bar que encontré abierto y pedí un vaso de vino tras otro, Estaba decidida a beberme treinta vasos, como mis treinta años. Pero no puedo recordar cuántos bebí. En un momento dado debí de perder la cuenta.

Y fui bebiendo vasos y vasos, lentamente, mientras miraba aquella enorme extensión de color crema que era la playa. Pasaban las horas y el paisaje iba cambiando de color.

El cielo fue tornándose, alternativamente, celeste, añil, azul índigo, cobalto, azulón, violeta. El mar fue de color botella, esmeralda y verdinegro. La arena adquirió todos los colores del espectro cálido: ocres, ambarinos, castaños, pardos, rojizos. Mi borrachera hacía del paisaje un caleidoscopio, un delirio cromático.

Finalmente cayó la noche y todos los colores se fundieron en negro.

Entonces me dirigí hacia la playa y me puse a contar las estrellas.

Debieron de pasar una o dos horas. Tenía muchísimo frio, y treinta años encima. No había un alma en la playa. Sólo yo, la arena, el agua y las estrellas.

Me puse en pie y me quedé mirando embobada el agua negra, prácticamente plana e inmóvil a excepción de unas olas sutilísimas, pequeñas líneas blancas horizontales, hechas de espuma, que se deslizaban lentamente hacia la playa.

Empecé a pensar que podría caminar hacia el agua, caminar y caminar hasta que ya no tocara fondo, y ahogarme sin más. Como Virginia Woolf.

Morir joven y con elegancia. Si resistes la natural urgencia de salir a la superficie a respirar, la muerte por asfixia en el agua es la menos dolorosa de las que existen. Es incluso placentera. Una muerte muy dulce. La carencia de oxígeno produce alucinaciones y uno se va desvaneciendo en una especie de éxtasis, sin enterarse.

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