El madero nos mira a Line y a mí y nos hace una seña. Ahora nos toca a nosotras salir del coche. Lo hacemos. El tío abre mi bolso y lo primero que saca es la pitillera de plata que me regaló Iain (por cierto, yo no fumo. El listo de Iain se lució con el regalito). La abre y se encuentra la bolsita.
Me doy cuenta de lo estúpidas que hemos sido. Ni se nos había pasado por la cabeza que la madera pudiera ponerse a controlar a la gente que salía del Planeta X para pillar éxtasis. Yo ya había oído que eso se hacía, pero siempre había pensado que se apostaban a la puerta de las macrodiscotecas del extrarradio, en Atica o el Central, no en pleno centro de Madrid. Aunque, en realidad, que hagan un control aquí es lo más lógico, porque el Planeta X es un nido de pastilleros y farloperos, como todo el mundo sabe. Maderos incluidos, por lo visto.
Oigo un zumbido en los oídos. Se trata de la sangre, que se me agolpa en las sienes.
– ¿Esto qué es? -pregunta el madero.
– Pastillas.
– Ya veo. ¿Alguna de vosotras tiene más pastillitas de éstas? -añade él, dirigiéndose a Gema y Line.
Line y Gema no abren la boca. Nos advierte que van a registrarnos de todas formas, así que más vale que soltemos lo que llevamos. Será más rápido y menos humillante, dice.
Gema saca su bolsa del bolsillo de los vaqueros. Yo sé que Line se ha metido la bolsita dentro de las Doctor Martens, no porque temiera ningún registro, sino porque la bolsa ya no le cabía en su minúsculo bolsito en forma de corazón, donde había metido a presión las pinturas, las llaves, el tabaco y el monedero; y el modelito de esta noche -un pichi de vinilo rosano tiene bolsillos.
El policía se dirige a Line:
– A ver, rubita, tú también. Tus pastillas.
– Yo no llevo nada -asegura Line. Y él repite que más vale que entregue el material ahora si no quiere buscarse más problemas de los que ya tiene, y que van a registrarla de todas formas.
Line duda por un instante, luego se sienta en la acera y comienza a desabrocharse las Doctor Martens. No resulta una tarea fácil, porque son de esas de caña alta, abrochadas hasta el tobillo.
– Tendrá usted que esperar un momento -avisa-. Las tengo por aquí, en alguna parte.
El madero, impaciente, le dice que se dé prisa, que no tiene todo el día.
Line se quita el calcetín rosa eléctrico. Con el frío de la mañana resulta un poco absurdo ver a Line con el pie desnudo. Nada. De ahí no sale nada parecido a una bolsa de pastillas.
– Me parece que me he equivocado de bota. Deben de estar en el pie derecho -dice Line, dedicándole al madero su mejor sonrisa y encogiendo los hombros.
Esperamos unos cinco minutos hasta que logra quitarse la otra bota y por fin aparece la condenada bolsita. Luego otros diez minutos hasta que se calza de nuevo. El atuendo de Line será todo lo moderno que ella quiera, pero, desde luego, no está pensado para una noche de pasión salvaje, a no ser que se trate de un polvo rápido, contra la pared, subiéndose el pichi hasta el pecho y dejándose las botas puestas, y está claro que tampoco está diseñado para enfrentarse a un registro policial. No hay más que ver la cara de los maderos.
Uno de ellos, señalando la bolsita, nos pregunta dónde hemos comprado las pastillas.
– En una fiesta -digo.
– En el Planeta X -dice Gema. Ella ha dicho la verdad y yo he tratado de salvarme el curro.
– En una fiesta en el Planeta X -amplío yo, intentando remediar la situación.
El madero se mete en el coche y habla con alguien por radio. No hace otra cosa que recltar números. Algo así como «Alfa 33, Alfa 33, registrado un doscientos veintinueve en la calle San Bernardo, cambio y corto… Negativo… Doscientos veintinueve.» Resulta evidente que está utilizando alguna clave. Acaba y nos hace aparcar el cuatro latas.
– Me temo que tendréis que acompañarme a la comisaría para prestar declaración -le dice a Gema.
Nos han metido en una furgoneta de la policía, que arranca. Conduce un madero jovencito. Nosotras tres vamos agolpadas en la parte trasera del coche, separadas de los dos policías que nos llevan por una reja metálica. Como perritos. No nos han esposado. Yo siempre había pensado que cuando te llevaban a comisarla te esposaban. La idea me daba cierto morbo, por aquello de que sólo he utilizado esposas para follar. No me queda claro si debemos considerarnos detenidas o no. Se me pasan por la cabeza terroríficas imágenes de brutalidad policial, interrogatorios con un flexo apuntándote a la cara, palizas propinadas con toallas mojadas para no dejar marcas, sórdidas celdas sin agua ni sanitario… De pronto, sin comerlo ni beberlo, nos hemos convertido en delincuentes y paseamos por el lado salvaje de la vida.
