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Noté que él, suave pero firmemente, me atenazaba contra la cama, y escuché su voz deslizarse cuesta bajo por mi oído, un susurro hipnótico que repetía que me tranquilizara, que no iba a hacerme daño. Entonces percibí algo duro que vibraba y me recorría la espalda. Una especie de cosquilleo subía por mis vértebras. Yo no sabía qué coño era aquello, pero resultaba evidente que no se trataba de una sierra eléctrica; de modo que decidí relajarme y disfrutar, y como estaba tan borracha podía abandonarme con tranquilidad y abstraerme de todo, excepto de mi cuerpo. Todo resultaba dulce, caliente, pegajoso. Saboreaba en la boca delicias al fondant. Bombones de deseo fundidos a cien grados. Aquella cosa dura bajaba por mi espalda y morosamente se demoraba en mis nalgas. Y de pronto algo duro, muy duro, tan duro que dolía, se me metió entre las piernas, y entraba y salía como un pistón hidráulico. Sólo cuando lo tuve dentro caí en la cuenta de que lo que vibraba era un consolador. Me daba morbo, sí. También me daba miedo. ¿Qué clase de perverso era aquél, que sacaba de pronto una verga de plástico sin pedirme permiso ni discutirlo antes? Era el hombre que yo había soñado. Aquel que iba a hacer maravillas conmigo. El que no parecía pedir nada a cambio. Podía ser también el último de todos. De todas formas, si había llegado hasta allí no podía echarme atrás. Así que me concentré en aquel aparato que vibraba entre mis piernas e intenté convencerme de que aquel engendro mecánico conseguiría hacer que me corriera en tres minutos. Lo sentía entrar y salir, al principio con dificultad, luego cada vez más suavemente a medida que yo iba lubricándome, y al final con toda la fuerza de una tormenta, cada vez más enérgico, cada vez más profundo. En algún momento él sacó el vibrador y lo sustituyo por su miembro, y yo noté perfectamente la diferencia entre un cilindro y otro, porque el segundo era más suave y más flexible, y no me hacía daño, y rogué, no sé muy bien a quién, por favor, que no sea de los que se corren a los cinco minutos, por favor, que se tome su tiempo, que tarde horas. No sé a quién dirigí aquella súplica, pero fuese quien fuese, lo cierto es que me escuchó, porque aquella masa de carne que se agitaba a mi espalda se tomaba su tiempo y seguía y seguía. Progresivamente aminoró el ritmo y sus embestidas fueron haciéndose cada vez menos rotundas. Me penetraba dulce y profundamente, y cuando llegaba hasta el fondo lo dejaba allí dentro un rato, y YO podía sentir la punta de su glande empujando las paredes de mi coño. En algún momento sentí un líquido frío y pegajoso deslizarse por mi espalda, y luego noté que su lengua lo lamía. Pensé que bebía su propio semen. Me esperaba cualquier cosa de aquel tío. Tardé un rato en comprender que se trataba del champán. A estas alturas yo aceptaba lo que fuera. Me dolían los brazos y las piernas, me costaba respirar porque tenía la cara sepultada entre la almohada, pero no me importaba. Habría podido asfixiarme allí mismo, desvanecerme para siempre en aquella cama, y no me habría importado. Él seguía moviéndose, hacia adelante y hacia atrás. Me agarraba del pelo. Arqueé la espalda. Oía su voz, un distante canto de sirena que decía que quería ver cómo me corría, cómo me temblaban las piernas, cómo se contraían los músculos de mi estómago, y aquello me excitó tanto que sentí que una corriente cálida subía desde mi monte de Venus hasta mi garganta como un cohete, que mis entrañas se fundían como chocolate caliente, y me oí gemir, de una forma tan aguda que casi no reconocí aquella voz como mía. Fue un gemido largo y profundo que me subía desde muy adentro, desde algún punto recóndito e inexplorado hasta entonces, y que cortó el aire como un cuchillo. Me dilataba en dimensión de océanos. Fue como si se abriera un dique. Olas y olas de agua salada surgieron de mí. Sentía que creaba ríos, lagos, mares…, y él avanzaba con esfuerzo hacia mi fondo como un nadador contra corriente. Cuántos peces, cuántos óvulos, cuántas bacterias y bacilos nadan en mi fondo, cuánta flora y fauna me habita, cómo estoy tan inmensamente viva, yo, ecosistema hembra, Gaia. Y después de que yo me corriera él siguió culebreando dentro de mí, sincronizando ballets acuáticos, durante unos minutos que me parecieron horas, porque me dolía enormemente entre las piernas, y al final le oí gemir y comprendí que él también había acabado. Entonces cerré los ojos, ahíta, y me quedé dormida casi de inmediato.

