Estos últimos habían sido reclutados por el equivalente sudafricano de la antigua patrulla de reclutamiento: hombres blancos que acechan a las bandas migratorias de nativos que salen a las carreteras en busca de trabajo, los hacinan en grandes camiones, a menudo contra su voluntad (persiguiéndoles a veces por la espesura durante kilómetros si intentan escaparse), les engañan con promesas de buenos empleos y por fin los venden a los agricultores blancos a cinco libras o más por cabeza y por un contrato de un año.
Mary sabía que algunos de ellos huirían de la granja durante los próximos días y unos cuantos no serían recuperados por la policía porque cruzarían la frontera por las colinas y ya no volverían. Pero no se dejaría acobardar por el temor de que se fueran o por los problemas de mano de obra de Dick; moriría antes que mostrarse débil. Les dijo que se fueran a sus casas, usando a la policía como amenaza. A. los demás, que trabajaban por meses y que Dick retenía con una mezcla de adulación y jocosas amenazas, les dijo que podrían marcharse a fin de mes. Les habló directamente -no por medio del capataz- en tonos claros y glaciales, explicando con admirable lógica que estaban equivocados y que ella tenía razón al actuar de aquel modo. Terminó con una breve homilía sobre la dignidad del trabajo, que es una doctrina inculcada hasta la médula de los huesos en cada sudafricano blanco. Nunca servirían para nada, añadió (hablando en fanagalo, que muchos de ellos no comprendían, ya que acababan de salir de sus kraals), si no aprendían a trabajar sin supervisión, por amor a la tarea encomendada, y a obedecer las órdenes sin pensar en el dinero que cobrarían por su trabajo. Era aquella actitud la que había dignificado al hombre blanco, que trabajaba pqrque era su deber, porque trabajar sin recompensa probaba la valía de un hombre.
Las frases de aquella pequeña conferencia le afluían a los labios con naturalidad; no tenía que rebuscarlas en su mente. Las había oído con tanta frecuencia en boca de su padre, cuando sermoneaba a los criados nativos, que le salían con facilidad de la parte del cerebro que almacenaba sus más viejos recuerdos.
Los nativos la escuchaban con la expresión que ella calificaba de «descarada». Estaban enfadados y de mal humor y oían las palabras inteligibles de su discurso sin prestar atención, simplemente esperando a que terminara.
Entonces, haciendo caso omiso de sus protestas, que brotaron en cuanto dejó de hablar, se levantó con un gesto de despedida, levantó la pequeña mesa a cuya superficie estaban clavadas las bolsas de dinero y entró con ella en la casa. Al cabo de un rato les oyó marcharse, hablando y gruñendo en voz baja, y al mirar a través de las cortinas vio sus cuerpos oscuros mezclarse con las sombras de los árboles antes de desaparecer. Oyó el eco de sus voces: gritos airados e improperios contra ella. Le invadió una sensación de victoria y venganza satisfecha. Los odiaba a todos y cada uno de ellos, desde el capataz, cuyo servilismo la irritaba, hasta el niño más pequeño; entre los peones había algunos niños que no podían tener más de siete u ocho años.
Mientras permanecía al sol, vigilándoles durante todo el día, había aprendido a ocultar su odio cuando les hablaba, pero no intentaba siquiera ocultárselo a sí misma. Detestaba que hablaran en dialectos que ella no comprendía porque sabía que se referían a ella y probablemente hacían observaciones obscenas a su costa; lo sabía, aunque no tenía más remedio que simular ignorancia. Detestaba sus cuerpos negros medio desnudos y musculosos encorvándose al ritmo mecánico de su trabajo. Odiaba sus semblantes toscos, su mirada huidiza cuando le hablaban, su velada insolencia; y odiaba sobre todo, con una violenta repugnancia física, el fuerte olor que despedían, un olor de animal, cálido y acre.
– Cómo apestan -dijo a Dick en una explosión de ira que era la reacción de oponer su voluntad a la de ellos. Dick se rió.
– Según ellos, los que apestamos somos nosotros.
– ¡Tonterías! -exclamó Mary, escandalizada de la pretensión de aquellos animales.
– Oh, sí -prosiguió Dick, sin advertir su cólera-. Recuerdo que una vez el viejo Samson me dijo: «Ustedes dicen que olemos mal, pero para nosotros no hay nada peor que el olor de un hombre blanco.»
– ¡Vaya desvergüenza! -empezó ella, indignada, pero se fijó en el rostro todavía pálido y demacrado y se contuvo. Tenía que ir con mucha cautela porque en su actual estado de debilidad cualquier cosa la irritaba.
– ¿De qué les hablabas? -preguntó Dick.
– Oh, de nada en particular-fue la evasiva respuesta de Mary mientras volvía la cara. Había decidido no decirle que los peones se marchaban hasta que estuviera restablecido del todo.
– Espero que los trates bien -dijo él, ansioso-. Hay que ir con pies de plomo con ellos, ya lo sabes. Están muy mal acostumbrados.
– No soy partidaria de tratarles con suavidad -replicó Mary en tono desdeñoso-. Si yo mandara, les enseñaría a obedecer con el látigo.
– Todo eso está muy bien -observó Dick, irritado-, pero, ¿de dónde sacarías a los peones?
– Oh, me ponen enferma -dijo ella, estremeciéndose.
