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Como elegíamos las películas sin ningún criterio y cogíamos a toda prisa la primera cinta nueva que llegaba al videoclub, por aquello de la vergüenza que se nos había inculcado y el pudor que se nos suponía, en nuestro universo se mezclaban las starlettes falsamente impúberes y los barrigones casposos de principios de los ochenta con las guerreras siliconadas y los galanes esteroidados de las postrimerías de los noventa.

Lo hemos visto todo. Jovencitas con pinta de estudiantes de colegio mayor cuyo halo de piadosa inocencia no les impedía realizar los numeritos más osados. Garañones de aspecto sórdido con pinta de estibador portuario, felices poseedores de arietes de treinta centímetros que les catapultaban directamente a la cima del star system postsicalíptico. Decididas colegialas de cuerpo engañosamente preadolescente y garganta abisal que compensaban sus senos más bien escasos con un entusiasmo sin precedentes a la hora de engullir con la mayor voracidad trancas hiper-desarrolladas. Nínfulas que relamían con deleite y con la expresión más inocente, como si de helado de vainilla se tratara, los restos de semen que quedaban en las comisuras de sus boquitas de piñón. Ositos de peluche de discreto tonelaje que exhibían con orgullo los veinticinco centímetros de rigor en la profesión. Califormanas oxigenadas, tigresas insaciables de curvas esculturales y facciones de leopardo, concienzudas y expertas en la fellatio, rítmicas y agitadas en la forlón. Morenazos de pelo en pecho, inagotables e inventivos, auténticos latin lovers. Diosas reconstruidas armadas de una delantera megaatómica, que avasallaban a sus incrédulos partenaires con sus generosas glándulas siliconadas. Recicladas venus plásticas que se despojaban con orgullo de sus sujetadores de encaje rosa y nos permitían ver cómo su pecho de guerreras de hierro ascendía orgulloso hacia el cielo, desafiando las más elementales leyes de la gravedad y de la genética. Sementales con una energía digna de una locomotora que arrancaban a la garganta de sus compañeras auténticos rugidos de placer. Galanes de coletita engominada que parecían proxenetas de posibles. Mulatonas de traseros sabrosones que movían las caderas con la potencia de un tornado. Chuloputas de vaquero prieto y camiseta ceñida, sobrealimentados de anabolizantes, cuya coraza de músculos cincelados, en contraste con sus exiguas herramientas, sugería poca mecha para tanta dinamita. Exquisitas orquídeas asiáticas, más sofisticadas que precisas, delicadas y peligrosas como una flor carnívora. Camioneros que compensaban su escaso sentido del ritmo y su total inexpresividad con la potencia desaforada de sus fluidos seminales, un auténtico diluvio. Y rubios hiperoxidados que se resarcían de la poca espectacularidad de un riego vital inconsistente y cristalino con una naturalidad portentosa ante la cámara y un ímpetu y un brío desmedidos.

Llegamos a sabernos de memoria la identidad de las principales luminarlas de la constelación genital: Ginger Lynn, John Holmes, Tori Welles, Gabriel Pontello, Ashlyn Gere, Christophe Clark, Savanah, Peter North, Tracy Lords, Ron Jeremy… Nombres y apellidos inverosímiles que habían elegido chicos y chicas procedentes de pueblos anónimos el día que llegaron a Los Ángeles y decidieron asumir una nueva identidad: la de superdotados sexuales destinados a habitar nuestros sueños más húmedos.

Los guiones eran inexistentes y el argumento no era sino una excusa para hilar las seis escenitas clave que toda película exigía. En las más cutres, las escenas se sucedían sin ilación ninguna. Las chapuzas eran de antología. En muchos casos se veía la pértiga del sonido. Casi todos los actores se quedaban mirando a la cámara en pleno polvo, esperando instrucciones, y en la mayor parte de las cintas era fácil apreciar que la herramienta que ejecutaba la penetración no correspondía, por color o por tamaño, con la que segundos antes enarbolaba orgullosamente el actor de turno, o que el pene que se había introducido en la vagina embutido en un condón salía de ésta sin él. Se ve que con las prisas ni se habían tomado el trabajo de buscar un inserto que no cantase… Pero, seamos sinceros, ¿qué importancia tienen una iluminación calamitosa o una composición de planos simplemente inexistente cuando lo que importa es ver puro y duro metesaca?

Como resultado de esta atipica educación sexual me quedó la idea de que los tíos siempre se corrían fuera, excepto cuando querían tener hijos, porque eso habían hecho mis cinco amantes y eso hacían los chicos del porno. Y se me fijó una obsesión por las pollas grandes, ay, ¡pobre de mí!, que ya nunca me abandonaría; y es una desgracia, porque la experiencia y el tiempo me han demostrado que, al contrario de lo que el porno me había hecho creer, las trancas de veinticinco centímetros no suponen la regla, sino la excepción.

A veces pienso que eso fue lo que hizo que me enamorase de esa manera de Iain: que materializó todas mis fantasías de adolescente, las que el cine porno me había hecho albergar. Porque él tenía una polla enorme, y duraba tanto como los garañones del porno, y hacía tantos numeritos como ellos.

La verdad es que nadie se explica por qué me colgué de aquella manera. A ninguna de mis amistades le caía bien. No era lo que se entiende por un chico encantador, precisamente. Era borde como él solo. Apenas dirigía la palabra a mis amigas, y cuando lo hacía era para soltar alguna inconveniencia. En el bar no le soportaban. Y no era para menos, con sus numeritos de celos.

Sí, es difícil de entender. Pero si me paro a pensarlo, no podía ser de otra manera. Estaba cantado. Tenía que acabar loca por un tipo como él.

La explicación más obvia, la de psicoanálisis de a duro, es aquella que me daban mis terapeutas, esa historia de que yo ando buscando al padre que me abandonó y por eso me cuelgo con tíos mayores que yo, tranquilos, responsables y de aspecto protector. Pero eso no explica, por ejemplo, por qué antes de Iain me gustaba tanto Santiago, que era más joven que yo y al que se podía calificar de todo menos de responsable. Las explicaciones simplistas no sirven para nada.

Hay que tener en cuenta cómo me encontraba yo cuando conocí a Iain. Más sola que un cacto en medio del desierto y más perdida que un bantú en un cuarto de baño. De pronto, todo se me había juntado. La muerte de Santiago, la hospitalización de Line y la ausencia de Gema. Uno la palma de un pico chungo, a la otra la ingresan, por enésima vez, en un hospital de paredes blancas donde la atiborran a concentrados de proteínas y donde sólo me permiten visitarla media hora cada dos días. Y Gema, que siempre había sido mi agarradera, mi lastre, la fuerza sensata que me conectaba con el mundo, estaba encerradísima con su puñetera tesis, y casi no podía contar con ella. Yo tenía la impresión de que utilizaba lo de la tesis como excusa, porque después de lo de Santiago quería apartarse un poco del ambiente, cosa que yo no podía reprocharle.

Así que conocí a Iain por casualidad en una fiesta, y me colgué. Me encoñé porque tenía la polla enorme y porque era un plusmarquista sexual. Y me enamoré porque era completamente distinto de la gente que me rodeaba. No iba por la vida a mil por hora. Leía a los clásicos, escuchaba jazz, veía películas en la Filmoteca… No parecía acarrear ese aura de provisionalidad que caracterizaba a todo lo que me rodeaba. Acabé fascinada por cualquier detalle relacionado con él, por mínimo que fuese.

Me encantaba su escritura, por ejemplo. Esas des que parecían bes y esas bes barrigonas e inacabadas que nadie sabe lo que parecían. Era una escritura desaliñada, imprecisa… Me encantaban las notas que iba dejando por toda la casa en pequeños papeles amarillos. Las manos, huesudas, nerviosas. Los dedos larguísimos. Y la voz. La voz era suave y él arrastraba las palabras lentamente, forzando siempre la última sílaba. Podría haberme dormido escuchándole. Me gustaba la forma que tenía de manejar las cosas, los tenedores, los bolígrafos, los lápices. Los trataba con un cuidado exquisito, como si temiera que fueran a romperse. No como YO, que nunca trato con cuidado nada que caiga en mis manos y que, efectivamente, soy muy dada a romper cosas. Esa tranquilidad, esa cotidiana parsimonia de Iain contrastaba tanto con el ritmo anfetamínico de mis amistades, y era tan desesperada mi necesidad de estabilidad, que irremediablemente tenía que sentirme atraída por su calma.

Me gustaba su sentido del humor, tan sutil que a veces resultaba imperceptible. Me gustaba el olor dulzón de su piel, la curva de su nuca, el tacto solidísimo de sus hombros. El gesto de concentración que dibujaban sus labios cuando, inclinado frente a su ordenador, se peleaba con las historias que no conseguía escribir. Me gustaban todos los pequeños detalles que había aprendido a reconocer como familiares. Podía hundirme entre su ropa y marearme con su olor. A veces llamaba a su número sólo para escuchar su voz grabada en el contestador automático. Habría reconocido a ciegas sus pasos entre una multitud. Y todas esas pequeñas cosas que le identificaban y que componían su carnet de identidad eran para mí tan sagradas e inmutables como las letanías que había aprendido de pequeña. Me las sabía de memoria aunque jamás me parase a pensar en su significado.

La ignorancia es una traidora que se ha aliado con la imaginación. No sé nada de él ni de lo que pueda hacer. ¿Habrá escrito mucho? ¿Se habrá follado a otras? ¿Me echará de menos? Dibujo mentalmente su imagen, uniendo piezas. Primero los ojos de agua, después el ceño infantil, acto seguido el cuerpo hecho de leche, los pies enormes, las piernas largas, el torso compacto y robusto. No me lo imagino solo. Me lo imagino en fiestas con su sempiterna copa de whisky y una rubia remilgada colgada del brazo.

Vivimos una luna de miel que duró cosa así de un mes. Vacaciones en el Planeta X. Sexo y diversión. Venía a buscarme al bar cada noche. Me llamaba zorra cuando me follaba. Supongo que no está bien admitirlo y cargarse de plano todos los postulados feministas. Supongo que no está bien decir que me gustaba, que no me importaba que me obligara ni que me agarrara por el pelo para obtener lo que quería. Sé que no está bien echar eso de menos. Dulces oleadas de leche derramada disparaba su sexo, incrustado en mi vientre, y yo le oía gemir, desnudo, concentrado, ascendiendo cielos hacia el séptimo. Me llamaba zorra y decía que yo nunca tenía suficiente.

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