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A pesar de todos los desastres familiares, y de perder a su madre cuando sólo tenía veintitrés años, jamás puse en duda que Tom se abriría paso en el mundo. Tenía demasiadas cualidades para fracasar, una personalidad demasiado sólida para que los imprevisibles vientos del dolor y la mala suerte lo apartaran de su camino. En el funeral de su madre, iba como sumido en un letargo, abrumado por la pena. Probablemente debí hablar más con él, pero yo también estaba anonadado, demasiado afligido como para servirle de mucho. Unos abrazos, lágrimas compartidas, pero eso fue todo. Luego él volvió a Ann Arbor, y entonces nos perdimos de vista. La culpa fue sobre todo mía, pero Tom ya era lo bastante mayor para haber tomado la iniciativa, y podía haberme enviado noticias siempre que hubiese querido. O, si no a mí, a su prima hermana Rachel, que por entonces también estaba en la región central del país, en Chicago, haciendo sus estudios de doctorado. Se conocían desde muy niños y siempre se habían llevado bien, pero Tom tampoco se puso en contacto con ella. A medida que pasaban los años, de vez en cuando sentía una pequeña punzada de culpabilidad, pero yo también estaba pasando una mala racha (problemas de todo tipo: matrimoniales, de salud, de dinero), y tenía demasiadas cosas en que pensar para acordarme mucho de él. Siempre que lo hacía, me lo imaginaba siguiendo adelante con sus estudios, avanzando sistemáticamente en su carrera a medida que ascendía en el escalafón universitario. En la primavera de 2000, estaba seguro de que había conseguido un puesto en alguna universidad prestigiosa como Berkeley o Columbia: un joven y destacado intelectual que ya estaría trabajando en su segundo o tercer libro.

Es de imaginar entonces mi sorpresa cuando, al entrar en el Brightman's Attic aquella mañana de un martes de mayo, me encontré a mi sobrino sentado detrás del mostrador, devolviendo el cambio a una clienta. Afortunadamente, lo vi antes que él a mí. Sabe Dios las lamentables palabras que habrían salido de mis labios si no hubiera dispuesto de aquellos diez o quince segundos para asimilar la impresión. No me estoy refiriendo únicamente al hecho inverosímil de que estaba allí, trabajando de empleado en una librería de lance, sino también al cambio radical de su aspecto físico. Tom siempre había sido un tanto regordete. Le había tocado uno de esos cuerpos campesinos de huesos grandes, estructurados para soportar la carga de considerables pesos -obsequio genético de su ausente y medio alcohólico padre-, pero aun así la última vez que lo había visto se encontraba en bastante buena forma. Corpulento, sí, pero también fuerte y musculoso, de paso ágil y atlético. Ahora, siete años después, pesaba catorce o quince kilos más, estaba grueso y daba la impresión de ser más bajo. Le había salido papada justo debajo de la mandíbula, y hasta sus manos habían cobrado esa gordura fofa que se observa en los fontaneros de mediana edad. No era algo agradable de ver. Se había extinguido la chispa en los ojos de mi sobrino, y todo en él sugería derrota.

Cuando la clienta terminó de pagar el libro, me acerqué al sitio que acababa de desocupar, puse las manos en el mostrador y me incliné hacia delante. Daba la casualidad de que en aquel momento Tom estaba mirando al suelo, buscando una moneda que se le había caído. Me aclaré la garganta y dije:

– ¿Qué hay, Tom? Cuanto tiempo sin vernos.

Mi sobrino alzó la vista. Al principio, parecía enteramente desconcertado, y temí que no me hubiera reconocido. Pero un momento después empezó a sonreír, y mientras la sonrisa seguía extendiéndose en su semblante, me animé al ver que era la misma del Tom de siempre. Con un toque añadido de melancolía, quizá, pero no lo suficiente para que hubiese cambiado tan pro fundamente como en principio había temido.

– ¡Tío Nat! -gritó-. Pero ¿qué coño haces en Brooklyn?

Antes de que pudiera contestarle, salió precipitadamente del mostrador y me dio un fuerte abrazo. Para gran asombro mío, los ojos se me llenaron de lágrimas.

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