Desperté a la mañana siguiente porque estaba cayéndome de la cama. Él dormía en posición diagonal y había conseguido desplazarme a una esquina. Me desperecé y le miré. Pensé que era bastante guapo, pero tampoco era nada espectacular. Había dormido con especímenes bastante mejores. Y, sin embargo, un pensamiento cruzó por mi cabeza como un relámpago: éste va a ser el padre de mis hijos.

A veces, no sé, me siento como la pieza de un rompecabezas que apareció por equivocación en la caja que no correspondía. No encajo. Esta mañana me he decidido a salir porque me he dado cuenta de que mamá tiene razón, y es que no puedo pasarme la vida encerrada en casa, sola, llorando como una Magdalena. Así que aquí estoy, Anita frente al mundo, haciendo cola en la caja del supermercado del barrio, junto a otras diez señoras que en conjunto forman una especie de jauría salvaje de marías entre los cuarenta y cinco y los noventa y cinco años, ávidas de bronca, dispuestas a todo por un simple quítame allá ese choped. No debería reconocerlo, pero estas señoras repintadas y con cara de mal genio me dan miedo, y me siento tan pequeña, tan distinta… Probablemente porque lo soy, porque, sinceramente, en la vida saldría yo a la calle con un traje como el que lleva la señora que tengo detrás, una especie de imitación de Chanel de baratillo con botones dorados con el que esta mujer debe de creer que va muy elegante y que se parece a la Consuelo Berlanga.

Y anda que la de atrás… Va con chándal y tacones, y con eso lo digo todo. Ana, ya has cumplido los treinta y dos, ya es hora de que ganes un poco de aplomo, de que le pierdas el miedo a todo, tienes treinta y dos años, pero nadie lo diría. Cuando me miro en el espejo y me doy cuenta de que todo el mundo me echaría unos veintitantos, me gustaría medir unos centímetros más, no sé, quizá así la gente me tuviese más respeto, y sé que muchas me envidiarían por aparentar menos edad, pero para mí es una cruz. Cristina y Rosa son las dos bastante altas, y parece que la gente las trate de otra manera, pero yo he salido bajita como mamá, y eso no es ninguna suerte. Quizá parezco más joven por el modo en que visto, porque hoy, por ejemplo, llevo una camisita de cuello redondo con estampado de florecitas rosas y unos vaqueros de Caroche, y tengo que reconocer que el modelito es más propio de una niña de quince años que de una mujer casada y madre de un niño. No sé, a veces me gustaría aparentar más edad, pero, sencillamente, no me veo con otro tipo de ropa, es que alguna vez he intentado probarme jerséis negros y pantalones grises, no sé, colores más sobrios, ropa más seria, pero me deprimía muchísimo, me daba la impresión de que iba de luto, supermal, no sé… El caso es que ahora estoy en la cola del supermercado, amarrada a un carrito lleno hasta los topes de bolsas y cajas que arrastro como puedo, porque la verdad es que pesa bastante; no sé, quizá no pese tanto y sólo me lo parezca, porque yo no soy muy fuerte, no, y comprimida entre esta masa de señoras gritonas me siento cada vez más débil. Y no sé.

La vida en general es como la cola de un supermercado: lenta, incómoda, y llena de gente insoportable.

