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Me parece que mis problemas han introducido un elemento de animación en la rutina diaria del súper. Las de la cola se lanzan a comentar la jugada con la emoción de un comentarista experimentado. A la de la bata de flores le oigo decir que seguro que he tenío un disgusto con mi marío, y su amiga le da la razón, sí hija, sí, le dice, que nadie se pone así porque se le pierda el monedero, y la otra le responde que no creas, Chari, que a mí mismamente se me olvidó el monedero el otro día y me llevé un disgusto enorme. Señora, sepa usted que yo no tengo disgustos con mi marido, que mi marido es un santo y una bellísima persona, aunque un tanto aburrido, eso sí, aunque tenga menos gracia que un besugo congelado, y no se meta usted donde no le llaman, porque usted no tiene la más remota idea de por qué lloro o dejo de llorar, y, además, no le importa. Pero no me atrevo a decírselo, porque además de tímida soy una persona educada, no como usted, señora, que parece usted una verdulera.

El tiempo se interrumpe en mi cabeza, y por un momento dejo de ser esta niña grande que soy y me convierto en SuperAna, y me enfrento con una jauría de marujas a latazos, y pongo fuera de combate a la cajera de un certero golpe en el moño propinado por una lata de espárragos al natural. Pero no soy SuperAna, no soy más que la Anita de siempre y estoy cansada, inmensamente cansada y sólo quiero ir a casa y tumbarme en la cama y olvidarme de latas y de congelados y de productos para la limpieza, y cerrar las persianas y los ojos y sumergirme en la nada, arropada por capas y capas de oscuridad que vayan asfixiándome lenta y dulcemente.

La voz chillona de la cajera me devuelve a la realidad. Abro los ojos y otra vez estoy delante de la caja, petrificada y sin el monedero de Farrutx que me regaló mi marido en nuestro aniversario de bodas.

– Bueno, bonita, entonces me dirás qué hacemos, que no tenemos todo el día.

Siento esa voz chirriante invadir mis fantasías como si se tratara de un ejército enemigo, con cientos y cientos de pesadas botas pateándome el cerebro, y me duelen las sienes. Me duele la cabeza.

– Anúlalo todo. ¿Me oyes? ANúLALO TODO. Me he sorprendido a mí misma, porque casi nunca grito y no sabía que mi garganta pudiese alcanzar semejante nivel de decibellos. Mi grito ha helado el ambiente. Durante veinte segundos podría escucharse el zumbido de una mosca. Sorpresa, milagro. Las señoras se han callado todas a la vez, como un solo hombre, o mejor dicho, como una sola maruja, y me miran con los ojos muy abiertos, con una mezcla de asombro y reprobación.

Pero rápidamente la cajera recupera el aplomo. Menuda es ella, la cajera, como para que la achante una pocacosa como yo.

– Bueno, vale, guapa, que no es para ponerse así. ¡Menudos humos!

Cierro con decisión el bolso de Farrutx. Se me llenan los ojos de lágrimas. Me muero de vergüenza. No hay peor humillación que llorar en público, y peor aún, llorar delante de esta panda de arpías. Mañana a estas horas todo el barrio estará enterado de que ando desequilibrada.

Sabía que iba a acabar así. Necesito volver a casa. Necesito desesperadamente volver a casa.

Con la poca dignidad que me queda me dirijo hacia la puerta intentando mantener bien alta la cabeza, sin mirar atrás, con las lágrimas deslizándose por las mejillas y llevándose el rímel por delante. Lo que faltaba. Señor, que no me encuentre con ningún conocido. Que no me vean la cara llena de churretones.

– Estas niñas bien, que se creen que las demás estamos aquí para servirlas -oigo que explica la cajera, indignada, a quien quiera escucharla.

– Y que lo digas. Desde que el barrio se ha puesto de moda y se han venido a vivir aquí los yupis estos, hija, lo que tenemos que aguantar -le confirma la de la bata de flores.

Y la cajera anula mi compra y le hace una seña a uno de los aprendices para que retire las bolsas y vuelva a colocar los artículos en su sitio. Y supongo que la cajera tendrá razones para estar con ese humor de perros, porque, al fin y al cabo, se pasa ocho horas diarias de pie, pasando latas y congelados por un lector electrónico y seguro que le pagan un sueldo de miseria que apenas le da para mantener a los dos niños, porque su padre sabe Dios dónde andará, como ella repite siempre, y no dudo que le importan un comino las llantinas y los arrebatos de una niña mimada, porque eso es lo que piensa que soy yo, una niña mimada que lleva un bolso que vale la mitad de su sueldo. Cuántas veces he oído repetir a la cajera, quien se lo ha oído decir a su madre miles de veces, que los que más lágrimas derraman suelen ser los que menos razones tienen para llorar. Y, no sé, quizá tenga razón, quizá yo no tenga razones para llorar. Tengo un marido maravilloso y un niño guapísimo y una casa que podría salir fotografiada en el Elle decoración, y sin embargo, no sé que me pasa, sólo tengo ganas de llorar. Y para colmo me muero de vergüenza. No alcanzo a comprender cómo he podido perder los nervios delante de todo el mundo en el supermercado. Después de semejante apuro no pienso volver nunca allí. A partir de hoy encargaré la compra por teléfono. 0 mejor aún, que haga la compra la chica, que para eso está, que no sé a cuento de qué me ha dado a mí por bajar a hacer la compra. Ahora sólo quiero volver a casa. Volver a casa, volver a casa, tumbarme en la cama, cerrar las persianas y los ojos y sumergirme en la nada, arropada por capas y capas de oscuridad que vayan asfixiándome lenta y dulcemente…

No echamos de menos a las personas que amamos. Lo que echamos de menos es la parte de nosotros que se llevan con ellas.

He crecido entre discos. Cuando mi padre se marchó estuvimos unos años viviendo con la tía Carmen y su hijo Gonzalo. Gonzalo es once años mayor que yo. Al principio casi ni me hablaba, pero yo estaba encantada con él. Era tan guapo… tan, tan guapo. Impresionante, de verdad. Gonzalo era, por guapo, el tipo de hombre que le gustaba a todas las mujeres. No dejaba indiferente a ninguna. Sólo he conocido otro caso parecido, aunque aquél no era tan guapo, pero sí más simpático. Se llamaba Santiago y era el camarero más mono del bar donde trabajo, ese espacio tecnificado y cyberchic que constituye el escenario de mis noches. Pero Santiago acabó muy mal, y no me gusta hablar de él porque me pongo triste.

Volviendo a cuando Gonzalo vivía en casa, el caso es que mi primo se convirtió en mi segundo padre, y desde el primer momento quedó claro que yo sería su preferida. Gracias a él aprendí a escuchar música. Hasta que llegó Gonzalo en mi casa sólo se escuchaba música clásica, que es la que le gusta a mi madre y a mi hermana Rosa. (Mi hermana Ana no tiene oído musical, un rasgo que, sospecho, heredó de mi padre aunque no estoy muy segura, puesto que a él apenas le conocí.) Pero a partir del día en que se instaló en mi casa Gonzalo, se mezcló con el aire, con el perfume de mi madre y con los olores de especias y fritangas que venían de la cocina, y con los seriales de Lucecita y Simplemente María que subían por el patio, un fondo permanente de guitarras eléctricas, y me he tragado a Dylan y a Hendrix y a la Joplin y a Leonard Cohen y a los discos censurados de Lluís Llach tirada en la alfombra del cuarto de Gonzalo, mientras jugaba con mi Lego y mis muñecas. Pasaba el dedo, fascinada, por las portadas psicodélicas de los discos de Génesis, de Lennon, de los Who y me contaba a mí misma cuentos que transcurrían en el mundo del Submarino amarillo. Mis historias fluían entre alucinaciones psicodélicas. Dragones de mil colores, sirenas de metal, espirales de fuego penetradas de azul. Con siete añitos Gonzalo me llevaba de la mano a cinestudios de tercera fila a ver películas de los Rolling Stones y de los Beatles, sesiones interminables en las que me aburría lo indecible. Los dibujos animados de los Beatles aún tenían un pasar, pero lo de las películas de los Rolling y las de los Who… aquello era harina de otro costal. Lo único que recuerdo de Performance y de Tommy es el aburrimiento pesado que me aplastaba como una losa sobre el sillón del cine, la agobiante necesidad de encontrar por fin un espacio donde encajar las piernas que me colgaban, el orgullo que se me extendía por dentro cuando dirigía la mirada hacia mi primo, que contemplaba ensimismado las escenas para mí incomprensibles que se sucedían en la pantalla.

En fin, debe de ser por eso, por esa musiquilla de fondo que me ha acompañado desde la infancia, por lo que todos mis problemas y todas mis historias y todos mis sentimientos siempre acaban asociados a una canción.

El primer disco que me compré, por supuesto que me acuerdo, era Oceans of Fantasy, de Boney M. Tenía yo diez años.

Gonzalo puso el grito en el cielo y me calificó de hortera para arriba. Dos años después, coincidiendo con mi conversión a la modernidad, empecé a comprarme discos de la Human League y Spandau Ballet, que a Gonzalo tampoco le decían demasiado. Me avergonce enormemente de mi primera elección y escondí el disco de Boney M en el fondo de un armarlo. Qué inseguridad de adolescente… Ahora, después de que los años me han enseñado a hacer valer mi instinto más allá de modas pasajeras y de críticos sesudos y de opiniones ajenas, cuando reivindico con orgullo aquella primera elección, no tengo ni idea de dónde acabó aquel disco de portada delirante, con los Boney M ataviados de Neptuno y sus nercidas. Supongo que Gonzalo acabó vendiéndolo en el rastro, o lo cambió por un disco de rock and roll «auténtico», de aquéllos con mucha guitarra y mucha distorsión.

Pero mi auténtico primer flechazo, mi primer grupo idolatrado, fueron los Kinks. Tenía yo trece años y un solo disco (recopilatorio, eso sí) del grupo, que me había regalado Gonzalo cuando se fue a vivir a Donosti con mi tía Carmen, dejándome más sola que un bebé en un bosque. Escuché aquel disco, su regalo de despedida, una y otra vez, y otra vez, y otra vez, hasta que casi me lo sabía de memoria. Con aquellos acordes en los oídos y el pecho extenuado de tanto esperar en vano, cerraba los ojos y atravesaba de punta a punta el vasto territorio de la nostalgia. No se puede llorar con los ojos cerrados. Con los ojos cerrados una no puede ver que un cuarto esta vacío, que han desaparecido los discos y los cómics. Al tiempo se me abrían los hilvanes de la mente y las notas se colaban para bailar con mis neuronas. Y aunque no entendía casi una palabra de las letras, me daba la impresión de que Ray Davies sintonizaba perfectamente con mi estado de ánimo y entendía perfectamente lo que me pasaba por la cabeza, o eso creía yo, simplemente a través de lo que me transmitía la música y el tono de su voz. Llegué a tal punto de devoción que me juré que si tenía hijas las llamaría Lola y Victoria, como dos canciones de los Kinks. Todavía puedo tocar a la guitarra Lola, Lo-lo-lo-lo-looo-la con cierta gracia.

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