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– El tiempo lo dirá -concluí al fin, sin querer prolongar aquella agonía-. Pero lo primero es lo primero. Tenemos que encontrarle un sitio para vivir. Tú no puedes quedarte con ella, y yo tampoco. ¿Qué hacemos, entonces?

– No voy a colocarla con una familia, si es que te refieres a eso -declaró Tom.

– No, claro que no. Pero tiene que haber alguien conocido que esté dispuesto a quedarse con ella. Temporalmente, me refiero. Hasta que logremos localizar a Aurora.

– Eso es mucho pedir, Nathan. La cosa podría prolongarse durante meses. Eternamente, quizá.

– ¿Qué me dices de tu hermanastra?

– ¿Te refieres a Pamela?

– Dijiste que disfruta de una posición acomodada. Una mansión en Vermont, dos críos, el marido abogado. Si le dices que sólo será este verano, a lo mejor está de acuerdo.

– Detesta a Rory. Todos los Zorn la odian. ¿Por qué iba a complicarse la vida por su hija?

– Compasión. Generosidad. Dijiste que ha mejorado con los años, ¿no? Bueno, si yo me comprometo a sufragar los gastos de Lucy, a lo mejor lo considera como una verdadera empresa familiar. Todos arrimando el hombro por el bien común.

– Eres perro viejo, ¿eh? Resultas muy convincente.

– Sólo intento que salgamos del apuro, Tom. Nada más que eso.

– De acuerdo, llamaré a Pamela. Me dirá que no, pero por lo menos lo habré intentado.

– Así me gusta, hijo. Tienes que exponerle el caso con suavidad y sin cargar mucho las tintas. Dorándole la píldora.

Pero no quiso hacer la llamada desde mi casa. No sólo por que Lucy estaba allí, según me explicó, sino porque se sentiría cohibido sabiendo que yo andaba cerca. Delicado, melindroso Tom, la persona más sensible del mundo. No pasaba nada, repuse, pero no había necesidad de que se fuera andando a su apartamento. Lucy y yo podíamos salir a la calle para que él se quedara solo y hablara tranquilamente con Pamela, con la ventaja de que la factura de la conferencia interurbana me llegaría a mí.

– Ya has visto lo que lleva la niña -añadí-. Esos vaqueros raídos, las playeras gastadas. Así no puede ir a ninguna parte, ¿verdad? Tú llama a Vermont, que yo saldré con ella a comprarle ropa nueva.

Eso zanjó la cuestión. Tras un rápido almuerzo a base de sopa de tomate, huevos revueltos y sándwiches de salami, Lucy y yo salimos de tiendas. Muda o no, Lucy parecía disfrutar de la expedición tanto como cualquier otra niña en circunstancias análogas: libertad total para elegir lo que quisiera. Al principio nos limitamos más que nada a lo indispensable (calcetines, ropa interior, pantalones largos, pantalones cortos, pijamas, sudadera con capucha, cazadora de nailon, cortaúñas, cepillo de dientes, cepillo del pelo, etcétera), pero luego siguieron unas zapatillas de deporte azul neón de ciento cincuenta dólares, una réplica de la gorra de los Dodgers de Brooklyn de pura lana, y, con cierta sorpresa por mi parte, unas auténticas y relucientes merceditas de charol, junto con un vestido de algodón rojo y blanco que compramos al final: de corte clásico, con cuello redondo y una cinta que se ataba a la espalda. Cuando llegamos a casa con todo el botín, ya eran las tres pasadas, y Tom se había marchado. Pero había una nota en la mesa de la cocina.

Querido Nathan:

Pamela ha dicho que sí. No me preguntes cómo lo he conseguido, pero he tenido que insistir más de una hora antes de que acabara cediendo. Ha sido una de las conversaciones más duras y agotadoras de mi vida. De momento es sólo «de prueba», pero la buena noticia es que quiere que le llevemos a Lucy mañana. Algo que ver con los planes de Ted y una fiesta en su club de campo. Supongo que podemos ir en tu coche, ¿no? Si a ti no te apetece, conduciré yo. Ahora voy a la librería a decirle a Harry que me tomo unos días libres. Te espero allí. A presto.

Tom

No había pensado que las cosas pudieran ir tan deprisa. Me sentí aliviado, por supuesto, contento de que se nos hubiera solucionado el problema de aquella manera tan rápida y conveniente, pero también me quedé un tanto decepcionado, como si me hubieran privado de algo. Empezaba a tomar cariño a Lucy, y durante nuestra incursión por las tiendas del barrio había ido acariciando la idea de tenerla un tiempo conmigo; unos días, imaginaba, incluso algunas semanas. No es que hubiese cambiado de parecer con respecto a la situación (no podía: quedarse para siempre en mi apartamento), pero una breve temporada habría sido más que soportable para mí. Había desaprovechado muchas ocasiones con Rachel cuando era pequeña, y ahora, de buenas a primeras, tenía una niña que necesitaba atenciones, alguien a quien comprar ropa y dar de comer, una criatura que necesitaba una persona adulta con tiempo suficiente para cuidarla e intentar sacarla de su desconcertante silencio. No tenía inconveniente en asumir ese papel, pero parecía que la función se trasladaba de Brooklyn a Nueva Inglaterra y que otro actor me había sustituido. Intenté consolarme con la idea de que Lucy estaría mejor en el campo con Pamela y sus hijos, pero ¿qué sabía yo de Pamela? Hacía años que no la veía, y antes de eso nuestros escasos encuentros me habían dejado frío.

Lucy quería ponerse el vestido nuevo y las merceditas para ir a la librería, y yo accedí a condición de que primero se diera un baño. Yo tenía mucha experiencia en bañar a los niños, le aseguré, y para demostrar mi afirmación saqué un álbum de fotos de la estantería y le enseñé algunas instantáneas de Rachel: una de las cuales, milagrosamente, mostraba a mi hija metida en un baño de burbujas a los seis o siete años.