Una señora que sólo lleva un bote de Coral Vajillas intenta colarse delante de las que llevan carritos llenos, aprovechándose de mi aspecto de niña… lo que yo digo, que nadie me tiene respeto, y esta señora ha debido de notar nada más verme que yo sería incapaz de impedirle colarse o de quejarme. Pero las otras señoras de la cola, que tienen más arrestos que yo, sí se han dado cuenta, y se han puesto enseguida a vociferar: ¿SERÁ POSIBLE? ¡QUE SACOLAO, SEÑOOORA!, NO SE HAGA LA SUECA, QUE NOSOTRAS VAMOS PRIMERO, y dirigiéndose a mí: NIÑA, MIRA A VER QUE NO SE TE CUELE OTRA DE ÉSTAS, QUE PARECE QUE ESTÁS DORMIDA, HIJA, mientras que la que se ha colado hace como que no se entera y mira al tendido con deferente frialdad. El alboroto continúa hasta que la cajera se decide a serenar los ánimos con un par de gritos bien dados al tiempo que enarbola amenazadora la barra que separa los productos en la cinta de la caja. SEÑORAS, ¡YA ESTÁ BIEN! ¡UN POCO DE TRANQUILIDAD!, AMOS, DIGO YO.

Por fin llega mi turno. La cajera, con el moño bastante alborotado ya y un humor de perros, intenta pasar los artículos por el lector electrónico de la caja: cerveza para Borja, cocacola light para mí, Casera cola sin cafeína para el niño, detergente saquito Eco (envase más ecológico, producto más natural), bayeta gigante suave Cinderella, Scotch Brite Fibra Verde con esponja (3 x 2 precio especial), fregasuelos Brillax, latas (melocotón familiar en almíbar Bamboleo, champiñones El Cidacos, espárragos de Navarra al natural Iñaqui, guisantes Gigante Verde, huevas de lumpo Captain Sea, atún claro Calvo pack de tres latas), congelados (gambas con gabardina, sanjacobos, croquetas de pisto, bombones helados y una paella hibernada), pan de molde integral Panrico, yogures desnatados sin azúcar para mí y yogures de fresa para el niño, tomate frito Orlando, macarrones Gallo y una docena de huevos. Eso es todo. Creo que no se me olvida nada.

A medida que los artículos son contabilizados voy introduciéndolos en una bolsa de plástico. Me esfuerzo en ir todo lo rápido posible, pero no resulta tan fácil porque me hago un lío a la hora de desdoblar las bolsas de plástico, que vienen como pegadas las unas a las otras, supermal, no sé, pero se ve que no lo consigo, porque la señorita, obviamente molesta por la poca celeridad con que ejecuto la tarea, me dirige una torva mirada de reprobación. Yo intento acelerar pero, no sé, como que no me sale. Cuando todos los artículos están dentro de sus respectivas bolsas me dispongo a sacar el monedero para pagar y revuelvo y revuelvo sin éxito en el bolso de Farrutx que Borja me regaló en nuestro aniversario, pero no encuentro el monedero.

Los segundos transcurren inexorables, y la expresión de la cajera va adquiriendo un matiz psicopático y las señoras parecen dispuestas a lincharme, y creo que la tensión podría cortarse con un cuchillo. Y no me queda más remedio que hacer acopio de valor y enfrentarme a la cajera y decirle que no encuentro el monedero. SEÑORA, QUE ES PARA HOY, QUE NO TENEMOS TODO EL DíA, brama una de la cola, que lleva el pelo teñido de azul y una bata de flores. ESO DIGO YO, QUE ME DEJAO LA OLLA EN EL FUEGO, replica otra, gordísima, con el pelo teñido de amarillo y las raíces negras. PUES ME VA A EXPLICAR CóMO ARREGLAMOS ESTE ASUNTO, me grita la cajera, y creo que un matón a sueldo de los que salen en las películas de la tele no hubiera adoptado un tono más amenazador, y yo intento explicarle que lo… lo único que, que se me ocurre es… es que dejemos las bolsas aquí mientras yo subo a casa a por el monedero, y ella dice que le hago la pascua, porque ya ha contabilizado los productos y ahora le toca anularlo todo, y eso es un follón, sobre todo con la cola que hay montada, y yo intento explicarle que lo siento muchísimo, que debe comprender que no lo he hecho adrede, pero me interrumpo porque advierto que me he ruborizado y que estoy a punto de echarme a llorar, y ella que me dice que me tranquilice, que no es para tanto, y me llama bonita y adopta de pronto un tono conciliador, como la Nieves Herrero.

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