Durante aquel período, pese al trabajo duro y a su odio hacia los nativos, todo su descontento y apatía quedaron relegados a último término. Se hallaba demasiado absorta en el esfuerzo de controlar a los nativos sin demostrar debilidad, de llevar la casa y ordenar las cosas de forma que Dick estuviera cómodo durante su ausencia. Además, estaba descubriendo todos los detalles de la granja: cómo se dirigía o qué se cultivaba en ella. Pasó varias veladas estudiando los libros de Dick mientras éste dormía. En el pasado no había sentido el menor interés por todo aquello: era asunto de Dick. Pero ahora empezó a analizar-las cifras -lo cual no era difícil con sólo dos libros de contabilidad- y a ver la granja en su conjunto. Sus descubrimientos la escandalizaron. Al principio pensó que debía equivocarse;' no podía ser que rindiera tan poco. Pero era cierto. Después de inspeccionar los cultivos y los animales, pudo analizar sin dificultad las causas de su pobreza. La enfermedad, la obligada reclusión de Dick y su propia obligada actividad la acercaron a la granja y le prestaron realidad ante sus ojos. Antes había sido un negocio ajeno y bastante desagradable del que se excluyó voluntariamente y en el que no intentó profundizar, pensando que era demasiado complicado. Ahora estaba molesta consigo misma por no haber tratado de estudiar a tiempo aquellos problemas.
Mientras seguía a los nativos por los campos, pensaba sin cesar en la granja y en lo que debía hacerse con ella. Su actitud hacia Dick, siempre desdeñosa, se volvió amarga y colérica. No era una cuestión de mala suerte, sino un caso claro de incompetencia. Se había equivocado al pensar que aquellos accesos de actividad con pavos, cerdos, etcétera, eran una especie de escapatoria de la disciplina del trabajo agrícola. Dick era consecuente; todo lo que hacía revelaba las mismas características. Por doquier encontraba cosas empezadas e interrumpidas a medio hacer. Aquí era un trozo de tierra talado a medias y abandonado, por lo que los árboles volvían a crecer en él; allí era un establo para vacas hecho mitad de ladrillo, mitad de hierro y una pared de madera y barro. La granja era un mosaico de cultivos diferentes. El mismo terreno de veinte hectáreas había sido plantado sucesivamente de girasoles, cáñamo, maíz, cacahuetes y judías. Siempre cosechaba veinte sacos de esto y veinte de aquello con sólo unas pocas libras de beneficio por cada cultivo. ¡No había una sola cosa bien hecha en todo el lugar, ni una sola! ¿Por qué no era capaz de verlo? ¿Cómo podía pasarle por alto que nunca llegaría a ninguna parte con aquel desorden?
Deslumbrada por el resplandor del sol, pero atenta a cada movimiento de los peones, calculó, ideó e hizo planes, decidida a hablar de ello a Dick cuando estuviera restablecido para persuadirle de que afrontara con lucidez cuál sería su futuro si no introducía un cambio en sus métodos. Sólo faltaban unos días para que se reintegrara al trabajo; le daría una semana para que todo volviera a su cauce normal y entonces no le dejaría en paz hasta que siguiera sus consejos.
Pero aquel último día ocurrió algo imprevisto.
Dick almacenaba todos los años su cosecha de mazorcas de maíz en un lugar cercano al establo de las vacas. Primero se extendían láminas de hojalata para proteger el maíz de las hormigas blancas; sobre esta base se vaciaban los sacos y las mazorcas iban formando lentamente un montón de espigas de envoltura blanca y lisa. Aquellos días Mary permanecía allí, vigilando el vaciado de los sacos. Los nativos descargaban los sacos del carro colocándoselos sobre los hombros y sujetándolos por los extremos; el peso encorvaba sus espaldas. Eran como una correa transportadora humana. Dos nativos permanecían en el carro y cargaban los sacos sobre los hombros de los peones. Éstos iban en fila del carro al montón de espigas, tambaleándose sobre los sacos llenos para vaciar desde arriba el que transportaban a la espalda. El aire rebosaba de polvo y de pequeños fragmentos de vaina. Cuando Mary se pasaba la mano por la cara, la sentía áspera como una arpillera fina.
Se encontraba al pie del montón, que se levantaba ante ella como una montaña grande y brillante contra el cielo diáfano, de espaldas a los pacientes bueyes que esperaban inmóviles, con las cabezas bajas, a que se vaciara el carro para volver a hacer otro viaje. Vigilaba a los nativos, pensando en la granja y haciendo oscilar el látigo enroscado a su muñeca de modo que dibujaba serpentinas en el polvo rojizo. De improviso advirtió que uno de los peones no trabajaba; apartado de la hilera, respiraba con fuerza y el rostro le brillaba de sudor. Mary echó una ojeada a su reloj de pulsera. Pasó un minuto, y luego otro, pero el peón continuaba en el mismo sitio, con los brazos cruzados. Esperó a que la manecilla del reloj marcara los tres minutos, llena de creciente indignación ante la temeridad de aquel negro que permanecía inmóvil conociendo la regla de que no podía exceder la pausa establecida de un minuto. Entonces le interpeló:
– Vuelve al trabajo.
Él la miró con la expresión común a todos los jornaleros africanos: con los ojos ausentes como si no la viera, y el rostro convertido en una superficie obsequiosa especial para ella y los de su clase, que encubría un interior invulnerable y secreto. Bajó los brazos con ademanes lentos y dio media vuelta para ir a beber un poco de agua de una lata de gasolina que guardaban al fresco, bajo un matorral. Ella repitió, levantando la voz: