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Éstas eran las chicas que en clase de dibujo fantaseaban, entre risitas contenidas, sobre cómo debía de ser darle un beso «de verdad» a un chico, o sea, un beso con lengua y todo.

Pero yo recibí mi primer beso de verdad antes que ellas. ¿Por qué yo, a los doce años y siete meses, me dejé magrear impunemente los pequeños senos comprimidos dentro de mi sujetador marca Belcor, modelo Maidenform, talla 80, color rosa salmón, que me venía grande y hubo que ajustar, por un adolescente granujiento con pelusilla sobre el labio inferior?

Porque nadie me había explicado nunca de qué iba aquello de los besos con lengua y los magreos, a excepción de los gorjeos cantarines y poco reveladores de Verónica, Leticia, Laura y Nines en las clases de dibujo.

Porque no había conocido más educación sexual que la proveniente de un libro para niños titulado De dónde venimos que la tía Carmen había tenido a bien regalarme al cumplir los ocho años. Un libro en el que espermatozoides animados con cara de pillines corrían en busca de un óvulo rosa, caracterizado como una matrona rechoncha de cara amable y repintada y expresión de expectante felicidad.

Porque no acababa de entender qué se proponía el caracráter cuando empezó a meter la mano por debajo del sujetador marca Belcor, modelo Maldenform, talla 80, color rosa salmón, que me venía grande y hubo que ajustar, mientras bailábamos las lentas.

Porque había oído hablar de lo de los besos con lengua, pero jamás había oído hablar de los magreos, ni sospechaba remotamente que los pechos femeninos pudieran ser un punto de atracción erótica.

Porque el comportamiento del caracráter me pareció raro, pero en ningún momento reprobable, y le dejé hacer suponiendo, con razón, que él sabría mejor que yo lo que correspondía hacer cuando se bailaban lentas.

Porque en las películas que yo había visto, y que constituían mi única fuente de información sexual a excepción de los relatos de Verónica, Leticia, Laura y Nines (fuentes no autorizadas y poco fiables), el apasionado beso final de los protagonistas desaparecía en un fundido en negro. Así que yo no tenía ninguna razón para creer que después del beso apasionado el chico no juguetease con los pezones de la chica.

Porque era el único chico de la fiesta más alto que yo. Porque cuando aquel caracráter empezó a morrearme y a meterme mano mientras bailábamos las lentas yo no tenía muy claro si debía dejarme hacer o pegarle una bofetada con expresión ofendida, como había visto hacer en las películas; y finalmente decidí dejarme.

Porque no tenía valor para abofetear a un chico que me sacaba por lo menos diez centímetros.

Y también, sobre todo, porque quería ponerme de una vez por todas por encima de Verónica, Leticia, Laura y Nines.

Diez de la noche. Fiesta terminada. Antes de entrar en casa, frente al espejo del ascensor hice desaparecer con un kleenex el brillo de labios y la máscara de pestañas. Porque mi madre me habría matado si me hubiese visto llegar a casa pintada. Y me enjuagué los dientes con el elixir Licor del Polo que guardaba en el bolso para que tampoco se notara que había dado cuatro caladas a un cigarrillo Mencey.

Sin tragarme el humo, claro. Ya dentro de casa, me fui directamente a la cama, sin cenar.

Sin mis zapatos «de salir» con tacón de tres centímetros, y sin mi sujetador marca Belcor, modelo Maidenform, talla 80, color rosa salmón, que me venía grande y hubo que ajustar, volvía a parecer lo que en realidad era. Una niña de doce años y siete meses, más interesada en las aventuras de Sandokán o en la melena de una niña morenita que en las habilidades linguobucales de un adolescente granujiento.

Me acordé de los morreos del caracráter y no sentí la sensación de gozosa plenitud que según Verónica, Leticia, Laura y Nines debía acompañar al primer beso. En realidad, el recuerdo me resultaba, me resulta todavía, de lo más desagradable, y me entraron ganas de vomitar.

Y aquella niña de doce años y siete meses se levantó muy digna de la cama y rebuscó en su primer bolso (donde guardaba los kleenex, las llaves, el brillo de labios, la máscara de pestañas, el elixir Licor del Polo y el dinero) hasta que encontró el billete de metro en el que había apuntado el teléfono de caracráter (él no podía ni debía llamarla a casa, porque a mi casa no llamaban chicos) y lo rasgó en montones de pedacitos pequeñitos.

Después regresó a su cama, satisfecha. Y desde entonces, mientras mis compañeras de clase se dedicaban a pintarse las uñas con brillo, rizarse la melena, pintarse los ojos e intercambiar citas y teléfonos con los chicos de los Maristas, yo me encerré en mí misma y en mis números.

Se acabaron los experimentos con los chicos.

Al año siguiente aquella niña morena dejó el colegio. No he vuelto a verla, y sí he vuelto a verla. No he vuelto a ver a aquella Bea en particular, pero alguna vez he visto, o conocido en alguna fiesta, en la calle, en un bar, a una mujer con la misma expresión ensimismada, con la misma dulzura en los OJOS, y he sentido esa misma fascinación, esa intuición de haber encontrado a mi alma gemela.

