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Cuando por fin entendí las letras, y cuando tuve dinero para comprarme todos los discos editados, no me desilusioné. No entendía cómo a la gente podía entrarle semejante perra con los Beatles -que al fin y al cabo son unos sosos cuando van de románticos y unos pelmas cuando van de místicos ni con los Rolling Stones -tanto satanismo y tanto sexo salvaje para acabar casándose con una maru de cara de caballo y pinta de recién salida de un culebrón- cuando existían los Kinks, que tenían las mejores melodías y las letras más ácidas e inteligentes. Me encantan sus descripciones irónicas y su escepticismo, y me encantan, sobre todo, sus canciones de amor, ebrias de entusiasmo y vida.

Podría cerrar los ojos cuando escribo, y aun así fluirían las palabras; no tengo tema, sólo un ritmo. Y volviendo al principio, cuando explicaba que siempre acabo identificando mi estado de ánimo con una canción determinada, resulta que todos estos días me he levantado tarareando el mismo tema, que no oigo desde hace por lo menos dos años y que no puedo escuchar porque se me ha estropeado el tocadiscos y sólo puedo poner cedés, y por tanto me parece que no es casualidad que la repita una y otra vez. Es una canción de los Kinks que probablemente conocéis, de la que sólo recuerdo la primera estrofa, y que empezaba así: Thank You for the days / those endless days, those precious days you gave me / I'm thinking of the days won'tforget a single day, believe me…

Pienso en Iain y en que no olvidaré un solo día, créeme.

Gran parte de mi vida, por no decir toda, me la paso encerrada en un despacho, tecleando sin parar. Cada día produzco más y más información. Ha llegado un punto en que mi memoria está duplicada, y la memoria exteriorizada en archivos y bases de datos supera a la almacenada en mi cerebro biológico.

Una gran cantidad de información está guardada en mi computadora. Para acceder a ella hace falta teclear una clave de acceso que sólo yo conozco. Otra parte, menos confidencial, se archiva en disquettes, guardados bajo llave. Los disquettes y la memoria RAM contienen cifras y datos precisos, archivados por orden alfabético en carpetas y subarchivos fácilmente localizables. Esta información procesada en dígitos binarios conforma mi identidad laboral, la que me identifica frente al mundo.

Luego está mi otra memoria. Dentro de mi cabeza navegan recuerdos difusos almacenados sin orden ni categorías. Recuperarlos no es fácil. Un día cualquiera afloran a la superficie conjurados por un aroma, un sabor, un perfil familiar entrevisto en la calle. Imágenes olvidadas, nombres que ya no recordaba, dolores que creía enterrados. A partir de ellos, supongo, se construye mi verdadera identidad, mi vida propia. ¿Acaso la tengo?

El otro día, por ejemplo, al ir a comprar el periódico, me fijé en una niña que debía de tener doce años. Expresión ensimismada, ojos dulces, melena descuidada. ¿A quién me recordó…? A una compañera de clase con la que apenas hablaba.

Días de colegio. Pienso en el colegio y me viene a la cabeza cómo me creció el pecho de pronto, casi de la noche a la mañana. Recién cumplidos los doce años, la Valkiria me compro mi primer sujetador. Marca Belcor, modelo Maldenform, talla 80, color rosa salmón. Me venía un poco grande y fue necesario ajustarlo. Fui la primera de mi clase en usar sujetador.

Rosa Gaena, doce años, cociente de inteligencia 155, contorno de pecho 80, 166 centímetros de estatura. Las cifras de la Mujer Biónica.

Aquel invento de la ortopedia femenina me convirtió, en contra de lo que habría podido suponerse, en el hazmerreír de la clase. No sólo las otras niñas no respetaban mi recién adquirida condición de mujer con pechos y todo, sino que me martírizaban estirando del tirante trasero, elástico, para que se me clavase en la espalda al soltarlo.

Qué cruz. Y, también casi de un día para otro, todas las niñas de la clase se pusieron a hablar de chicos. No había otro tema. Cada una tenía el chico que le gustaba -un vecino, un primo, el hermano de una amiga o uno con el que coincidían en el autobús- y se dedicaban a escribir su nombre en la carpeta de los apuntes, en las cubiertas de los libros, en la cartera y en el pupitre.

Y yo la más alta de todas, la de las mejores notas, la única que usaba sujetador, no tenía a «mi chico». No tenía nombre que escribir en las carpetas ni en las cubiertas de los libros. A Gonzalo, el único, el importante, el irremplazable, no podía citarlo, porque era mi primo hermano, y no podía casarme con él a no ser que el Papa lo autorizara expresamente.

Eso lo sabía yo muy bien, por algo sacaba siempre sobresaliente en religión.

Como en todo. Por si fuera poco, Gonzalo no me hacía ningún caso, y yo siempre he sido muy orgullosa. Antes morir que reconocer que estaba enamorada de un primo borde que me despreciaba abiertamente.

