– Naranjas acabarse.
– Sé que no se han acabado. Quedaban dos. Lo sé seguro. - Mary miraba al boy con ojos suplicantes, en tono casi confidencial.
– Naranjas acabarse -repitió el boy con la misma voz indiferente, pero con cierto matiz de satisfacción, de poder consciente que dejó pasmado a Charlie. Literalmente, se había quedado sin habla. Miró a Dick, que tenía la vista fija en sus manos; era imposible saber qué pensaba o si se había dado cuenta de algo. Miró a Mary: su piel arrugada y amarillenta mostraba un feo rubor bajo los ojos y la expresión del semblante era sin duda alguna de temor. Parecía haber comprendido que Charlie había notado algo, pues no dejaba de lanzarle miraditas culpables mientras sonreía.
– ¿Cuánto tiempo hace que tienen a este boy? - inquirió por fin Charlie, indicando a Moses con la cabeza; éste, de pie en el umbral, sosteniendo la bandeja, escuchaba sin disimulo. Mary miró a Dick, sin saber qué contestar, y Dick respondió con voz átona:
– Unos cuatro años, me imagino.
– ¿Por qué lo conservan?
– Es un buen muchacho -contestó Mary, meneando la cabeza- y trabaja bien.
– Pues no lo parece -replicó Charlie con brusquedad, desafiándola con la mirada. Pero ella la esquivó, inquieta, con un destello de secreta satisfacción en los ojos que enfureció a Charlie.
– ¿Por qué no se deshace de él? ¿Por qué permite que le hable de este modo?
Mary no respondió. Había vuelto la cabeza y miraba por encima del hombro hacia el umbral donde Moses seguía escuchando; y en su rostro se leía una absorción tan extraña que Charlie gritó de repente al nativo:
– Vete de aquí. Sigue con tu trabajo.
El robusto nativo desapareció, obedeciendo la orden al instante. Y entonces reinó el silencio. Charlie esperaba oír de labios de Dick algo que demostrara que no se había inhibido del todo, pero éste mantenía la cabeza baja y su semblante revelaba un sufrimiento mudo. Por fin Charlie apeló directamente a él, haciendo caso omiso de Mary, como si no estuviera presente.
– Despida a ese boy - dijo-. Despídalo, Turner.
– A Mary le gusta -fue la lenta y blanda respuesta.
– Salgamos afuera. Quiero hablarle.
Dick levantó la cabeza y miró a Charlie con resentimiento; detestaba ser obligado a fijarse en algo que prefería ignorar. Pero obedeció, se puso en pie y siguió a Charlie. Los dos hombres bajaron los peldaños de la veranda y caminaron hasta la sombra de los árboles.
– Tienen que marcharse de aquí -dijo escuetamente Charlie.
– ¿Cómo hacerlo? -preguntó Dick con apatía-. ¿Cómo puedo marcharme si aún tengo deudas? -Y en seguida, como si sólo fuera una cuestión de dinero, añadió-: Conozco a otros que no se preocupan por ello. Conozco a muchos granjeros que están en mi misma situación y que compran coches y se van de vacaciones. Pero yo no puedo hacerlo, Charlie. No soy así.
– Le compraré la granja y puede quedarse para dirigirla, Turner -propuso Charlie-. Pero antes tiene que tomarse unas vacaciones, por lo menos de seis meses. Tiene que sacar de aquí a su mujer.
Habló como si no admitiera la posibilidad de una negativa; estaba tan impresionado que había olvidado su propio interés. No le movía siquiera un sentimiento de piedad hacia Dick. Simplemente obedecía el dictado de la primera ley de los blancos en Sudáfrica: «No dejarás que tus iguales los blancos desciendan más allá de cierto nivel; porque, si lo haces, el negro pensará que no sois mejores que él.» La emoción más fuerte de una sociedad fuertemente organizada hablaba en su voz y con ella venció la resistencia de Dick, porque, después de todo, había pasado en el país toda su vida, estaba minado por la vergüenza y sabía lo que se esperaba de él y que había fracasado. Pero no podía aceptar el ultimátum de Charlie. Sentía que éste le estaba pidiendo que renunciara a la propia vida, que para él era la granja y su propiedad.