Y entretanto la vida se me va entre números y cuentas, documentos internos y disquettes de ordenador, y resulta difícil recordar que mi cerebro no está hecho de chips, que soy humana.

Aunque cada día se me note menos.

Ya decía Valmont aquello de que el camino más directo a la perversión pasa por la inocencia absoluta, y que nada resulta más fácil que enseñarle a una novicia prácticas sexuales que la prostituta más experimentada se negaría a realizar. Y si nos atenemos a mi caso, entonces el señor vizconde de Valmont tenía razón, porque, como tantas niñas educadas en un colegio de monjas yo no conocía educación sexual de ningún tipo, excepto la de la propia experiencia, porque nadie, nadie, hablaba de sexo en mi familia. Anita y mi madre son de las que cambian de canal cuando aparece una escena subidita de tono, y Rosa… Rosa es para darle de comer aparte. Siempre he tenido la impresión de que pasa bastante del tema. Por lo menos nunca la he oído hablar de sexo. Ni tampoco puedo imaginármela follando. Seguro que se lo plantea como una ecuación: energía más resistencia es igual a orgasmo.

0 que en el momento cumbre se pone a repasar mentalmente los valores de la bolsa, no sea que mañana bajen los tipos de interés y la cojan desprevenida.

Obvia decir que en el colegio el tema ni se mencionaba. Nos advertían, eso sí, de que teníamos que llegar vírgenes al matrimonio (las pobres monjas, qué ingenuas…), y con eso estaba todo dicho. Y siempre se nos describía a los hombres como una especie de maníacos sexuales que sólo deseaban una cosa, y que una vez que la consiguieran nos abandonarían. Me costó mucho darme cuenta, años más tarde, una vez convertida en el pendón que soy, de que la mayoría no nos abandonaban, es más, no se conformaban con una sola y se mosqueaban bastante si dabas a entender que eso era lo que tú habías esperado de ellos.

Además, durante todo el día sólo veíamos mujeres. Quisiera resumirlo así: había dos reacciones extremas. 0 se estaba realmente loca por los hombres, o una acababa relacionándose con una mujer. De hecho, el grupo mejor visto era aquel en que todo el mundo sabía que las parejas de amigas no eran sólo amigas. Yo salí de las primeras, creo que no hace falta aclararlo.

Así que cuando empecé a tener encuentros sexuales, y como no quería que nadie me tomara por tonta, daba por sentado que mi pareja sabría más que yo y me limitaba a hacer sin rechistar lo que me sugería. Afortunadamente, o no, tampoco me relacionaba precisamente con expertos (entre nosotros, mi primo, el supuesto donjuán, no tenía ni idea de follar) de modo que debo agradecerle a la divina providencia el hecho de que en mi primera adolescencia no hiciera ninguna barbaridad de la que hoy pudiese arrepentirme. Nada de lo que descubrí me pareció demasiado sorprendente. Llamadlo instinto, llamadlo tolerancia natural.

En ésas estaba cuando a los diecisiete años llegué a la facultad. Allí conocí a Gema y a Line, que desde entonces han sido mis inseparables.

La gente se sorprende mucho cuando se entera de que Gema es lesbiana. Como si fuera marciana. Y luego dicen esa memez de «Huy, pues se la ve muy femenina…» ¿Qué esperan? ¿Que se corte el pelo al uno y se vista de comando? ¿Que haga culturismo? El propio Iain me preguntaba si no sentia cierto reparo, si no me sentía amenazada. Pues no. Nunca. Ella nos lo dijo desde el primer momento, y a mí no me pareció mal, ni a Line tampoco.

En cualquier caso, en primero de carrera las tres nos encontrábamos en idéntica situación, aunque nuestros objetivos fueran diferentes. Nuestra experiencia no resultaba lo suficientemente amplia para satisfacer nuestra curiosidad. Y fue a Line a quien se le ocurrió la feliz idea de alquilar películas porno. Así podríamos adquirir información de primera mano sobre todo tipo de técnicas y posturas que en aquel momento sólo podíamos imaginar.

Hicimos una excursión de media hora en metro hasta Aluche, en busca de un videoclub donde no existieran posibilidades de toparse con ningún conocido. El dependiente nos dirigió una miradita lasciva y nos preguntó si nos gustaba mucho ese tipo de cine. Se ofreció a quedar con nosotros cualquier día para enseñarnos algunas cintas especiales que no estaban a la venta. Salimos de allí por piernas.

Al final encontramos otro videoclub, éste en Pueblonuevo, regentado por un viejecito amabilísimo que no sólo no nos hacía ninguna pregunta comprometida sino que nos asesoraba sobre las últimas novedades. Con el tiempo nos enteramos de que el videoclub era en realidad de su hijo, pero que el chaval pasaba poco por allá porque le traía más a cuenta dejar al viejo al cargo. Así el abuelete se distraía y el dueño podía irse de cañas. El vejete nos llamaba juventud y siempre que íbamos se tiraba un rato largo de charla con nosotras. Casi nunca se refería a las películas que alquilábamos, excepto para comunicarnos la opinión de sus otros clientes. Yo creo que nos cogió cariño y todo.

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