– Ésta es tu prima -le anuncié-. ¿Sabías que tu madre y ella nacieron con sólo tres meses de diferencia? Eran buenas amigas.

Lucy sacudió la cabeza y exhibió una de sus mayores sonrisas del día. Empezaba a confiar en su tío Nat, pensé, y un momento después recorríamos el pasillo en dirección al baño. Mientras yo llenaba la bañera, Lucy se desnudó obedientemente y se metió en el agua. Aparte de una pequeña costra ya bastante endurecida en la rodilla izquierda, no tenía una sola marca en el cuerpo; la espalda, tersa y sin cardenales; las piernas, lisas y sin marcas; ni hinchazón ni excoriaciones en torno a los genitales. Sólo se trató de un rápido examen visual, pero fuera cual fuese la causa de su silencio, no aprecié indicio alguno de malos tratos ni abusos. Para celebrar mi descubrimiento, le canté la versión completa de «Polly Wolly Doodle» mientras le lavaba y aclaraba el pelo.

Quince minutos después de sacarla de la bañera, sonó el teléfono. Era Tom, que llamaba desde la librería para saber lo que nos pasaba. Acababa de hablar con Harry (que había accedido a su petición de tomarse unos días libres) y estaba deseando salir de allí.

– Lo siento -me disculpé-. Hemos tardado más de lo previsto en comprar, y luego pensé que a Lucy no le vendría mal un baño. Olvídate de aquella granujilla, Tom. Nuestra niña está preparada para ir a una fiesta de cumpleaños en el Castillo de Windsor.

Luego pasamos a considerar los planes para la cena. Como Tom quería salir por la mañana temprano, pensaba que lo mejor sería quedar a las seis. Además, añadió, Lucy tenía tanto apetito, que a esa hora ya casi estaría muerta de hambre.

Me volví a Lucy y le pregunté qué le parecería una pizza. Cuando contestó pasándose la lengua por los labios y dándose palmaditas en el estómago, le dije a Tom que nos veríamos en la Trattoria de Rocco, que servía la mejor pizza del barrio.

– A las seis en punto -concluí-. Entretanto, Lucy y yo iremos a la tienda de vídeo a buscar una película que podamos ver los tres después de cenar.

La película resultó ser Tiempos modernos, que me pareció una elección extrañamente inspirada. Lucy no sólo no había visto a Chaplin ni oído nunca ese nombre (otra prueba del declive de la educación norteamericana), sino que además era la película en que el vagabundo habla por primera vez. Aunque sus palabras resultaran ininteligibles, al menos abría la boca y emitía sonidos, y me pregunté si eso no removería algo en el interior de Lucy, haciéndole reflexionar sobre su obstinado silencio. Y en el mejor de los casos, incluso podríamos lograr que saliera de él de una vez por todas.

Hasta la cena en la Trattoria, se había portado estupendamente. Había hecho todo lo que le había pedido sin rechistar y de buen grado, sin fruncir una sola vez el ceño. Pero Tom, en un descuido poco corriente en él, dejó caer bruscamente la noticia de nuestro inminente viaje a Vermont sólo unos momentos después de habernos sentado a la mesa. No hubo preparación, ni propaganda que encomiara las maravillas de Burlington, ni argumentación en el sentido de que estaría mejor con Pamela que con sus dos tíos en Brooklyn. Ahí fue cuando la vi arrugar el entrecejo, llorar por primera vez, y enfurruñarse luego para el resto de la cena. Por muy hambrienta que estuviera, no tocó la pizza cuando se la pusieron delante, y sólo el hecho de que no paré de hablar nos libró de lo que podría haber acabado en una auténtica guerra de nervios. Empecé haciendo el trabajo preliminar que Tom había pasado por alto: los himnos y panegíricos, la zarabanda publicitaria, el prolongado encomio de la legendaria bondad de Pamela. Al ver que aquel discurso dejaba de producir el efecto deseado, cambié de táctica y le prometí que Tom y yo nos quedaríamos allí hasta que estuviera cómodamente instalada, y entonces, yendo aún más lejos, corrí el riesgo supremo de asegurarle que la decisión estaba enteramente en sus manos. Si no le gustaba estar allí, recogeríamos sus cosas y volveríamos a Nueva York. Pero tenía que intentarlo de verdad, le dije, no menos de tres o cuatro días. ¿De acuerdo? Lucy asintió con la cabeza. Y entonces, por primera vez en media hora, sonrió. Llamé al camarero y le pregunté si no sería mucha molestia que le calentaran la pizza en la cocina. Diez minutos después, se la trajeron de nuevo a la mesa y Lucy atacó su cena.

El experimento Chaplin arrojó un resultado desigual. Lucy rió a carcajadas, emitiendo los primeros sonidos que habíamos oído de ella en todo el día (hasta las lágrimas de la cena habían corrido por sus mejillas en silencio), pero unos minutos antes de llegar a la escena del restaurante, el sitio donde Charlie se pone a cantar su absurda y memorable canción, se le empezaron a cerrar los ojos y enseguida se quedó dormida. ¿Quién se lo podría reprochar? Había llegado a Nueva York aquella misma mañana, después de un viaje de Dios sabe cuántos centenares de kilómetros, lo que significaba que se había pasado gran parte de la noche anterior si no toda metida en un autobús. La cogí en brazos y la llevé al cuarto de huéspedes mientras Tom abría el sofá cama, ya preparado, y retiraba el embozo. Nadie duerme más profundamente que los niños, sobre todo los niños agotados. Ni siquiera cuando la puse sobre la cama y la tapé abrió los ojos una sola vez.

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