Me habría gustado contar con un nombre que escribir en los cuadernos, pero no conocía a ningún chico de mi edad -ni siquiera uno un poco mayor, que también habría valido- con el que tuviera la ocasión de mantener una conversación de más de cinco frases seguidas.

Había un par de vecinos que podrían haber servido, pero uno tenía la cara llena de granos y al otro le sacaba yo por lo menos cinco centímetros, así que no me quedó más remedio, a mi pesar, que descartarlos como posibles candidatos a convertirse en protagonistas de mis sueños adolescentes.

Sin embargo, estaba rodeada de chicas. Sólo en mi clase había treinta y cinco. Y en todo el colegio, casi mil. Aunque las de los otros grupos casi no contaban.

En la hora de matemáticas era tradición que, de una en una, las niñas saliesen a la pizarra para resolver, delante de todas las demás, los problemas que la profesora había dictado la tarde anterior como «tarea para casa».

Por lo tanto, cada día le correspondía a cinco pobres infortunadas pasar por ese calvario y aguantar diez minutos de tortura psicológica, viéndoselas y deseándoselas para averiguar cuál podía ser la raíz cuadrada de 324.

Como la profesora era una auténtica sádica, jamás sacaba a la pizarra a alguien a quien se le dieran bien las matemáticas. Es decir, una niña capaz de salir a la pizarra, resolver el problemilla en escasos tres minutos y acto seguido regresar a su sitio con expresión de felicidad.

Muy al contrario, las víctimas elegidas eran niñas con una media tradicional de insuficiente o aprobado pelado. Así se garantizaba que se equivocasen al menos cinco veces antes de conseguir resolver la ecuación, la raíz cuadrada o el quebrado correspondiente, para gran diversión y regocijo de profesora -principalmente- y alumnas.

Esto quería decir que a mí -sobresaliente de toda la vida nunca se me llamaba a la pizarra, lo que suponía, por una parte, que podía pasar mis tardes entregada a la feliz lectura de Emilio Salgari en lugar de a la resolución de farragosos problemas aritméticos, sin la menor ansiedad o cargo de conciencia, y, por otra, el privilegio de poder dedicarme durante las clases de matemáticas a examinar detenidamente a mis pobres condiscípulas sin que sobre mí pendiera, cual espada de Damocles, la posibilidad de ser la próxima en ser llamada a la pizarra.

Durante diez minutos las condenadas a pizarra permanecían en una tarima elevada y debían volverse unas cuantas veces, mirando ora a la pizarra, ora a la profesora, ora al respetable público, en busca de ayuda. Yo podía, pues, evaluar con tranquilidad factores como la longitud y el color de la melena, la estrechez de los tobillos, la gracia de los movimientos o la calidad de la sonrisa.

Ya entonces tenía yo unos gustos muy definidos. No me gustaban las bellezas oficiales de la clase, un círculo restringido de cuatro niñas (Verónica a la cabeza, Leticia, Laura y Nines) que, vete a saber por qué, también eran las listas oficiales y compartían una serie de características que las convertían, a ojos de las demás, en privilegiadas: tipo de bailarina, lacia melena trigueña, ojos claros y estilo impecable.

Y más valía que no me gustaran, porque a ésas, en cualquier caso, nunca las sacaban a la pizarra.

Por el contrario, sentía debilidad por una morenita que aparentaba exactamente sus doce años, y ni uno más, que no hablaba de chicos, ni de casi nada, que se pasaba las horas del recreo vagando sola por las pistas de tenis y que se ruborizaba instantáneamente cuando la profesora sádica descubría, delante de toda la clase, su innata incapacidad para las matemáticas.

Ella no pertenecía a aquel mundo. Ella resultaba inclasificable dentro de las estrechas categorías que podían definirse en aquel limitado universo de uniformes y encerados. No pertenecía al grupo de las ratitas grises y poco agraciadas que se esforzaban como podían en sacar el curso adelante a pesar de sus escasas luces. Pero tampoco era una de las listas gatitas que se empeñaban en hacer evidente su recién adquirida condición de lolitas.

Ella era otra cosa. Yo no tenía muy claro si era excesivamente inteligente o retrasada mental, pero resultaba evidente que la integración con sus condiscípulas le inspiraba la indiferencia más total. Podía pasarse horas enteras sentada en su pupitre, mirando por la ventana, sin prestar atención a nadie.

Me sentía fascinada. Me parecía que aquella niña era guapa. Más aún, bella. La belleza, lo esencial, es invisible a los ojos, dijo el zorro.

No lo era, desde luego, según el canon de belleza que imperaba en aquel colegio. No tenía ojos azules ni boquita de piñón. Pero era muy distinta de las otras, para bien.

Y eso se veía a la legua. Verónica, Leticia, Laura y Nines, con aquello de que eran las guapas indiscutidas, eran también las únicas que «salían» oficialmente con un chico. Algún pelele del colegio de al lado que las esperaba a la salida de clase en la parada del autobús (nunca a la puerta del colegio, pues las monjas no lo habrían permitido), y que se ofrecía a llevarles los libros, igualito igualito que en las películas yanquis de los cincuenta.

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