– Compraré el lugar tal como está y le daré lo suficiente para que pague sus deudas. Contrataré a alguien que lo dirija hasta que usted regrese de la costa. Tiene que estar fuera por lo menos seis meses, Turner. No importa adonde vaya; me ocuparé de que le llegue el dinero. No puede continuar así, es algo que no admite discusión.
Pero Dick no cedió con tanta facilidad, luchó durante cuatro horas. Durante cuatro horas debatieron el tema, andando arriba y abajo a la sombra de los árboles.
Charlie se fue sin volver a entrar en la casa y Dick regresó a ella a paso lento, casi tambaleándose, como si hubiera perdido toda su vitalidad. Ya no sería dueño de la granja, sino que estaría a las órdenes de otro hombre. Mary seguía sentada en un extremo del sofá; ya no quedaba rastro de la actitud que había asumido en presencia de Charlie para guardar las apariencias y causar una buena impresión. No miró a Dick cuando éste entró en la sala; a veces pasaba días enteros sin hablarle. Era como si no existiera para ella; parecia estar muy lejos, inmersa en un sueño profundo y misterioso. Sólo se animaba y sólo se fijaba en lo que hacía cuando el nativo entraba en la habitación para realizar alguna tarea. Entonces no le quitaba los ojos de encima. Pero Dick no sabía qué significaba aquello ni quería saberlo; ya no tenía fuerzas para abordar aquel tema.
Charlie Slatter no perdió tiempo. Recorrió todas las granjas del distrito, buscando a alguien que quisiera hacerse cargo de la granja de los Turner durante unos meses. No daba explicaciones; era muy reticente; sólo decía que estaba ayudando a Turner a llevarse a su esposa una temporada. Por fin le hablaron de un muchacho recién llegado de Inglaterra que buscaba trabajo. A Charlie no le preocupaba la identidad del sujeto; cualquiera serviría; el asunto era demasiado urgente. Viajó él mismo a la ciudad para encontrarle. El muchacho no le impresionó en ningún aspecto, era el tipo comente de inglés educado y lacónico que hablaba con afectación, como si tuviera la boca llena de perlas. Hizo con él el viaje de vuelta y le dijo muy pocas cosas porque no sabía qué decirle. Convinieron en que se haría cargo de la granja inmediatamente, dentro de una semana, con objeto de que los Turner pudieran irse a la costa; Charlie se encargaría del dinero y le diría cuál debía ser su trabajo en la granja; tal era el plan. Pero cuando visitó a Dick para decírselo, se encontró con que, si bien éste ya estaba reconciliado con la idea de marcharse, no podía decidirse a partir de forma tan inmediata.
Charlie, Dick y el muchacho, Tony Marston, estaban en medio de un campo; Charlie, acalorado, colérico e impaciente (porque no soportaba ver frustrados sus planes), Dick, triste y obstinado y Marston, sensible a la situación e intentando pasar desapercibido.
– Maldita sea, Charlie, ¿por qué echarme de una patada? ¡He vivido aquí quince años!
– Por el amor de Dios, hombre, nadie le echa de una patada. Pero quiero que se marche antes de que… debe marcharse cuanto antes. Usted mismo tendría que darse cuenta de ello.
– ¡Quince años! -repitió Dick, con el rostro moreno y delgado encendido por la excitación-. ¡Quince años!
Se agachó, cogió sin saber lo que hacía un puñado de tierra y la sostuvo en la mano como si proclamara que le pertenecía. Fue un g^sto absurdo y en el rostro de Charlie apareció una sonrisa burlona.
– Pero, Turner, no se va para siempre.
– Ya no será mía -dijo Dick con voz entrecortada. Dio media vuelta, sin abrir el puño lleno de tierra. Tony Marston se apartó, fingiendo inspeccionar el estado del campo; no quería ser testigo inoportuno de aquella pesadumbre. Charlie, que carecía de semejantes escrúpulos, miró con impaciencia el semblante crispado de Dick, aunque no sin cierto respeto,, inspirado por la emoción que era incapaz de comprender. Orgullo de posesión, sí, aquello lo entendía, pero no aquel apego apasionado a la tierra como tal. No lo comprendía, pero suavizó la voz.