– Hace falta tener mala suerte -suspiro.
– Vosotras tres, calladitas -suelta el madero que conduce.
– Vale, vale, que ya nos callamos -responde Line. Continuamos el trayecto en el mayor de los silencios. La verdad es que apenas pasamos cinco minutos en la furgoneta, porque nos llevan directamente a la comisaría de la Luna, que está prácticamente al lado de donde nos han recogido.
Al llegar a comisaría nos separan. A mí me llevan a una habitación pequeña en la que un policía bajito, sentado frente a una máquina de escribir, anota mi nombre, dirección y número de carnet de identidad. Parece muy joven. Quizá más joven que yo. Todo lo que me habían sacado del bolso aparece extendido en la mesa, delante de él: cartera, llaves, el estuche de las gafas, un lápiz de labios, un monedero. Todo menos la pitillera de plata que me había regalado Iain y que contenía las pastillas.
Me pregunta mi profesión.
– Estudiante -contesto. No sé por qué me da vergüenza decir camarera. Influencia de mis hermanas, supongo.
Y en ese momento, zas, noto una sensación familiar que me hace cosquillas en el estómago, y bulle y burbujea como una aspirina efervescente dentro de mí, y va subiendo, poquito a poco, burbujitas, burbujitas espumosas, hacia mi cabeza. Oli, no… El pulso se me acelera y empiezo a respirar de forma entrecortada, inspiración, espiración, me falta oxígeno, boqueo como un pez fuera del agua, noto que las piernas empiezan a temblarme, las articulaciones me hormiguean, y las manos, soy incapaz de estarme quieta y ESTÁN ENTRÁNDOME UNAS GANAS MUY TONTAS DE REíRME. Carlos Tantangao, esta vez no has hecho honor a tu nombre. Esto es MDMA puro. El mejor que he probado nunca.
El madero saca un cigarro y me ofrece uno. No lo acepto, porque no fumo, pero le doy las gracias muy amablemente.
Me dice que hemos tenido suerte porque hoy no han traído a mucha gente, así que podremos despachar el asunto más rápido que de costumbre, ya que, normalmente, podrían pasar horas hasta que nos tomaran declaración.
Parece bastante amable. No me da la impresión de que vaya a conocer la brutalidad policial, de momento.
Al rato aparece otro tipo, éste vestido de paisano, con barba. Debe de rondar la cuarentena y es atractivo, a su manera. Tiene un pasar, si a uno le gustan los modelos de anuncio de El Corte Inglés, claro.
– Supongo que eres consciente del lío en que te has metido -me dice, encendiendo un cigarrillo, igualito, igualito que en las películas de Bogart.
– Me lo imagino.
– ¿Dónde comprasteis las pastillas?
– En el Planeta X. Ya se lo dije al agente que nos ha traído aquí.
– ¿A quién se las comprasteis?
– A un camello, a quién va a ser.
– ¿Sabes su nombre? ¿Me conviene mentir? Doy por hecho que Gema no se irá de la lengua, pero seguro que Line mete la pata, en su línea.
El dilema del prisionero. Uno de los problemas básicos de la teoría de juegos. Dos individuos sospechosos de haber cometido un crimen en complicidad son detenidos y encerrados en celdas separadas. Cada uno puede hablar o permanecer en silencio. Hay tres posibilidades: si uno habla y el otro no, el que habla va a la calle y al otro le caen veinte años. Si los dos hablan, a cada uno le caen cinco años. Y si los dos callan, les cae un año a cada uno acusados de un cargo menor, como tenencia ilícita de armas, por ejemplo. Cada uno debe tomar su decisión sin saber lo que hará su cómplice. ¿Qué deben hacer?
Solución: los dos deberían quedarse calladitos. Moraleja: en un juego de información incompleta los mejores resultados se consiguen cuando todos los jugadores adoptan una estrategia cooperativa.
– No, no sé su nombre -respondo-. En estos casos uno no pregunta el nombre, sólo el precio.
La explicación parece convencerle.
– ¿Puedes describírmelo? Más vale que me digas la verdad, porque estamos preguntando a tus amigas también, y como las descripciones no concuerden, os veréis en un serio problema.
Le doy una descripción que concuerda con la de Carlos el Topo, pero que también podría concordar con la de cualquiera: moreno, no muy alto, ojos oscuros. Omito el hecho de que llevaba gafas de culo de vaso (por eso le llaman Topo), porque desde que existen las lentillas ya casi nadie las lleva, y el dato podría servir para identificarle con facilidad. Si las otras lo mencionan, allá ellas. Pero nadie podrá acusarme de haber mentido. Todos los rasgos que he citado son los de Carlos.