– Será como si lo fuera. No tocaré su granja. Cuando vuelva, puede seguir haciendo lo que quiera con ella. -Habló con su habitual jovialidad un poco ruda.
– Una limosna -murmuró Dick con voz remota y afligida.
– No es una limosna. "La compro para hacer un negocio, porque necesito los pastos. Uniré mi ganado al suyo y usted puede seguir cultivando lo que quiera.
Sin embargo, pensaba que en efecto era una limosna e incluso estaba asombrado de sí mismo por aquella rotunda traición a sus principios comerciales. En las mentes de los tres hombres, la palabra «caridad» campeaba en letras negras, oscureciendo todo lo demás. Y todos se equivocaban. Era un acto de conservación instintivo. Charlie luchaba para evitar que se añadiera otro recluta al creciente ejército de blancos pobres, que escandalizan más a los blancos respetables (aunque no sean patéticos, porque se les odia y desprecia más que compadece por su traición a las normas de los blancos) que todos los millones de negros hacinados en los suburbios o en las exiguas reservas de su propio país.
Por último, después de muchas discusiones, Dick, accedió a marcharse a final de mes, cuando hubiera enseñado a Tony cómo quería que se hicieran las cosas en «sus» tierras. Charlie hizo una pequeña trampa y reservó los billetes de tren para dentro de tres semanas. Tony volvió a la casa con Dick, agradablemente sorprendido de haber encontrado trabajo a los dos meses de haber llegado al país. Le asignaron una choza de techumbre de paja y paredes de barro que se levantaba en la parte trasera de la casa. Había servido de almacén, pero ahora estaba vacía. El suelo continuaba salpicado de granos de maíz que habían escapado a la escoba; en las paredes se veían túneles hormigueros de finos gránulos rojos a los que no había llegado el cepillo. Charlie suministró una cama de hierro y el restante mobiliario era un armario hecho con cajas cubiertas por una cortina de aquella fea tela azul de los nativos y un espejo sobre una palangana que descansaba encima de una caja de embalaje. Nada de aquello preocupaba a Tony en lo más mínimo. Se hallaba en un exaltado estado de ánimo, en plena efervescencia romántica, y detalles como mala comida o colchones incómodos no le importaban en absoluto. Las incomodidades que le hubieran chocado en su propio país se le antojaban allí emocionantes indicaciones de una diferente escala de valores.
Tenía veinte años. Su educación había sido buena y convencional y su única perspectiva de futuro, un empleo en la fábrica de su tío. Estar sentado en una oficina no era su idea de la vida y había elegido Sudáfrica como su hogar porque un primo lejano había ganado cinco mil libras el año pasado cultivando tabaco. Se proponía hacer lo mismo, o una versión mejorada, si podía, pero entretanto tenía que aprender. Lo único que no le gustaba de aquella granja era que no tenía campos de tabaco, pero seis meses a cargo de una variedad de cultivos serían una buena experiencia para él. Le inspiraba lástima Dick Turner, porque era a todas luces muy desgraciado, pero incluso esta tragedia le parecía romántica; la veía de una forma impersonal, como un síntoma de la creciente capitalización de la agricultura en todo el mundo, una de cuyas consecuencias sería la desaparición de los pequeños agricultores en beneficio de los grandes. (Como él se proponía ser uno de estos últimos, la tendencia no le inquietaba). Como aún no se había ganado nunca la vida, pensaba enteramente en abstracto. Por ejemplo, tenía las ideas «progresivas» convencionales sobre la discriminación racial, el progresismo superficial del idealista que rara vez sobrevive a un conflicto en el que juegue el propio interés. Había traído consigo una caja llena de libros, que amontonó en torno a la pared circular de su choza; libros sobre la cuestión del color, sobre Rhodes y Kruger, sobre agricultura, sobre la historia del oro. Pero una semana después cogió uno de ellos y encontró el lomo devorado por las hormigas blancas, así que volvió a meterlos en la caja y no los miró más. Un hombre no puede trabajar doce horas al día y estar después lo bastante fresco para el estudio.